Una pistola de calibre fino golpeó la mesa y, a continuación, una bota de invierno vieja, del número 44, apareció ante Wilhelmsen.
—Esto tampoco es como para que te entren los siete males —constató Hanne satisfecha—. Debe de tener algo más que aportar.
—Dale una ración especial de Hanne Wilhelmsen. Mañana. Y ahora te vas a casa y sigues divirtiéndote.
Y eso fue exactamente lo que hizo.
—Flan, gelatina, hojarasca, lo que quieras. Tienes un temblor de cojones, así que como no seas capaz de sacarme un certificado médico que garantice que padeces un párkinson avanzado, yo aseguraría que estás a punto de mearte de miedo.
Wilhelmsen no debería haber dicho eso. Silenciosamente, se formó un charquito a los pies del detenido, un charquito que fue creciendo despacio hasta tocar las cuatro patas de la silla. La subinspectora suspiró, abrió la ventana y decidió que lo iba a dejar un rato con los pantalones mojados. Por si fuera poco, el chico había empezado a llorar un poco, un llanto lastimoso que no despertó en ella ningún tipo de compasión, sino que, más bien al contrario, le irritó ostensiblemente.
—Deja de lloriquear. No voy a matarte. —Sus palabras no sirvieron de nada. El chico siguió gimoteando sin lágrimas; le pareció estar enfrentándose a un niño malcriado—. Tengo amplios poderes —mintió Hanne—. Muy amplios poderes. Tú estás metido en un buen lío, pero las cosas mejorarían bastante si mostraras un poco de buena voluntad, algo de flexibilidad, si nos dieras algo de información. ¿Qué relación tienes con el abogado Jørgen Lavik?
Era la enésima vez que se lo preguntaba, pero tampoco esta vez tuvo suerte. Completamente desanimada, dejó al detenido en manos de Kaldbakken, quien hasta ese momento se había mantenido callado en un rincón.
Tal vez él pudiera sacarle algo al tipo, aunque la verdad es que no tenía mucha fe en ello.
Håkon se deprimió cuando le resumió la situación. Daba la impresión de que el tipo de Roa prefería sufrir los martirios del Infierno antes que las represalias de Lavik y su organización. Así pues, la policía no lo tenía todo tan controlado como habían creído Hanne y Billy T. la noche anterior, cuando no podían parar de reír. Aun así, la batalla todavía no estaba perdida.
Lo estuvo cinco horas más tarde, cuando Kaldbakken se hartó, dejó un rato solo al llorica y sacó a Hanne al pasillo.
—No podemos seguir —dijo en voz baja, con una mano sobre el pomo de la puerta, como para asegurarse de que nadie se lo iba a robar—. Está exhausto y además tenemos que dejar que lo vea un médico. Ese temblor no es natural. Tendremos que volver a intentarlo mañana.
—¡Tal vez mañana sea demasiado tarde!
La subinspectora Wilhelmsen estaba desesperada, pero no sirvió de nada. Kaldbakken había tomado una decisión y, en tales casos, no había quien le hiciera cambiar de opinión.
Fue Hanne quien tuvo que comunicarle las malas noticias a Håkon, quien las escuchó sin decir palabra. Al acabar, Hanne se quedó sentada sin saber qué hacer, pero decidió que lo mejor era dejarlo tranquilo.
—Por cierto, metí el interrogatorio de Karen en tu carpeta del caso —dijo antes de irse—. El viernes no me dio tiempo a hacer copias. ¿Podrías hacerlas tú antes de irte? Yo me voy, que hoy es el primer domingo de Adviento.
Lo último pretendía ser una disculpa, aunque fue innecesaria. Él la despachó agitando la mano. Cuando Hanne cerró la puerta a sus espaldas, Håkon se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en los brazos.
Estaba agotado y quería irse a casa.
Lo malo fue que se le olvidó hacer copias del interrogatorio, se acordó en el coche, de camino a casa. En fin. Podía esperar hasta el día siguiente.
