La lengua se me inmoviliza por el peso de la pregunta que, un momento más tarde, Brian saca por la fuerza de su propia garganta:
—¿Se va a… morir?
Quiero zarandear a la doctora Farquad. Quiero decirle que yo misma sacaré la sangre para el análisis de los brazos de Kate si eso pudiera revertir lo que ha dicho.
—La LAP es un subgrupo muy raro de leucemia mieloide. Sólo se diagnostica a alrededor de mil doscientas personas al año. El índice de supervivencia para los pacientes con LAP es del veinte al treinta por ciento, si el tratamiento comienza inmediatamente.
Saco los números de la cabeza y en cambio hundo los dientes en el resto de la frase.
—Hay un tratamiento —repito.
—Sí, con un tratamiento agresivo, los pacientes con leucemia mieloide tienen un pronóstico de supervivencia de nueve meses a tres años.
La semana pasada estaba parada en el umbral de la puerta del dormitorio de Kate, mirándola agarrar su manta de seguridad de raso mientras dormía, una tira de tela de la que raramente se despegaba. «Graba mis palabras —susurré a Brian—. Nunca la dejará. Tendré que cosérsela al forro de su vestido de novia».
—Necesitaremos hacer una extracción de médula. La sedaremos con una anestesia general suave. Y podemos extraer la sangre para el hemograma mientras esté dormida. —La doctora se inclina hacia adelante, compasiva.
—De acuerdo —dice Brian. Aplaude con las dos manos, como si estuviera preparándose para un partido de fútbol—. De acuerdo.
Kate aleja la cabeza de mi camisa. Sus mejillas están sonrosadas, su expresión es prudente.
Es un error. Se trata del desafortunado tubo de ensayo de otra persona que el doctor ha analizado. Miro a mi niña, a! brillo de sus rizos despeinados y la mariposa voladora de su sonrisa: ésa no es la expresión de alguien muñéndose a plazos.
Sólo la conozco desde hace dos años. Pero si coges cada recuerdo, cada momento, si los extiendes de punta a punta, alcanzarían la eternidad.
Enrollan una sábana y la meten bajo el pecho de Kate. La pegan a la mesa de pruebas con dos largas cintas. Una enfermera acaricia la mano de Kate, incluso después de que la anestesia ha hecho efecto y está dormida. La parte lumbar de su espalda está desnuda para la larga aguja que entrará en su cresta ilíaca para extraer médula.
Cuando suavemente le dan la vuelta a Kate hacia el otro lado, el papel tisú debajo de su mejilla está mojado. Aprendo de mi propia hija que no es necesario estar despierto para llorar.
Conduciendo de regreso a casa, me asalta la idea de que el mundo es hinchable: árboles, césped y casas listos para estallar con el simple pinchazo de un alfiler. Tengo la sensación de que si girara con el coche a la izquierda, chocara contra la valla de maderas y el juego de patio Little Tykes, rebotaríamos como una pelota de goma.
Adelanto a un camión. «Funeraria Batchelder», se lee a uno de los lados. «Conduzca con prudencia.» ¿Eso no es conflicto de intereses?
Kate está sentada en su silla para el coche y come galletas de animales.
—Juguemos —ordena.
En el espejo retrovisor su rostro es luminoso. «Los objetos están más cerca de lo que parece». La veo coger la primera galleta.
—¿Cómo grita el tigre? —consigo decir.
—Rrrrroar. —Le muerde la cabeza, luego agita otra galleta.
—¿Cómo grita el elefante?
Kate ríe tontamente, luego imita una trompeta con la nariz.
Me pregunto si le pasará cuando duerma. O si llorará. Si habrá alguna enfermera amable que le dé algo para el dolor. Me imagino a mi niña muriendo mientras está feliz y riendo a dos palmos detrás de mí.
—¿La jirafa dice…? —pregunta Kate—. ¿La jirafa?
Su voz está tan cargada de futuro.
—Las jirafas no dicen —respondo.
—¿Por qué?
—Porque nacieron así —le digo, luego mi garganta se hincha hasta cerrarse.
El teléfono está sonando en el momento en el que regreso de la casa de la vecina, vengo de pedirle que cuide de Jesse mientras nosotros cuidamos de Kate. No tenemos protocolo para esta situación. Nuestra única canguro está aún en el instituto; los cuatro abuelos de los niños están muertos; nunca tratamos con guarderías, ocuparme de los niños es mi trabajo. Cuando llego a la cocina, Brian está conversando animadamente con la persona que ha llamado. El cable del teléfono está enroscado alrededor de sus rodillas, como un cordón umbilical.
—Sí —dice—, difícil de creer. No he podido ir ni a un solo partido esta temporada… No sirve de nada ahora que lo han cambiado.
Sus ojos se encuentran con los míos mientras pongo agua a hervir.
—Oh, Sara está estupenda. Y los niños están bien. Bien. Dale recuerdos a Lucy. Gracias por llamar, Don. —Cuelga—. Don Thurman —explica—. De la academia de bomberos, ¿recuerdas? Buen tío.
