Y, además, cuando te sacan una verruga o te meten el torno en una caries, la única persona que se beneficia a largo plazo eres tú mismo.
Alguien golpea la puerta y una cara familiar se asoma. Vern Stackhouse es policía y, por lo tanto, pertenece al mismo servicio público de la ciudad que mi padre. Solía pasar por casa a saludar de vez en cuando o para dejarnos regalos de Navidad. Hace poco le salvó el culo a Jesse, sacándolo de un aprieto en vez de dejar que se las arreglara con la ley. Cuando formas parte de la familia con la hija agonizante, la gente no es tan dura contigo.
La cara de Vern es como un suflé, hundiéndose en los lugares más inesperados. Parece no saber si está del todo bien entrar en la habitación.
—Uy —dice—, hola Sara.
—¡Vern! —Mi madre se pone de pie—. ¿Qué estás haciendo en el hospital? ¿Está todo bien?
—Oh, sí, bien. Sólo estoy aquí por trabajo.
—Cumpliendo con tu deber, despachando papeles, supongo.
—Um umm. —Vern arrastra los pies y mete las manos dentro del abrigo, como Napoleón—. Realmente lamento darte esto, Sara —dice, y luego le entrega un documento.
Igual que a Kate, la sangre me abandona. No podría moverme si quisiera.
—Qué… Vern, ¿alguien me ha demandado? —La voz de mi madre suena demasiado tranquila.
—Mira, yo no los leo. Sólo los entrego. Y tu nombre, bueno, estaba justo ahí, en mi lista. Si, ejem, hubiera algo que yo… —Ni siquiera termina la frase. Con el sombrero en las manos, se escurre por la puerta.
—Mamá —pregunta Kate—, ¿qué pasa?
—No tengo ni idea. —Retira los papeles del sobre. Estoy lo suficientemente cerca para leerlos por encima de su hombro. «El estado de Rhode Island y las Plantaciones de Providence» dice arriba de todo, tan oficial como puede serlo. «Juzgado de familia del Condado de Providence. En representación de: Anna Fitzgerald, también llamada Jane Doe».
«Petición de emancipación médica».
«Mierda», pienso. Tengo las mejillas encendidas, el corazón me empieza a palpitar. Me siento como la vez que el director mandó a casa un aviso disciplinario porque dibujé una caricatura de la profesora Toohey en el margen del libro de matemáticas. No, tachen eso: esto es un millón de veces peor.
«Que pueda tomar todas sus futuras decisiones médicas.
Que no sea forzada a someterse a tratamiento médico que no sea por sus propios intereses o para su propio beneficio.
Que no sea requerida para someterse a ningún tratamiento más para beneficio de su hermana, Kate».
Mi madre levanta la cara hacia mí.
—Anna —susurra—, ¿qué demonios es esto?
Siento como un puñetazo en la barriga, está aquí y está pasando. Sacudo la cabeza. ¿Qué puedo decirle?
—¡Anna! —Da un paso hacia mí.
Detrás de ella, Kate grita:
—Ma, oh, ma… ¡Algo me hace daño, llama a la enfermera!
Mi madre se da la vuelta a medio camino. Kate se retuerce sobre un costado, con el pelo desparramado sobre la cara. Creo que me mira a través de él, pero no estoy segura.
—Mami —gime—, por favor.
Por un momento, mi madre está atrapada entre nosotras, como en una pompa de jabón. Nos mira alternativamente a Kate y a mí.
Mi hermana dolorida y yo aliviada. ¿Qué dice eso de mí?
Lo último que veo antes de salir corriendo de la habitación es a mi madre presionando el botón para llamar a la enfermera, como si se tratara del detonador de una bomba.
No puedo esconderme en la cafetería ni en el vestíbulo, ni en ninguno de los lugares a los que esperan que vaya. Entonces subo por la escalera al sexto piso, a la sala de maternidad. En la sala de espera hay un solo teléfono y lo están usando.
