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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (2 page)

BOOK: La decisión más difícil
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El vestido tiene los colores del atardecer y está hecho de un material que cruje cuando se mueve. Sin mangas ni tirantes, es lo que podría llevar una estrella de cine pavoneándose por una alfombra roja, y de ninguna manera el tipo de vestido para una casa en los suburbios de Upper Darby. Mi madre tiene el pelo recogido en un moño. En su cama hay otros tres vestidos: uno ceñido negro, uno de tubo y otro que parece imposiblemente pequeño.

—Mira…

«Cansada». La palabra burbujea justo bajo mis labios.

Mi madre sigue perfectamente tranquila y quisiera saber si lo dije en voz alta sin querer. Levanta una mano, haciéndome callar, con la oreja orientada hacia la puerta abierta.

—¿Has oído eso?

—¿El qué?

—Kate.

—No he oído nada.

Pero no se fía de lo que le digo, porque cuando se trata de Kate no se fía de la palabra de nadie. Sube la escalera y abre la puerta de nuestro dormitorio para encontrar a mi hermana histérica en su cama, y, como el mundo, se colapsa de nuevo. Mi padre, un astrónomo secreto, ha intentado explicarme qué son los agujeros negros, por qué son tan pesados que lo absorben todo, incluso la luz, hacia su propio centro. Momentos como éste son del mismo tipo de vacío; no importa a qué te aferres, acabas siendo tragado.

—Kate. —Mi madre cae al suelo; estúpida falda, una nube a su alrededor—. Kate, cariño, ¿qué te duele?

Kate abraza un cojín contra el estómago y las lágrimas continúan manando. El pálido cabello está pegado contra su cara en húmedas mechas; su respiración es bastante dificultosa. Estoy congelada en la puerta de mi propia habitación, aguardando instrucciones. «Llama a papá.» «Llama al 911.» «Llama al doctor Chance». Mi madre llega a sacudir a Kate para sacarle una explicación.

—Es Presten —solloza—; está dejando a Serena para siempre.

Ahí es cuando nos fijamos en la televisión. En la pantalla una tía buena rubia mira largamente a una mujer que llora casi tanto como mi hermana y da un portazo.

—Pero ¿qué te duele? —pregunta mi madre, convencida de que tiene que ser algo más que eso.

—Dios mío —dice Kate, sorbiéndose la nariz—. ¿Tienes idea de por cuántas cosas han pasado Serena y Preston? ¿Tienes idea?

Ese nudo dentro de mí se relaja, ahora sé que todo está bien. La normalidad en nuestra casa es como una sábana demasiado corta para la cama: a veces te cubre bien y otras te deja con frío y temblando; lo peor de todo es que nunca sabes cuál de esas dos cosas pasará. Me siento en el extremo de la cama de Kate. Aunque sólo tenga trece años, soy más alta que ella y de vez en cuando la gente supone, erróneamente, que soy la hermana mayor. En distintos momentos de este verano se volvió loca por Callarían, Wyatt y Liam, los protagonistas masculinos de esta novela. Ahora, supongo que se trata de Preston.

—Hubo el susto del secuestro —confieso.

En realidad he seguido la trama de la historia; Kate hizo que se la grabara durante sus sesiones de diálisis.

—Y la vez que casi se casa con su primo por equivocación.

—No olvides cuando él murió en el accidente de barco. Durante dos meses, de todos modos. —Mi madre se suma a la conversación y recuerdo que ella también solía mirarla sentada con Kate en el hospital.

Por primera vez Kate parece darse cuenta del conjunto de mi madre.

—¿Qué llevas puesto?

—Oh, algo que devolveré. —Se para delante de mí para que le baje la cremallera. Esa compulsión de comprar por Internet, sería un grito desesperado clamando por una terapia para cualquier otra madre; en el caso de la mía, probablemente podría considerarse un alivio saludable.

Me pregunto si lo que le gusta tanto es meterse en la piel de otra persona por un momento o si es la opción de poder devolver una circunstancia que únicamente no te queda bien. Mira a Kate fijamente.

—¿Estás segura de que no te duele nada?

Después de que mi madre se va, Kate se hunde un poco. Es la única manera de describirlo. Lo rápido que los colores se le escurren de la cara, el modo en que desaparece contra los cojines. Según se enferma desaparece un poco, tanto que temo despertar un día y no ser capaz de verla.

—Muévete —ordena Kate—, me tapas la pantalla.

Entonces voy a sentarme a mi cama.

—Sólo son los nuevos episodios.

—Bueno, si muero esta noche, quiero saber qué me estoy perdiendo.

Sacudo los cojines debajo de mi cabeza. Kate, como siempre, los ha cambiado, de modo que tiene los más blandos, que no se sienten como rocas bajo el cuello. Supone que lo merece, porque es tres años mayor, porque está enferma o porque la Luna está en Acuario; siempre hay alguna razón. Miro la tele con los ojos entornados, deseando poder cambiar los canales, sabiendo que no tengo opción.

—Preston parece de plástico.

