Campbell Alexander también entra. Tiene el cabello negro y es por lo menos tan alto como mi padre —uno ochenta y cinco—, con una mandíbula angulosa y ojos de mirada gélida. Se quita la chaqueta con un encogimiento de hombros y la coloca delicadamente detrás de la puerta, luego tira de un expediente para sacarlo del estante antes de moverse hasta el escritorio. No toma contacto visual conmigo pero empieza a hablar de todos modos.
—No quiero ninguna galleta de niña exploradora —dice Campbell Alexander—. Aunque obtengas puntos Brownie por tenacidad. Ja.
Se ríe de su propia broma.
—No vendo nada.
Me echa un vistazo de curiosidad, luego aprieta un botón en el teléfono.
—Kerri —dice cuando la secretaria contesta—, ¿qué está haciendo esto en mi oficina?
—Estoy aquí para contratarle —digo.
El abogado suelta el botón del intercomunicador.
—No lo creo.
—Ni siquiera sabe si tengo un caso.
Doy un paso atrás; el perro hace lo mismo. Por primera vez me doy cuenta de que tiene puesta una de esas camisetas con una cruz roja, como un San Bernardo que lleva ron en lo alto de una montaña nevada. Automáticamente me inclino para acariciarle.
—No —dice Campbell Alexander—.
Juez
es un perro de asistencia.
Mi mano regresa a su lugar.
—Pero usted no es ciego.
—Gracias por decírmelo.
—Entonces, ¿cuál es su problema?
En el mismo instante en que lo digo querría no haberlo hecho. ¿No había visto a cientos de personas maleducadas preguntarle lo mismo a Kate?
—Tengo un pulmón metálico —dice Campbell Alexander bruscamente— y el perro cuida de que no me acerque demasiado a los imanes. Ahora, si me hace el enorme favor de irse, mi secretaria puede encontrar para usted el nombre de alguien que…
Pero no puedo irme todavía.
—¿Usted realmente demanda a Dios? —Saco todos los recortes de periódicos, los aliso sobre el escritorio desnudo.
Un músculo hace un tic en su mejilla y luego levanta el artículo de arriba del todo.
—Demandé a la Diócesis de Providencia en nombre de un niño de uno de sus orfanatos que necesitaba un tratamiento experimental que incluía tejido fetal, lo que sintieron que violaba las órdenes del Concilio Vaticano II. No obstante, queda mucho mejor como titular poner que un niño de nueve años está demandando a Dios por el corto final que ponía a su vida. —Lo miro fijamente—. Dylan Jerome —admite el abogado— quería demandar a Dios por no cuidarle lo suficiente.
Un arco iris podría también rajar el escritorio de caoba por el medio.
—Señor Alexander —digo—, mi hermana tiene leucemia.
—Siento oír eso. Pero ni aunque estuviera ansioso por litigar contra Dios de nuevo, cosa que no es así, no puedes traer una demanda en nombre de otro.
Hay demasiadas cosas que explicar —mi propia sangre filtrándose en las venas de mi hermana, las enfermeras sosteniéndome boca abajo para sacarme células blancas que Kate podría necesitar, el médico diciendo que no extrajeron lo suficiente la primera vez. Los hematomas y el profundo dolor de huesos después de donar médula, los disparos que echaban chispas para que mis células madre se multiplicaran para que hubiera extra para mi hermana. El hecho de que yo no estoy enferma, pero que también podría estarlo. El hecho de que la única razón por la que nací fue una plantación de cultivo para Kate. El hecho de que, incluso ahora, la más importante decisión sobre mí está siendo tomada, y nadie se molesta en preguntarle a la persona que más merece dar su opinión.
Hay mucho que explicar y por eso lo hago lo mejor que puedo.
—No es Dios, son mis padres —digo—. Quiero demandarlos por los derechos sobre mi propio cuerpo.
Cuando lo único que tienes es un martillo, todas las cosas se asemejan a un clavo.
Eso es algo que mi padre, el primer Campbell Alexander, solía decir. Es algo que, en mi opinión, es la piedra angular del sistema de justicia civil americano. Simplemente poned a dos personas que hayan dado marcha atrás hacia un rincón y harán lo que sea para pelear por volver al centro de nuevo. Para algunos, eso significa darse de hostias. Para otros, significa entablar un juicio. Por eso estoy especialmente agradecido.
En la periferia de mi escritorio, Kerri ha organizado los mensajes como me gusta: los urgentes, escritos en post-its verdes; los menos apremiantes, en amarillos, alineados en dos pulcras columnas. Un número de teléfono me llama la atención, frunzo el ceño, cambiando un post-it verde a la columna de los amarillos. «¡Su madre ha llamado cuatro veces!». Ha escrito Kerri. Pensándolo bien, rompo el post-it por la mitad y lo mando a la basura.
