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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (2 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—¿Nada? —preguntó el tlulaxa nervioso. Inclinó la
cabeza
en un extraño ángulo, tratando de ver algún detalle del muñón de su brazo.

—En este lado no. —Erasmo comprobó la cubierta biológica del otro hombro—. Aquí puede que tengamos algo. Se aprecia un afloramiento en la piel. —En un intento por regenerar los miembros amputados, en cada muñón había inyectado diferentes catalizadores celulares.

—Extrapola los datos, robot. ¿Cuánto falta para que me vuelvan a crecer los brazos y las piernas?

—Es difícil decirlo. Podrían ser semanas, seguramente más. —El robot frotó con un dedo metálico la pequeña protuberancia del muñón—. En cambio, esta excrecencia podría ser algo totalmente distinto. Presenta una coloración rojiza; tal vez solo sea una infección.

—No siento dolor.

—¿Quieres que te rasque?

—No. Esperaré hasta que pueda rascarme yo mismo.

—No seas desagradable. Se supone que esto es un empeño conjunto. —Aunque los resultados prometían, aquello no era una prioridad para el robot. Tenía cosas más importantes en que pensar.

Erasmo hizo un pequeño ajuste en una conexión intravenosa y alivió el descontento que veía en el rostro de aquel hombre. Sin duda, Rekur Van estaba pasando por uno de sus cambios de humor periódicos. Lo vigilaría y administraría medicación necesaria para que siguiera funcionando de forma eficiente. Y quizá lograría evitar que tuviera otro de sus arrebatos. Había días que cualquier cosa le hacía saltar. Otras veces, Erasmo le provocaba a propósito solo para ver su reacción.

Controlar a los humanos era una ciencia y un arte, incluso a ejemplares tan repulsivos como aquel. Para él, aquel cautivo degradado era un objeto de estudio más, como cualquiera de los humanos que tenía en las cuadras y las cámaras salpicadas de sangre. Incluso cuando llegaba al límite y trataba de desconectar sus sistemas de soporte con los dientes, Erasmo siempre lograba que volviera a su trabajo con las epidemias. Por suerte, aquel hombre despreciaba a los humanos de la Liga más que él a sus amos mecánicos.

Décadas atrás, durante una gran sacudida política que se produjo en la Liga de Nobles, el sucio secreto de las granjas de órganos de Tlulax salió a la luz y provocó el rechazo y la repulsa de la humanidad libre. En los mundos de la Liga la opinión pública arremetió contra los expertos en ingeniería genética y las masas ultrajadas destruyeron las granjas de órganos y obligaron a la mayoría de los tlulaxa a esconderse. El escándalo causó un daño irreparable a su reputación.

Rekur Van huyó al Espacio Sincronizado, llevando consigo algo que consideraba un regalo irresistible: el material celular para crear una réplica perfecta de Serena Butler. Erasmo, que recordaba sus interesantes debates con la cautiva, se sintió entusiasmado. Van estaba seguro de que Erasmo la querría, pero por desgracia los clones que creó no tenían los recuerdos de Serena, ni su apasionamiento. No eran más que copias vacías.

Y aun así, a pesar del fracaso de los clones, a Erasmo Rekur Van también le parecía interesante. Disfrutaba de su compañía. Por fin había alguien que hablaba en el mismo lenguaje científico, un investigador que podía ayudarle a comprender más cosas sobre las incontables ramificaciones y las diferentes vías de investigación con organismos humanos complejos.

Para Erasmo los primeros años fueron un desafío, incluso después de extirparle los brazos y las piernas. Con el tiempo, mediante una cuidadosa manipulación y un sistema paciente de recompensas y castigos, había convertido a Rekur Van en un provechoso objeto de estudio. El hecho de que no tuviera sus extremidades recordaba bastante a la situación de los esclavos con los que él mismo había experimentado en las falsas granjas de órganos. Una maravillosa ironía.

—¿Te apetece una golosina antes de que empecemos a trabajar? —propuso Erasmo—. ¿Una galleta de carne, tal vez?

Los ojos de Van se iluminaron, porque aquel era uno de los pocos placeres que le quedaban. Las galletas de carne se preparaban a partir de diferentes organismos creados en el laboratorio, incluidos los «desechos» humanos, y se consideraban una exquisitez en la tierra natal del tlulaxa.

—O me das una o me niego a seguir trabajando.

—Utilizas esa amenaza con demasiada frecuencia, Muñón. Estás conectado a unos tanques con soluciones de nutrientes. Incluso si te niegas a comer, no morirás de hambre.

—Pero tú quieres mi cooperación, no sólo mi supervivencia… y me has dejado pocas cosas con las que negociar. —El rostro del tlulaxa se crispó formando una mueca.

—Muy bien. ¡Galletas de carne! —gritó Erasmo—. Cuatrobrazos, ocúpate.

Uno de los frikis humanos que ayudaban en el laboratorio entró sujetando con sus cuatro brazos una bandeja con una montaña de delicias orgánicas azucaradas. El tlulaxa se movió en su conector de soporte para mirar aquella espantosa comida… y los que antes eran sus brazos.