—Tres kilos, treinta y tres gramos —dice el hombre, sonriendo tanto que pienso que su cara puede astillarse—. Es perfecta.
¿Hicieron eso mis padres cuando yo aparecí? ¿Envió mi padre señales de humo; me contó los dedos de las manos y los pies, seguro de que había salido con la mejor cantidad del universo? ¿Mi madre me besó la coronilla y se negó a que la enfermera me llevara a limpiar? ¿O simplemente me entregaron, ya que el verdadero premio estaba entre mi pecho y la placenta?
El nuevo padre finalmente cuelga el teléfono, riéndose absolutamente de nada.
—Felicidades —digo cuando lo que realmente quiero decirle es que levante a su bebé y lo abrace con fuerza, que ponga la Luna en el borde de la cuna y que cuelgue su nombre en las estrellas para que nunca jamás haga lo que yo le hice a mis padres.
Llamo a Jesse. Veinte minutos después aparca frente a la entrada. A esas alturas, Stackhouse, el policía ha sido notificado de que he desaparecido; me espera en la puerta cuando salgo.
—Anna, tu mamá está terriblemente preocupada por ti. Llamó a tu padre al
busca
. Tiene a todo e! hospital del revés. Lo está poniendo todo patas arriba.
Respiro profundamente.
—Entonces lo mejor es que vayas y le digas que estoy bien —digo, y me subo de un salto por la puerta del acompañante que Jesse ha abierto para mí.
Se despega del bordillo de la acera y se enciende un Merit, aunque de hecho sé que le ha dicho a mi madre que ha dejado de fumar. Sube el volumen de la música, golpeando la palma de la mano con el borde del volante. Hasta que no sale de la carretera en la salida de Upper Darby no apaga la radio y aminora la velocidad.
—Bien, ¿y se enfadó mucho?
—Llamó a papá al
busca
del trabajo.
En nuestra familia es pecado mortal llamar a mi padre al
busca
. Ya que su trabajo son las emergencias, ¿qué crisis podemos tener nosotros que llegue a comparársele?
—La última vez que le llamó —me informa Jesse— fue cuando le dieron el diagnóstico de Kate.
—Fantástico. —Me cruzo de brazos—. Eso me hace sentir infinitamente mejor.
Jesse se limita a sonreír. Hace aros de humo.
—Hermanita —dice—, bienvenida al Lado Oscuro.
Vienen como en un huracán. Kate apenas se las arregla para mirarme antes de que mi padre la mande arriba, a nuestro dormitorio. Mi madre suelta el bolso de golpe, luego las llaves del coche y luego avanza hacia raí.
—Muy bien —dice. Su voz suena tan firme que podría romperse—, ¿qué está pasando?
Me aclaro la garganta.
—Tengo un abogado.
—Evidentemente. —Mi madre agarra el teléfono inalámbrico y me lo alcanza—. Ahora deshazte de él.
Me cuesta un esfuerzo enorme pero me las arreglo para sacudir la cabeza y dejar el teléfono en los cojines del sofá.
—Entonces ayúdame…
—Sara. —La voz de mi padre es un hacha. Se interpone entre nosotras y nos deja confusas—. Creo que necesitamos darle a Anna la oportunidad de explicarse. Acordamos que le daríamos la oportunidad de explicarse, ¿no?
Agacho la cabeza.
—No quiero hacerlo más.
Eso encoleriza a mi madre.
—Bueno, sabes Anna, yo tampoco. De hecho, Kate tampoco. Pero no es algo sobre lo que tengamos opción.
La cosa es que sí tengo opción. Ése es exactamente el porqué de que sea yo quien tiene que hacerlo.
Mi madre me vigila.