—Entonces, ¿por qué te he oído susurrar su nombre sobre la almohada anoche?

—Cierra el pico —digo.

—Ciérralo tú. —Entonces Kate me sonríe—. Probablemente sea gay. Qué desperdicio, teniendo en cuenta que las hermanas Fitzgerald son… —Haciendo una mueca de dolor interrumpe la frase a la mitad y me vuelvo hacia ella.

—¿Kate?

Se frota en la zona de las lumbares.

—No es nada.

Son sus riñones.

—¿Quieres que llame a mamá?

—Todavía no. —Estira la mano entre nuestras camas, que están separadas justo para que nos podamos tocar.

Extiendo la mano también. Cuando éramos pequeñas, hacíamos este puente e intentábamos ver cuántas barbies podíamos mantener en equilibrio sobre él.

Más tarde he tenido pesadillas en las que estoy cortada en tantos pedazos que no hay lo suficiente de mí para volver a montarme.

Mi padre nos explica que un fuego se extingue a menos que abramos una ventana y le demos combustible. Supongo que eso es lo que estoy haciendo, si os fijáis bien; pero luego, además, mi padre también dice que cuando las llamas nos están lamiendo los talones tenemos que romper una pared o dos si queremos escapar. Así es que cuando Kate se queda dormida debido a sus medicinas, tomo la carpeta de cuero que tengo guardada entre mi colchón y el somier y voy al baño para tener algo de privacidad. Sé que Kate ha estado fisgoneando; había insertado un hilo rojo entre los dientes de la cremallera para saber quién estaba husmeando en mis cosas sin permiso, pero a pesar de que el hilo ha sido arrancado, no falta nada dentro. Abro el grifo de la bañera para que suene como si tuviera algún motivo para estar allí y me siento en el suelo a contar.

Si agregáis los veinte dólares de la casa de empeños, tendremos 136,87. No será suficiente, pero debe de haber alguna forma. Jesse no tenía 2 900 dólares cuando se compró el jeep, y el banco le hizo algún tipo de préstamo. Claro que mis padres tuvieron que firmar los papeles, también. Y dudo que estén ansiosos por hacer lo mismo por mí, dadas las circunstancias. Cuento el dinero por segunda vez, por si acaso los billetes se han reproducido milagrosamente, pero la matemática es la matemática y el total sigue siendo el mismo. Y luego leo los recortes de periódico.

Campbell Alexander. En mi opinión es un nombre estúpido. Suena como un licor muy caro o como una firma de inversiones en bolsa. Pero no podréis negar el historial de este hombre.

Para llegar a la habitación de mi hermano hay que salir de la casa, que es lo que quiere. Cuando Jesse cumplió dieciséis se mudó al ático sobre el garaje: un acuerdo perfecto, dado que él no quería que mis padres vieran lo que hacía y mis padres realmente no querían verlo. Obstruyendo la escalera hacia su espacio hay cuatro cadenas para circular con nieve, un pequeño muro de tetrabricks y un escritorio de roble inclinado de lado. A veces pienso que Jesse pone esos obstáculos sólo para hacer que el camino hacia él sea más que un desafío.

Gateo sobre el desastre y subo la escalera, que vibra con los bajos del equipo de música de Jesse. Tarda cinco minutos enteros antes de que se percate que estoy llamando.

—¿Qué? —dice bruscamente, abriendo la puerta muy poco.

—¿Puedo pasar?

Se lo piensa dos veces, luego da un paso hacia atrás para dejarme entrar. La habitación es un mar de ropa sucia, revistas y restos de comida china para llevar en sus cajas; huele como la lengüeta sudada de un patín de hockey. El único lugar limpio es la estantería donde Jesse guarda su colección especial —una figurita de Jaguar de plata, un símbolo de Mercedes, un caballo de Mustang—, adornos de capotas que dijo que había encontrado tirados por ahí, aunque no soy tan tonta como para creerle.

No me malentendáis, no es que a mis padres no les importe Jesse o el problema que sea en el que se ha metido. Es sólo que realmente no tienen tiempo para ocuparse, porque de alguna manera es un problema inferior en el tótem.

Jesse me ignora, volviendo a lo que sea que estaba haciendo al otro lado del desastre. Mi atención es captada por una vasija de barro —una que desapareció de la cocina hace algunos meses— que ahora está encima del televisor de Jesse con un tubo de cobre fuera de la tapa, que atraviesa una jarra de leche de plástico llena de hielo y se vacía en un frasco de vidrio. Jesse puede ser un casi delincuente, pero es brillante. Justo cuando estoy a punto de tocar el artilugio, Jesse se da la vuelta.

—¡Oye! —Vuela por encima del sofá para sacar mi mano de un golpe—. Vas a arruinar la espiral de condensación.

—¿Es lo que creo que es?

Una antipática sonrisa se dibuja en su cara.

—Depende de qué crees que es.

Abre con una palanqueta el frasco, y caen unas gotas del líquido sobre la alfombra.

—Prueba.