Mientras me mira fijamente, la brillante sonrisa se le va del rostro. La tetera comienza a silbar pero ninguno de los dos hace amago de sacarla del fuego. Miro a Brian y me cruzo de brazos.
—No pude —dice en voz baja—. Sara, simplemente no pude.
Esa noche Brian es un obelisco en la cama, otra forma rompiendo la oscuridad. Aunque no hemos hablado durante horas, sé que está tan despierto como yo.
Nos está pasando esto porque he gritado a Jesse la semana pasada, ayer, hace unos momentos. Esto está pasando porque no le compré a Kate los M&Ms que quería en el supermercado. Esto está pasando porque una vez, durante una fracción de segundo, me he preguntado qué habría sido de mi vida si nunca hubiera tenido hijos. Esto está pasando porque no me he dado cuenta de lo bueno que es tenerlos.
—¿Crees que se lo hemos hecho nosotros? —pregunta Brian.
—¿Hacérselo? —le contesto—. ¿Cómo?
—Cómo… Nuestros genes… ya sabes.
No respondo.
—El Hospital de Providence no sabe nada —dice violentamente—. ¿Te acuerdas cuando el hijo del jefe se rompió el brazo izquierdo y le pusieron una escayola en el derecho?
Miro fijamente al techo de nuevo.
—Que sepas —digo más alto de lo que querría—, que no dejaré que Kate muera.
Hay un horrible silencio detrás de mis palabras: un animal herido, un sofoco ahogado. Luego Brian presiona la cara contra mi hombro, solloza en mi piel. Me rodea con los brazos y se agarra a mí con fuerza, como si estuviera perdiendo el equilibrio.
—No lo haré —repito, pero incluso a mí misma me suena como si lo estuviera intentando con mucho esfuerzo.
Por cada diecinueve grados que aumenta la temperatura del fuego, dobla su tamaño. Estoy pensando en eso mientras las chispas salen disparadas con gran fuerza de la chimenea del incinerador: miles de nuevas estrellas. El decano de la escuela de medicina de la Universidad de Brown se retuerce las manos detrás de mí. Estoy sudando con el pesado abrigo que llevo.
Hemos traído un motor, una escalera y un camión de rescate. Hemos evaluado la situación por los cuatro lados del edificio. Hemos confirmado que no haya nadie dentro. Bueno, nadie excepto el cuerpo que se ha atrancado en el incinerador y ha causado esto.
—Era un hombre de gran tamaño —dice el decano—. Esto es lo que siempre hacemos con los sujetos cuando termina la clase de anatomía.
—Oiga, capitán —grita Paulie. Hoy es mi operador de bombeo principal—, Red tiene lista la manguera. ¿Quiere que conecte una línea?
No estoy seguro aún de si levantaré la manguera. Esta caldera fue diseñada para consumir restos a 1 600 grados Fahrenheit. Hay fuego por encima y por debajo del cadáver.
—¿Y bien? —dice el decano—. ¿No van a hacer nada?
Es el error más grande que cometen los novatos: asumir que combatir el fuego significa apresurarse con un chorro de agua. A veces, eso empeora las cosas. En este caso, eso desparramaría restos patológicos peligrosos por todo el lugar. Estoy pensando que necesitamos mantener la caldera cerrada y asegurarnos de que el fuego no salga por la chimenea. Un fuego no puede arder para siempre. Finalmente se consume a sí mismo.
—Sí —le digo—. Voy a esperar y ver.
Cuando trabajo en el turno de noche, ceno dos veces. La primera comida es temprano, una modificación hecha por mi familia para que podamos sentarnos alrededor de la mesa juntos. Esta noche, Sara hace carne de ternera asada. Está en la mesa como un bebé dormido, llamándonos a comer.
Kate es la primera en deslizarse a su asiento.
—Oye, cariño —digo apretándole la mano. Cuando me sonríe, la sonrisa no llega a sus ojos—, ¿qué has estado haciendo?
Ella aparta las judías del plato.
—Salvando países del Tercer Mundo, fusionando algunos átomos y terminando la gran novela americana. Entre las sesiones de diálisis, claro.
—Claro.
Sara se da la vuelta, blandiendo un cuchillo.
—Lo que sea que haya hecho —digo retrocediendo—, lo siento.
Me ignora.
—Trincha la carne, ¿quieres?
Cojo los utensilios para trinchar y corto la carne en el momento en que Jesse entra en la cocina. Le permitimos vivir sobre el garaje pero está obligado a comer con nosotros; es parte del trato. Sus ojos están endemoniadamente rojos, su ropa impregnada de un olor dulce.
—Mira eso. —Suspira Sara, pero cuando me doy la vuelta, está mirando fijamente la carne—. Es muy raro.
Levanta la cazuela con la mano desnuda, como si su piel estuviera cubierta de amianto. Mete la carne otra vez en el horno.
Jesse se estira para agarrar un recipiente con puré de patatas y comienza a amontonarlo en su plato. Más y más y más aún.
—Apestas —dice Kate, sacudiendo la mano delante de su cara.
Jesse la ignora, tomando un bocado de patatas. Me pregunto qué dice esto de mí, que estoy realmente emocionado porque puedo identificar hachís corriendo a través de su organismo en lugar de los otros —éxtasis, heroína y quién sabe qué más— que se notan menos.