—Has ido a un abogado y le has hecho creer que todo eso es sobre ti, y no es así. Es sobre nosotros. Todos nosotros…
Las manos de mi padre se enroscan sobre los hombros de ella y se los estruja. Mientras se acuclilla frente a mí, huelo a humo. Ha venido del fuego de alguien más directo a meterse en medio de éste, y para esto y nada más: estoy avergonzada.
—Anna, cariño, sabemos que estás haciendo algo que necesitabas hacer…
—Yo no pienso eso —interrumpe mi madre.
Mi padre cierra los ojos.
—Sara, maldita sea, cállate. —Y vuelve a mirarme—. ¿Podemos hablar sólo nosotros tres, sin que haya un abogado para que lo haga por nosotros?
Lo que dice hace que mis ojos se inunden. Pero sabía que esto pasaría. Entonces levanto la barbilla y dejo que las lágrimas caigan al mismo tiempo.
—Papi, no puedo.
—Por el amor de Dios, Anna —dice mi madre—, ¿no te das cuenta de cuáles serían las consecuencias?
Mi garganta se cierra como el obturador de una cámara, para que ni pizca de aire ni excusa alguna puedan salir a través de un túnel tan fino como una aguja. «Soy invisible», pienso y me doy cuenta demasiado tarde de que lo he dicho en voz alta.
Mi madre se mueve tan de prisa que ni siquiera la veo venir. Me da un cachetazo tan fuerte en la cara que me gira la cabeza. Me deja una marca que me mancha más allá del momento en el que desaparece. Sólo para que lo sepáis: la vergüenza tiene cinco dedos.
Una vez, cuando Kate tenía ocho años y yo cinco, peleamos y decidimos que no queríamos compartir más la habitación. Dado el tamaño de nuestra casa, sin embargo, y el que Jesse tuviera una habitación separada, hacía que no tuviéramos otro sitio. Entonces Kate, por ser mayor y más astuta, decidió dividir nuestro espacio por la mitad.
—¿Qué lado quieres tú? —preguntó diplomáticamente—. Incluso te dejo elegir.
Bueno, yo quería la parte en la que estaba mi cama. Además, si se dividía la habitación en dos, la mitad con mi cama, por defecto, incluía la caja que contenía nuestras barbies y la estantería en la que guardábamos los útiles de pintura y manualidades. Kate fue allí a buscar un rotulador, pero yo la detuve.
—Eso está de mi lado —señalé.
—Entonces dame uno —pidió, y le di uno rojo. Se subió al escritorio, llegando lo más alto que pudo en dirección al techo.
—Cuando hagamos esto —dijo—, tú te quedas en tu lado y yo en el mío, ¿de acuerdo?
Yo asentí con la cabeza, comprometida a mantener el trato tanto como ella. Después de todo, yo tenía los mejores juegos. Kate comenzaría a visitarme mucho antes de lo que yo la visitaría a ella.
—¿Lo juras? —preguntó, e hicimos un juramento besándonos los dedos.
Trazó una línea zig-zag desde el techo, sobre el escritorio, a través de la alfombra color canela, y de vuelta hasta la mesita de noche en la pared opuesta. Entonces me alcanzó el rotulador.
—No lo olvides —dijo—. Sólo los tramposos faltan a una promesa.
Me senté en el suelo de mi lado de la habitación, sacando cada una de las barbies que teníamos, vistiéndolas y desvistiéndolas, haciendo mucho alboroto por el hecho de que yo las tenía y Kate no. Ella se sentó en su cama con las rodillas dobladas, mirándome. No reaccionó en absoluto. Hasta que mi madre nos llamó abajo a almorzar.
Entonces Kate me sonrió y caminó hacia la puerta para salir del dormitorio: la puerta estaba en su lado.
Me acerqué a la línea que había dibujado sobre la alfombra, pateándola con los dedos de los pies. No quería ser una tramposa. Pero tampoco quería pasar el resto de mi vida en la habitación.