La niña sentada frente a mí espera una respuesta, que aplazo deliberadamente. Como cualquier otro adolescente del planeta dice que quiere demandar a sus padres. Pero ella quiere demandarlos por los derechos sobre su propio cuerpo. Es exactamente la clase de caso que evito como si fuera la peste negra: requiere demasiado esfuerzo y cuidar del cliente como de un niño. Me levanto echándole un vistazo.
—¿Cuál dijo que era su nombre?
—No lo dije. —Se sienta un poco más erguida—. Es Anna Fitzgerald.
Abro la puerta y grito a mi secretaria:
—¡Kerri! ¿Puedes conseguir el número de planificación familiar para la señorita Fitzgerald?
—¿Qué? —Cuando me doy la vuelta está de pie—. ¿Planificación familiar?
—Mire, Anna, he aquí un consejillo. Ir a juicio porque sus padres no quieren que tome píldoras anticonceptivas o que vaya a una clínica en la que se practican abortos es como usar una ametralladora para matar un mosquito. Puede ahorrarse el dinero con el que me pagaría, yendo a planificación familiar; ellos disponen de mejores herramientas para hacerse cargo de su problema.
Por primera vez desde que entré a mi despacho la miro realmente. La furia brilla a su alrededor como electricidad.
—Mi hermana se está muriendo y mi madre quiere que le done uno de mis riñones —dice con vehemencia—. Por alguna razón no creo que un puñado de condones gratis pueda hacerse cargo de eso.
¿Sabéis cómo, de vez en cuando, hay un momento en el que la propia vida se alarga delante de ti como un camino que se bifurca, y, aunque elijas el camino valiente, tus ojos permanecen en el otro todo el tiempo, con la certeza de que estás cometiendo un error? Kerri se aproxima, sosteniendo una tira de papel con el número que le he pedido, pero cierro la puerta sin cogerlo y vuelvo a mi escritorio.
—Nadie puede obligarte a donar un órgano si no quieres hacerlo.
—¡No me diga! —Se inclina hacia adelante, contando con los dedos—. La primera vez que le di algo a mi hermana fue sangre de la médula y yo era una recién nacida. Ella tiene leucemia, LAP, y mis células la ponen en remisión. La vez siguiente, ella sufrió una recaída, yo tenía cinco y me extrajeron linfocitos, tres veces, porque los médicos nunca parecían sacar los suficientes de una sola vez. Cuando dejaron de funcionar, me sacaron médula ósea para un trasplante. Cuando Kate tuvo infecciones, tuve que donar granulocitos. Cuando tuvo otra recaída, tuve que donar células madre de la sangre periférica.
El vocabulario médico de esa chica humillaría a algunos de los expertos que contrato. Saco un bloc de notas del cajón.
—Obviamente, tú has estado de acuerdo con ser donante para tu hermana hasta ahora.
Ella duda y luego sacude la cabeza.
—Nadie me lo preguntó nunca.
—¿Le has dicho a tus padres que no quieres donar el riñón?
—No me escuchan.
—Quizá sí, si se lo dijeras.
Mira hacia abajo y el pelo le cubre la cara.
—No me prestan atención en realidad, excepto cuando necesitan mi sangre o algo así. Ni siquiera estaría viva si no fuera porque Kate está enferma.
Un heredero y un repuesto: ésa es una costumbre que me retrotrae a mis ancestros de Inglaterra. Suena cruel —tener el hijo siguiente por si acaso el primero muriera—, pero habrá sido especialmente práctico alguna vez. Ser una ocurrencia tardía puede que no le agrade mucho a esta niña, pero la verdad es que de vez en cuando los niños son concebidos por las razones menos admirables: para salvar un matrimonio, para mantener vivo el nombre de la familia, para modelarlos a imagen de los padres.
—Me tuvieron para que pudiera cuidar de Kate —explica—. Fueron a médicos especialistas y eligieron el embrión que concordara a la perfección genéticamente.
Había cursos de ética en la facultad de derecho, pero eran considerados o bien como un apéndice o bien como una contradicción, y casi siempre pasaba de ellos. Sin embargo, cualquiera que ponga habitualmente la CNN conocería las controversias acerca de las investigaciones con células madre. Bebés con partes de repuesto, niños de diseño, la ciencia del mañana para salvar a los niños de hoy.
Golpeo con el lápiz el escritorio y
Juez
, mi perro, se me acerca.