—No a todos nos gusta
Eau de Colocado
—murmura Kate.
—No todos podemos tomar nuestra droga a través de un catéter —responde Jesse.
Sara levanta las manos.
—Por favor. ¿Podríamos simplemente no…?
—¿Dónde está Anna? —pregunta Kate.
—¿No estaba en vuestro dormitorio?
—No desde esta mañana.
Sara mete la cabeza en la puerta de la cocina.
—¡Anna! ¡A cenar!
—Mirad lo que compré hoy —dice Kate, estirando su camiseta. Es un
batik
psicodélico, con un cangrejo en el centro y la palabra «Cáncer»—, ¿lo pilláis?
—Tú eres leo. —Sara parece estar a punto de echarse a llorar.
—¿Cómo va la carne? —pregunto para distraerla.
Justo entonces entra Anna en la cocina. Se sienta en su silla y hunde la cabeza.
—¿Dónde has estado? —pregunta Kate.
—Por ahí. —Anna mira su plato, pero no hace ningún esfuerzo por servirse.
Ésa no es Anna. Estoy acostumbrado a pelear con Jesse, a animar a Kate, pero Anna es la leal de la familia. Anna viene con una sonrisa. Anna nos habla con las mejillas sonrosadas del petirrojo que encontró con un ala rota o de la madre que vio en el Wal-Mart con nada más y nada menos que dos pares de mellizos. Anna se queda quieta, y viéndola sentada indiferente, hace que me dé cuenta de que ese silencio tiene un sonido.
—¿Ha pasado algo hoy? —pregunto.
Mira a Kate, dando por sentado que la pregunta se dirigía a su hermana y luego se asusta cuando se da cuenta de que le estoy hablando a ella.
—No.
—¿Te encuentras bien?
Otra vez, Anna hace una doble toma; ésa es una pregunta que normalmente está reservada a Kate.
—Bien.
—Porque, sabes, no estás comiendo.
Anna mira el plato, se da cuenta de que está vacío y entonces lo atiborra de comida. Se lleva judías verdes a la boca, dos tenedores llenos.
De la nada me acuerdo de cuando los niños eran pequeños, iban apretados en el asiento de atrás como cigarros metidos a presión en una caja y yo les cantaba: «Anna anna bo banna, banana fanna fo fanna, me my mo manna… Anna.» «Chuck —gritaba Jesse—. ¡Haz chuck!».
—Oye. —Kate señala el cuello de Anna—. Te falta el colgante.
Es uno que le he regalado hace años. La mano de Anna va hacia su clavícula.
—¿Lo has perdido? —pregunto.
Ella se encoge de hombros.
—Tal vez no estoy de humor para usarlo.
Que yo sepa, nunca se lo había quitado. Sara retira la carne del horno y la pone en la mesa.
—Hablando de cosas que no estamos de humor para ponernos —dice—, ve a ponerte otra camiseta.
—¿Por qué?
—Porque yo lo digo.
—Esa no es una razón.
Sara corta la carne con el cuchillo.
—Porque la encuentro ofensiva para la cena.
—No es más ofensiva que las camisetas heavies de Jesse. ¿Cuál era la que llevabas ayer?, ¿Alabama Thunder Pussy?
Jesse vuelve los ojos hacia ella. Es una expresión que he visto antes: cuando en los spaghetti western el caballo se queda cojo justo en el momento antes del tiro de gracia.
Sara corta la carne. Antes poco hecha, ahora es una brasa.
—Mirad —dice—, está arruinada.
—Está bien. —Tomo el pedazo que ha logrado separar del resto y corto un pequeño bocado. Es como masticar cuero; delicioso. Iré corriendo a la central a buscar un soplete para que podamos servirles a los demás.
Sara parpadea y luego se ríe a carcajadas. Kate suelta una risita tonta. Incluso a Jesse se le escapa una sonrisa.
Entonces es cuando me doy cuenta de que Anna ya ha dejado la mesa y, lo más importante, que nadie se ha dado cuenta.
De regreso al parque, los cuatro estamos sentados arriba, en la cocina. Red tiene algún tipo de salsa haciéndose en la cocina, Paulie lee el
ProJo
y Caesar está escribiendo una carta a su objeto de lujuria de la semana. Red sacude la cabeza mirándolo.
—Deberías guardar eso e imprimir muchas copias a la vez.
Caesar es un apodo. Paulie lo acuñó hace años, porque dice que está siempre vagabundeando.
—Bueno, ésta es diferente —dice Caesar.
—Sí, dura dos días —Red pone la pasta en el colador que está en la pica y el vapor le sube por la cara—. Fitz, dale al muchacho algún consejo, ¿quieres?
—¿Por qué yo?
Paulie me echa una mirada por encima del papel.
—Por defecto —dice, y tiene razón. La esposa de Paulie le dejó hace dos años por un chelista que viajaba en una gira de la sinfónica por Providence. Red es un soltero empedernido que no sabría qué es una dama ni aunque viniera y le mordiera. Por otro lado, Sara y yo llevamos casados veinte años.