No sé cuánto tiempo le llevó a mi madre preguntarse por qué no iba a la cocina a almorzar, pero cuando tienes cinco años cada segundo puede durar una eternidad. Se detuvo en la entrada, mirando fijamente la línea de rotulador en las paredes y la alfombra, y cerró los ojos para armarse de paciencia. Entró a nuestra habitación y me levantó, y ahí fue cuando empecé a pelearme con ella.
—¡No —lloré—, no volveré a entrar nunca!
Un minuto después se fue y volvió con servilletas, trapos de cocina y cojines. Los puso a mínimas distancias, todo a lo largo del lado de Kate de la habitación.
—Vamos —exhortó, pero yo no me moví. Entonces vino y se sentó a mi lado en mi cama—. Puede ser el estanque de Kate —dijo—, pero éstas son mis hojas de nenúfar.
De pie, saltó sobre un trapo de cocina y de ahí a un cojín. Echó un vistazo por encima del hombro, hasta que trepé sobre el trapo de cocina. Del trapo de cocina al cojín, a la servilleta que Jesse había pintado en primer curso; todo el camino sobre el lado de Kate de la habitación. Seguir los pasos de mi madre era el camino más seguro para salir.
Me estoy duchando cuando Kate destraba la puerta y entra al baño.
—Quiero hablar contigo —dice.
Asomo la cabeza por la cortina de plástico.
—Cuando termine —digo, tratando de ganar tiempo antes de una conversación que realmente no quiero tener.
—No, ahora. —Se sienta en el borde del váter y suspira—. Anna… lo que estás haciendo…
—Ya está hecho —digo.
—Pero puedes deshacerlo, sabes, si quieres.
Estoy agradecida de que haya todo ese vapor entre nosotras, porque no soportaría la idea de que pudiera verme la cara en este instante.
—Lo sé —susurro.
Durante un rato largo Kate permanece silenciosa. Su pensamiento divaga en círculos, como un hámster en una rueda, del mismo modo que el mío. Perseguimos cada escalón como si fuera una posibilidad y finalmente no llegamos absolutamente a ningún lado.
Después de un rato, saco la cabeza a hurtadillas otra vez. Kate se enjuga las lágrimas y me mira.
—¿Te das cuenta —dice— de que eres la única amiga que tengo?
—Eso no es cierto —respondo inmediatamente, pero arabas sabemos que estoy mintiendo.
Kate ha pasado demasiado tiempo fuera del sistema escolar para encontrar un grupo en el que encajar. La mayoría de los amigos que ha hecho durante el tiempo de convalecencia han desaparecido, algo mutuo. Ha resultado demasiado duro para un chico normal saber cómo actuar con alguien que está al borde de la muerte, y ha sido igualmente difícil para Kate sentir honestamente algún tipo de excitación con cosas como reencuentros de ex alumnos, cuando no había garantía de que ella estuviera para vivirlos. Tiene un par de conocidos, claro, pero la mayoría de ellos, cuando vienen por aquí, parece que estuvieran cumpliendo una condena. Se sientan en el borde de la cama de Kate contando los minutos que faltan para irse y agradecen a Dios que eso no les pase a ellos.
Un verdadero amigo es incapaz de sentir lástima por ti.
—No soy tu amiga —digo, tirando de la cortina de regreso a su lugar—. Soy tu hermana.
«Y lo estoy haciendo jodidamente mal», pienso. Meto la cara debajo de la lluvia de la ducha, para que no pueda decir que yo también estoy llorando.
De repente, la cortina se descorre, rápidamente, dejándome totalmente desnuda.
—De eso es de lo que quería hablar —dice Kate—. Si no quieres ser más mi hermana, es una cosa. Pero no creo que pueda soportar perderte como amiga.
Vuelve a poner la cortina en su sitio y el vapor sube a mi alrededor. Un momento después, oigo la puerta abrirse y cerrarse, y una ráfaga de aire frío me llega directamente a los talones.