—¿Qué pasa si no le das el riñón a tu hermana?
—Morirá.
—¿Y estás de acuerdo con eso?
La boca de Anna se convierte en una línea fina.
—Estoy aquí, ¿no?
—Sí, lo estás. Sólo estoy tratando de hacerme una idea de qué es lo que hace que quieras dar un paso atrás después de tanto tiempo.
Mira por encima de mí a las estanterías.
—Porque —dice simplemente— no acabará nunca.
De repente algo le viene a la memoria. Busca en su bolsillo y pone un fajo de billetes arrugados y monedas sobre mi escritorio.
—Tampoco tiene que preocuparse por que le pague. Hay 136,87 dólares. Sé que no es suficiente pero me las ingeniaré para conseguir más.
—Mis honorarios son de doscientos la hora.
—¿Dólares?
—La calderilla no entra por la ranura del cajero automático —digo.
—Tal vez podría pasear a su perro o algo así.
—A los perros de asistencia los pasean sus dueños. —Me encogí de hombros—. Pero ya encontraremos la forma.
—No puede ser mi abogado gratis.
—Bien, entonces, puedes sacarle brillo al pomo de la puerta. —No es que sea un hombre particularmente caritativo, pero más que lo legal en sí, este caso es un golazo: ella no quiere donar un riñón; ningún juzgado en sus cabales la forzaría a entregar su riñón; no tengo ninguna investigación legislativa que hacer; los padres cederán antes de ir a juicio y eso será todo. Además, el caso generará un montón de publicidad para mí y aumentaré mi trabajo pro bono para toda la maldita década.
—Llenaré una petición de expediente para ti en el juzgado de familia: emancipación legal por propósitos médicos —dije.
—¿Y luego qué?
—Habrá una audiencia, y el juez citará un tutor ad litem
[1]
, que es…
—… una persona entrenada para trabajar con los niños en los juzgados de familia, es quien determina qué es lo mejor para el interés de los niños —recita Anna—. O, en otras palabras, otro adulto más decidiendo lo que me pasa.
—Bueno, ésa es la forma en la que trabaja la ley, y no puedes evitarlo. Pero ese tutor, teóricamente, sólo cuida de ti, y no de tu hermana ni de tus padres.
Me ve sacar el bloc y garabatear un par de notas.
—¿No te molesta que tu nombre esté al revés?
—¿Qué? —Dejo de escribir y la miro fijamente.
—Campbell Alexander. Tu apellido es un nombre y tu nombre, un apellido. —Hace una pausa—. O una sopa.
—¿Y eso qué tiene que ver con tu caso?
—Nada —admite Anna—, excepto que fue bastante mala la decisión que tus padres tomaron por ti.
Me estiro sobre el escritorio para alcanzarle una tarjeta.
—Si tienes alguna pregunta, llámame.
La toma y recorre con los dedos las letras en relieve de mi nombre. Mi nombre al revés. Por el amor de Dios. Luego se apoya sobre el escritorio, coge el bloc y arranca una página. Toma prestado mi lápiz, escribe algo y me lo entrega. Echo un vistazo a la nota:
Anna 555-3211
—Por si tú tienes alguna pregunta —dice.
Cuando salgo a recepción, Anna se ha ido y Kerri está sentada a su escritorio. Hay un catálogo abierto encima de él.
—¿Sabías que usaban esas bolsas de lona de L. L. Bean para cargar hielo?
—Sí. —Y vodka y Bloody Mary. Servido en cepitas, desde el chalet hasta la playa, cada sábado por la mañana. Lo que me recuerda que mi madre ha llamado.
Kerri tiene una tía que se gana la vida como médium, y, de vez en cuando, esa predisposición genética asoma en su cabeza. O puede ser que, como hace tanto tiempo que trabaja para mí, conoce la mayoría de mis secretos.
—Dice que tu padre se ha ido con una joven de diecisiete años y que la palabra
discreción
no está en su vocabulario y que ella misma irá a ingresarse en Los Pinos a menos que la llames… —Kerri echa un vistazo—. Uy…
—¿Cuántas veces ha amenazado con hacerlo esta semana?
—Todavía estamos por debajo del promedio. —Me inclino sobre el escritorio y cierro el catálogo—. Hora de ganarse el sueldo, señorita Donatelli.
—¿Qué sucede?
—Esa chica, Anna Fitzgerald…
—¿La de planificación familiar?
—No exactamente —digo—. La representaremos. Necesito dictar una petición de emancipación médica, para que la presentes al juzgado de familia mañana.
—¡Qué dices! ¿La vas a representar?
Me pongo la mano sobre el corazón.