Erasmo conocía más o menos el proceso que los tlulaxa utilizaban para realizar injertos, y había trasplantado los brazos y las piernas del antiguo esclavista a dos de sus ayudantes de laboratorio, agregando carne artificial, nervios y hueso para ajustar las extremidades a la longitud adecuada. A pesar de ser sólo una prueba y una experiencia enriquecedora, tuvo un considerable éxito. Cuatrobrazos era especialmente eficiente llevando cosas; algún día, Erasmo esperaba poder enseñarle a hacer malabarismos para que entretuviera a Gilbertus. Por su parte, Cuatropiernas podía correr como un antílope en una llanura.

Cada vez que alguno de los dos aparecía, el tlulaxa recordaba amargamente su situación desesperada.

Y puesto que Rekur Van no tenía manos, Cuatrobrazos utilizó dos de las suyas —las dos que habían pertenecido al cautivo— para meter las galletitas de carne en su boca ávida. Van parecía un pollito hambriento pidiendo gusanos a su mamá pájaro. Unas migas de color amarillo marronoso le cayeron por la barbilla a la bata negra que le cubría el torso; algunas cayeron en el líquido de nutrientes, donde se reciclarían.

Erasmo alzó una mano indicando a Cuatrobrazos que parara.

—Es suficiente. Muñón, más adelante habrá más, pero primero tenemos un trabajo que hacer. Hoy vamos a repasar juntos las estadísticas de mortalidad de los diferentes grupos de experimentación.

Qué interesante, pensó Erasmo, que Vorian Atreides —hijo del traicionero titán Agamenón— hubiera utilizado un método similar para eliminar a las supermentes: implantar un virus informático en las esferas de actualización que el robot Seurat distribuyó sin saber nada. Pero las máquinas no eran las únicas vulnerables a las epidemias…

Rekur Van puso mala cara unos momentos, luego se relamió y empezó a estudiar los resultados. Parecía disfrutar de las cifras de muertos.

—Qué maravilla —musitó—. Definitivamente, estas epidemias son la mejor forma de eliminar a trillones de personas.

2

La grandeza tiene sus propias recompensas… y su coste es terrible.

P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
última entrada en un dictadiario

Durante su carrera militar sobrenaturalmente larga, el comandante supremo Vorian Atreides había visto muchas cosas, pero pocas veces había visitado un mundo más hermoso que Caladan. Para él, aquel planeta oceánico era un cofre lleno de recuerdos, una fantasía de lo que tendría que ser una vida «normal»… sin máquinas, sin guerra.

Cuando estaba en Caladan, fuera a donde fuese veía cosas que le recordaban los tiempos dorados que había pasado allí con Leronica Tergiet. Ella era la madre de sus hijos gemelos, su compañera amada desde hacía más de siete décadas, aunque nunca se habían casado oficialmente.

Leronica estaba en la casa que compartían en Salusa Secundus. Aunque ya tenía más de noventa años, la amaba más que nunca. Para mantenerse joven más tiempo, podía haber tomado melange regularmente, la especia rejuvenecedora que tan popular se había hecho entre los nobles ricos, pero no quiso, porque le parecía algo antinatural. ¡Era tan propio de ella!

En cambio, el tratamiento al que su padre cimek había sometido a Vor para hacerlo inmortal hacía que él siguiera pareciendo un joven, el nieto de Leronica tal vez. Para que no se viera una diferencia tan abismal entre ellos, Vor se teñía regularmente parte del pelo de blanco. Deseó haberla llevado consigo a aquel viaje al lugar donde se conocieron.

En aquellos momentos, Vor contemplaba los mares tranquilos de Caladan y veía los barcos que volvían de una jornada de trabajo recogiendo algas y pescando palometas, sentado junto a su joven y voluntarioso ayudante, Abulurd Butler, hijo menor de Quentin Vigar y Wandra Butler. Abulurd también era nieto del mejor amigo de Vor… pero el nombre de Xavier Harkonnen rara vez se mencionaba, porque a ojos de la humanidad se había convertido irremisiblemente en un cobarde y un traidor. Cuando pensaba en aquella injusticia, perpetuada por la leyenda, a Vor se le atragantaba como un fruto espinoso, pero no podía hacer nada. Casi habían pasado sesenta años.

Vor y Abulurd estaban sentados a una mesa en el nuevo restaurante suspensor, que se desplazaba lentamente sobre los acantilados para permitir una vista cambiante de la costa y el mar. Sus gorras militares descansaban sobre el amplio alféizar de una ventana. Las olas rompían contra las enormes rocas, dejando un reguero de hilillos de agua que se escurrían como encaje blanco. El sol de media tarde destellaba sobre las olas.

Los dos hombres, ataviados con sus uniformes verde y carmesí, disfrutaban de un breve descanso en la interminable Yihad, y contemplaban la subida de la marea mientras tomaban un vino. Vor llevaba su uniforme con informalidad, sin medallas, mientras que Abulurd parecía tan peripuesto como la raya de sus pantalones. «Igualito que su abuelo».