A pesar de rondar la edad de la jubilación, se movía con la agilidad de un atleta. Eran las cuatro de la madrugada del lunes, esa hora en la que el noventa y cinco por ciento de la población está durmiendo. Las luces de un enorme árbol de Navidad parpadeaban entre la hojarasca para mantenerse despiertas y las paredes de cristal de los locales de guardia del grupo de crimen arrojaban una pálida luz azulada, pero, por lo demás, estaba todo a oscuras. Sus suelas de goma no hacían ruido a pesar de que correteaba por el pasillo, pero agarró con fuerza el imponente manojo de llaves para que no sonaran. Una vez delante del despacho señalado con el nombre de Håkon Sand, no tardó en encontrar la llave correcta. Pocos segundos después cerraba la puerta tras de sí. Luego sacó una pesada linterna cubierta de goma, cuyo haz de luz era tan potente que por un momento lo cegó.
Fue todo casi demasiado fácil. La carpeta estaba encima de la mesa y el interrogatorio que buscaba fue lo primero que encontró dentro. Hojeó rápidamente el resto del montón, pero era evidente que no había más copias, al menos de aquellos documentos. Recorrió el papel con la luz de la linterna. ¡Era el original! Se apresuró a plegarlo y lo introdujo en el fondo de un bolsillo interior de su amplia chaqueta de tweed. Echó un rápido vistazo para asegurarse de que todo estaba como cuando llegó, y a continuación se dirigió a la puerta, apagó la linterna antes de salir y cerró con llave. Un poco más adelante en el pasillo, abrió otra puerta con otra llave. También en este despacho el expediente estaba sobre el escritorio, abierto y dividido en dos pilas desordenadas, como si se hubiera quedado dormido por el agotamiento provocado por su exceso de volumen. Esta vez la búsqueda le llevó más tiempo. El interrogatorio no se encontraba donde le correspondía. Siguió buscando, pero como el documento de ocho páginas no aparecía, empezó a registrar sistemáticamente otros sitios.
Al cabo de quince minutos tiró la toalla. No podía haber otra copia. La idea lo animó, y no era del todo ilógica. Según se desprendía de los informes, Hanne Wilhelmsen no había regresado al despacho hasta las siete y media de la tarde del viernes. Tal vez no había tenido la paciencia de esperar los veinte minutos que tardaba la fotocopiadora en calentarse.
La teoría se vio reforzada por el registro del tercer despacho, el de Kaldbakken. Si tanto Wilhelmsen como el inspector carecían de copias, era bastante probable que sólo existiera el original del documento, que ahora se encontraba en su bolsillo.
A los pocos minutos ya no estaba allí. Primero lo pasó por una máquina de destrucción de documentos, hasta que adquirió el aspecto de un montón de espaguetis secos y malogrados. Luego lo dejó todo en un cuenco durante el rato que tardaron las llamas en destruirlo por completo; al final, reunió las cenizas en un trozo de papel higiénico, las tiró al inodoro y tiró de la cadena. El servicio se encontraba al fondo del pasillo de la planta más invisible de la comisaría. El hombre de la Brigada de Información de la Policía limpió las últimas pavesas de ceniza del inodoro con un cepillo bastante usado; de eso modo, el viaje de Hanne Wilhelmsen a una fría zona de Vestfold pasó al olvido.
Una vez de vuelta en su despacho, el hombre sacó el teléfono móvil y marcó el número de uno de los dos hombres con los que se había reunido un par de días antes en la calle Platou.
—He ido tan lejos como podía ir —dijo en voz baja, como por respeto al edificio adormilado—. La declaración de Karen Borg ha desaparecido del caso. Es una putada hacerle algo así a unos compañeros. A partir de ahora tendréis que apañaros sin mí.