Para ser un alambique hecho de secreciones y pegamento, produce un potente whisky casero. Un infierno corre tan rápido a través de mis tripas y mis piernas que caigo de espaldas en el sofá.

—Desagradable —jadeo.

Jesse se ríe y toma un trago también, pero a él le baja más fácilmente.

—Entonces, ¿qué quieres de mí?

—¿Cómo sabes que quiero algo?

—Porque nadie viene aquí a charlar —dice, sentándose en el brazo del sofá—. Y si hubiera sido por algo de Kate, ya me lo habrías dicho.

—Es sobre Kate. Por ahí va la cosa. —Aprieto los recortes de periódico en la mano de mi hermano; ellos lo explicarán mejor que yo. Los ojea y después me mira directamente a los ojos. Los suyos son como la más pálida sombra de plata, tan sorprendentes que, a veces, cuando mira fijamente, se puede olvidar completamente lo que se va a decir.

—No te metas con el sistema, Anna —dice amargamente—. Todos tenemos nuestro papel. Kate es la Mártir. Yo soy la Causa Perdida. Y tú, tú eres la Pacificadora.

Piensa que me conoce, pero eso ocurre también en sentido contrario. Y, cuando sobrevienen problemas, Jesse es un incondicional. Lo miro fijamente a los ojos.

—¿Quién lo dice?

Jesse está de acuerdo con esperarme en el aparcamiento. Es una de las pocas veces que recuerdo que hace algo que le diga que haga. Doy una vuelta hacia la fachada frontal del edificio, que tiene dos gárgolas custodiando la entrada.

La oficina del abogado Campbell Alexander se encuentra en el tercer piso. Las paredes están revestidas con madera de color de abrigo de piel de yegua, y cuando pongo un pie en la fina alfombra oriental, mis zapatillas se hunden unos milímetros. La secretaria lleva zapatos negros tan brillantes que puedo ver mi cara en ellos. Echo un vistazo a mis vaqueros y a las Kas que me pinté la semana pasada con los rotuladores mágicos cuando estaba aburrida.

La secretaria tiene la piel perfecta, las cejas perfectas y boquita de piñón, y está utilizándola para chillar de un modo asesino y criminal a quienquiera que esté al otro lado del teléfono.

—No puede esperar que yo le diga eso a un juez. Sólo porque usted no quiere escuchar a Kleman despotricar y delirar no quiere decir que yo tenga que… No, en realidad, ese aumento fue por el trabajo excepcional que hago y las gilipolleces que aguanto constantemente cada día, y, de hecho, cuando estamos…

Sostiene el auricular del teléfono lejos de la oreja; puedo distinguir la desconexión.

—Bastardo —murmura, y parece darse cuenta de que estoy a un metro de distancia—. ¿Puedo ayudarla?

Me mira de pies a cabeza, situándome en una escala general de primeras impresiones, y me encuentra seriamente necesitada. Levanto la barbilla y pretendo ser más distante de lo que soy en realidad.

—Tengo una cita con el señor Alexander. A las cuatro.

—Su voz —dice—. En el teléfono no sonaba tan…

—¿Joven?

Sonríe con incomodidad.

—Nosotros no tratamos casos juveniles, como regla. Si quiere puedo ofrecerle los nombres de abogados en ejercicio que…

Respiro profundamente.

—En realidad —interrumpo— se equivoca. Smith contra Whately, los Edmund contra el Hospital de Mujeres y Niños, y Jerome contra la Diócesis de Providencia todos ellos tienen litigantes por debajo de los dieciocho años. Los tres casos fueron de clientes del señor Alexander. Y sólo hablo del año pasado.

La secretaria me guiña un ojo. Luego una lenta sonrisa asoma en su cara, como si hubiera decidido que después de todo puede que le guste.

—Déjeme pensarlo, ¿por qué no espera en la sala? —sugiere y se pone de pie para mostrarme el camino.

Incluso si dedicara cada minuto del resto de mi vida a leer, no creo que pudiera arreglármelas con el número de palabras almacenadas arriba y abajo en las paredes de la oficina del señor Campbell Alexander. Hago la cuenta —si hay 400 palabras o algo así en cada página, y cada uno de esos libros de leyes tiene 400 páginas, y hay veinte en un estante y seis estanterías por librería—, resultan nueve millones de palabras, y eso es sólo una parte de toda la habitación.

Estoy sola en una oficina lo suficientemente grande para notar que el escritorio está tan limpio que se podría jugar a fútbol chino en el tintero, que no hay una sola fotografía de una esposa, ni de un niño, ni de él mismo, y de que, a pesar de que la habitación está impecable, hay un recipiente con agua en el suelo.

Me encuentro buscando explicaciones. Es una piscina para un ejército de hormigas. Es algún tipo de humidificador primitivo. Es un espejismo.

Estoy casi convencida de lo último y me estoy inclinando para tocarlo para ver si es real, cuando la puerta se abre de repente. Prácticamente casi me caigo de la silla y eso me pone frente a frente con un pastor alemán, que me lanza una mirada, va hacia el recipiente y comienza a beber.

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