Vor había tomado a aquel joven bajo su tutela, cuidaba de él, le ayudaba. Su madre era la hija más joven de Xavier, pero no había llegado a conocerla, porque durante el parto sufrió una grave apoplejía y quedó en estado catatónico. Abulurd acababa de cumplir los dieciocho años y se había incorporado al servicio en el ejército de la Yihad. Su padre y sus hermanos ya se habían labrado cierto prestigio y tenían muchas condecoraciones. Con el tiempo, el hijo pequeño de Quentin Butler también se distinguiría en la lucha.

Para evitar la lacra del nombre de Harkonnen, el padre de Abulurd había adoptado el apellido de la línea materna, orgulloso de reclamar el legado de Serena Butler. Desde que por matrimonio entró en aquella famosa familia hacía cuarenta y dos años, el héroe de guerra Quentin no había dejado de señalar la ironía de aquel apellido. «En otro tiempo, un
butler
era un mayordomo, un criado doméstico que seguía en silencio las órdenes de su amo. Pero desde hoy proclamo un nuevo lema para esta familia: ¡Los Butler no somos criados de nadie!». Faykan y Rikov, sus dos hijos mayores, habían hecho suyo este lema y desde muy jóvenes dedicaron sus vidas a luchar por la Yihad.

«Tanta historia en un nombre —pensó Vor—. Y con un bagaje tan grande».

Vor dio un largo suspiro y escudriñó el interior del restaurante. Un estandarte colgaba de una de las paredes, con imágenes de los tres mártires: Serena Butler, su hijo Manion el Inocente y el Gran Patriarca Ginjo. Con un enemigo tan implacable como las máquinas pensantes, la gente necesitaba encontrar consuelo en Dios o en sus representantes. Como cualquier otro movimiento religioso, los martiristas tenían grupos marginales que seguían unas prácticas estrictas en honor a los tres caídos.

Vor no comulgaba con tales creencias, prefería confiar en la capacidad militar para derrotar a Omnius, y sin embargo, la naturaleza humana, incluso el fanatismo, también afectaba a sus planes. Poblaciones que no habrían luchado en el nombre de la Liga, se arrojaban sin vacilar contra los enemigos mecánicos si se les pedía que lo hicieran en nombre de Serena o su hijo. Aun así, aunque los martiristas podían ayudar a la causa, normalmente lo único que hacían era estorbar…

Siguiendo con aquel largo silencio, Vor cruzó las manos y miró a su alrededor. A pesar del mecanismo suspensor, añadido recientemente, el lugar tenía prácticamente el mismo aspecto que hacía décadas. Vor lo recordaba muy bien. Es posible que las sillas, de estilo clásico, fueran las mismas, pero seguramente habían cambiado la vieja tapicería.

Vor bebió en silencio y recordó a una camarera que había trabajado allí, una joven inmigrante que sus tropas rescataron en la colonia Peridot. Allí las máquinas pensantes arrasaron hasta la última estructura levantada por los humanos y ella perdió a toda su familia. Vor mismo le hizo entrega de su medalla de superviviente. Esperaba que hubiera tenido una buena vida en Caladan. Había pasado tanto tiempo… quizá ya estaría muerta, o sería una anciana con un montón de nietos.

A lo largo de los años, Vor había visitado Caladan en numerosas ocasiones, en teoría para supervisar el funcionamiento del puesto de escuchas y el observatorio que su equipo había construido allí hacía casi setenta años. Siempre que podía volvía a aquel mundo acuático para ver cómo iba todo.

Creyendo que estaba haciendo lo correcto, Vor se había llevado a Leronica y a sus hijos a la capital de la Liga cuando eran pequeños. Ella enseguida se sintió a gusto entre todas aquellas maravillas, pero a los gemelos nunca les gustó Salusa. Más adelante, sus chicos —¿chicos?, ¡ya tenían más de sesenta años!—, que nunca se sintieron atraídos por el bullicio de Salusa Secundus, ni por la política ni el ejército de la Yihad, decidieron regresar a Caladan. Vor casi siempre estaba ausente en alguna de sus misiones militares, así que, cuando alcanzaron la mayoría de edad, los gemelos volvieron al mundo oceánico para formar un hogar y tener sus propios hijos… y hasta sus nietos.

Después de tanto tiempo sin haber tenido apenas contacto, Estes y Kagin eran unos extraños para él. El día antes, por ejemplo, cuando Vor y sus hombres llegaron, fue a visitarlos… y descubrió que habían partido hacia Salusa la semana antes con la intención de pasar unos meses con su madre, que ya estaba muy mayor. ¡Y él ni siquiera lo sabía! Otra oportunidad perdida.

Y aun así, ninguna de sus visitas anteriores en los pasados años había sido particularmente agradable. Los gemelos siempre seguían las normas de la buena educación, compartían con él una breve cena, pero no sabían de qué hablarle. Al poco rato, el uno y el otro se excusaban diciendo que tenían cosas que hacer. Vor les estrechaba la mano sintiéndose muy incómodo y se despedía, y entonces se entregaba diligentemente a sus obligaciones con el ejército.

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