No esperó a que le respondieran antes de cortar la conversación. En su lugar, se acercó a la ventana y contempló Oslo. La ciudad se extendía pesada y fatigada a sus pies, como una vieja ballena dormida cubierta de algas luminiscentes. Suspiró y se echó sobre un sofá pequeño y muy incómodo para esperar el comienzo de la jornada laboral. Antes de dormirse, el mismo pensamiento volvió a asaltarlo: era una putada hacerle algo así a unos compañeros.
No me extraña que esta gente haya conseguido funcionar durante tanto tiempo. Nunca he visto un caso en el que tengan a su gente tan controlada, no en el mundillo de la droga. Es asombroso. ¿No suelta prenda?
Kaldbakken estaba francamente sorprendido. Estuvo seis años en el grupo de drogas y sabía de lo que hablaba.
—Bueno, tampoco es que tengamos tantas cosas con las que acusar al tipo —constató Wilhelmsen en tono lúgubre—. Las amenazas a la autoridad no te dan derecho más que a unas breves vacaciones en una celda bonita. En ese sentido le conviene no hablar. No cabe duda de que parece aterrorizado, pero no lo bastante como para perder la cabeza. Es incluso lo bastante astuto como para haber reconocido que fue él quien apuntó a Billy T., así que vamos a tener que soltarlo hoy mismo. Con eso no basta para retenerlo. Si confiesa, no hay peligro de destrucción de pruebas.
Era evidente que podían seguir al tipo, podían vigilarlo durante algunos días, pero ¿durante cuánto tiempo? Gran parte de su capacidad estaba acaparada por el seguimiento, las veinticuatro horas al día, de Roger de Sagene. Si soltaban ese día a Lavik, sencillamente iban a tener problemas de falta de personal. A corto plazo se podían resolver, sin duda, pero estos tipos no iban a hacer nada malo en los próximos días ni semanas. Era probable que pasaran meses antes de que reanudaran algo que pudiera tener interés y, a esas alturas, la Policía no se percataría. No por propia voluntad, sino porque los presupuestos no toleraban semejantes extravagancias, ni siquiera en un caso de dimensiones tan grandes. Pan comido. Como siempre.
Håkon no había dicho nada. Se había dejado llevar por la apatía. Estaba asustado, harto y profundamente decepcionado. Sus sienes grises se habían tornado más grises, su acidez de estómago más ácida y sus manos húmedas más húmedas. Ya no le quedaba más que la declaración de Karen, y no estaba claro que fuera suficiente. Se levantó resignado y abandonó la reunión sin decir una palabra. Dejó tras de sí un gran silencio.
La declaración no estaba donde él la había dejado. Distraídamente abrió un par de cajones, ¿podría haberlo metido allí? No, todo lo que encontró fueron unos casos insignificantes que estaban ya tan caducados que intentaba aplacar su mala conciencia apartándolos de su vista, pero estaba tan agotado que su conciencia no se dejó afectar por el reencuentro.
El interrogatorio no apareció en ningún sitio del despacho. Era extraño, estaba convencido de haberlo dejado justo ahí, sobre la pila de documentos. Con el ceño fruncido, empezó a repasar el día anterior. Iba a sacar unas copias, pero luego se le había olvidado. ¿O sí había pasado por la sala de la fotocopiadora? Fue a comprobarlo.
La máquina iba a todo trapo. Una oficinista sesentona, bajita y corpulenta, le aseguró que, al llegar ella, no había nada allí. Por si acaso echó un vistazo detrás y debajo de la fotocopiadora, pero el documento tampoco se había escondido allí.
Hanne no lo había cogido y Kaldbakken ya le había solicitado una copia y se limitó a encogerse de hombros con desánimo al jurarle que él nunca había llegado a verlo.
Håkon empezó a preocuparse en serio. El documento era lo único que mantenía algo parecido a la esperanza de obtener una ampliación de la prisión preventiva. Antes de irse a casa la noche anterior, lo había recorrido con sus ojos enrojecidos. Era exactamente lo que necesitaba, minucioso y hecho en profundidad, convincente y bien redactado. Pero ¿dónde coño estaba?
Era el momento de dar la alarma. Eran las nueve y media de la mañana y la solicitud de prolongación de la prisión preventiva tenía que estar lista antes de las doce para llevársela al juez. En realidad, la vista oral estaba prevista para las nueve de la mañana; sin embargo, ya el viernes, Bloch-Hansen había pedido que se pospusiera algunas horas. El abogado tenía un juicio esa misma mañana y prefería no enviar a un ayudante a una cita tan importante. Quedaban dos horas y media. En realidad era el tiempo justo para dictar una solicitud. No quedaba tiempo para una búsqueda, y sin ese documento se quedaban sin prisión preventiva.
Sobre las diez y media se suspendió la búsqueda. El documento había desaparecido sin dejar rastro. Hanne estaba desconsolada y se echaba toda la culpa. Tendría que haberse asegurado de hacer las copias enseguida. Pero el hecho de que asumiera toda la responsabilidad no ayudaba en absoluto a Håkon. Todo el mundo sabía que él era último que había tenido en su poder los papeles.
Karen podía venir a declarar. Podría conseguir un aplazamiento de una hora, de manera que tuviera tiempo de acudir desde la cabaña. Tendría que darle tiempo a llegar.
Pero no cogía el teléfono. Håkon la llamó cinco veces sin resultado alguno. Mierda. El pánico acechaba al fiscal adjunto, con sus pequeñas pezuñas afiladas trepaba ya por su espalda. Era muy desagradable. Sacudió violentamente la cabeza, como si eso le pudiera ayudar.
—Llama a Sandefjord o a Larvik. Que vayan a recogerla. De inmediato.
El tono de comando no consiguió camuflar su angustia. Daba igual, Wilhelmsen estaba igual de asustada. Cuando hubo hablado con la jefatura de Larvik, porque tenía la errónea impresión de que era la más cercana de las dos, volvió corriendo al despacho de Håkon, pero se lo encontró borde y cortante, y muy ocupado intentando componer un texto que se pareciera a algo sólido. No era una tarea nada fácil, con el material de tercera con el que se había quedado.
Maldijo al tipejo ese de la bota. Håkon se sentía tentado de ir corriendo a buscarlo para ofrecerle cien mil coronas por hablar. Si no surtía efecto, siempre podía pegarle una paliza, o tal vez matarlo, de puro enfado y furia. Por otro lado, tanto Frøstrup como Van der Kerch habían comprado y pagado su billete al más allá, así que tal vez la Policía no tardara en tener otro suicidio sobre sus espaldas. Que Dios no lo quisiera. Además, ese mismo día tenían que soltar al tipo, aunque pensaban retenerlo lo máximo posible.
Al cabo de una hora no había nada más que hacer. A la secretaria le llevó doce minutos pasar a limpio lo que le había dictado. El fiscal lo leyó con un desánimo que iba creciendo por cada línea. La mujer lo miró con compasión, pero no dijo nada. Probablemente fuera lo mejor.
—Karen no está en la cabaña. —Hanne estaba en la puerta—. El coche está allí y la luz de la cocina sigue encendida, pero no ven al perro ni a ninguna persona. Tiene que haberse ido de excursión.
De excursión: su amada Karen, su clavo ardiendo y su única esperanza. La mujer que podía salvarlo a él de la humillación total, salvar a la Policía de los titulares del escándalo y salvar al país de un asesino y narcotraficante, estaba dando un paseo. Tal vez en esos precisos instantes estuviera paseando por las playas de Ula, arrojando palos al perro e inspirando el aire fresco del mar a años luz de distancia de su caluroso despacho de la comisaría, cuyas paredes habían empezado a desplazarse, a juntarse hasta amenazar con ahogarlo. Se la estaba imaginando, con su viejo chubasquero amarillo, el pelo mojado y la cara sin maquillar, como iba siempre los días de lluvia en la cabaña. De excursión. Se había ido de puta excursión un día que diluviaba.