Pronto iba a tener que hacer algo con su corazón. Las medicinas que le habían dado ya no funcionaban, por lo menos no muy bien. En dos ocasiones había estado al borde de sentir el mordisco de la muerte, del mismo modo en que lo había derribado tres años antes. El entrenamiento sistemático y la dieta magra probablemente lo habían ayudado hasta ese momento, pero la situación por la que estaba pasando en las últimas semanas no se podía compensar haciendo footing y comiendo zanahorias.
Habían ido a buscarlo. En cierto sentido los había estado esperando desde que la pelota de nieve empezó a correr. Sólo podía ser una cuestión de tiempo. A pesar de que la descripción en el Dagbladet del presunto hombre fuerte de la organización había sido bastante general y podría encajar con cientos de personas, el retrato había resultado un poco demasiado evidente para los chicos de la calle Platou. Una tarde, cuando volvía a casa desde el trabajo, de pronto estaban ahí. Eran tan anónimos como el trabajo que realizaban, dos hombres iguales, igual de altos, vestidos igual. Con amabilidad pero decisión, lo habían metido en un coche. El viaje duró media hora y finalizó delante de su propia casa. Él lo había negado todo y ellos no le habían creído, pero sabían que él sabía que era conveniente para todos que saliera indemne del asunto. Eso lo tranquilizaba un poco. Si se llegaba a saber para qué se había empleado el dinero, el asunto iba a arrastrarlos a todos. Era cierto que sólo él sabía de dónde provenía el capital, pero los demás habían cogido el dinero y lo habían usado. Nunca le habían preguntado nada ni habían comprobado nada ni habían investigado nada, lo cual los dejaba en una situación delicada.
Lavik era el gran problema. El tipo había perdido la cabeza. Estaba bastante claro que pretendía quitarle la vida a la abogada Borg, como si eso fuera a solucionar algo. Él sería el sospechoso número uno, al instante. Además: ¿quién podía saber si había hablado con más gente o si había escrito algo que aún no había llegado a manos de la Policía? Matar a Karen Borg no solucionaba nada.
Matar a Jørgen Lavik, en cambio, lo solucionaba casi todo. En el mismo momento en que se le ocurrió la idea, la vio como su única posibilidad. El exitoso asesinato de Hans A. Olsen había bloqueado con eficacia cualquier problema en esa rama de la organización. Lavik lo estaba complicando todo, para él mismo y para el viejo. Había que pararle los pies.
La idea no lo asustaba, le resultaba más bien tranquilizadora. Por primera vez en varios días, su pulso latía constante y tranquilo. Su cerebro parecía estar lúcido y la capacidad de concentración estaba regresando de sus largas vacaciones.
Lo mejor era acabar con él antes de que le diera tiempo a enviar a Karen Borg al dudoso cielo de los abogados. El asesinato de una abogada joven, guapa y, en este contexto, inocente, causaría demasiado revuelo. Tampoco un abogado drogadicto y desesperado iba a morir sin llamar la atención, pero aun así… Un asesinato era mejor que dos. Pero ¿cómo hacerlo?
Jørgen Lavik había hablado de una cabaña en Ula. Tenía que significar que pensaba ir para allá. Pero el viejo no entendía cómo tenía pensado librarse de la cola de policías que sin duda tenían que estarlo persiguiendo, aunque ese problema se lo iba a dejar a Lavik. El suyo era encontrar a Lavik, encontrarlo sin que lo vieran esos mismos policías y, preferiblemente, antes de que llegara hasta Karen Borg. No necesitaba coartada, no estaba en el punto de mira de la Policía y tampoco iba a estarlo, si todo salía bien.
Le costaría menos de una hora encontrar la dirección exacta de la cabaña de Karen Borg. Podía llamar a su despacho, o tal vez a algún juez del lugar, que podría comprobar el registro de la propiedad, pero eso era demasiado arriesgado. Al cabo de unos minutos se había decidido. Por lo que podía recordar, sólo había una carretera que llevara a Ula, un pequeño brazo de la carretera de la costa entre Sandefjord y Larvik. Iba a tener que esperarlo allí.
Aliviado por haber tomado una decisión, se concentró en los asuntos más urgentes de aquel día. Las manos ya no le temblaban y el corazón se había estabilizado. A lo mejor al final no necesitaba medicinas nuevas.
En realidad no se podía decir que fuera una cabaña. Era una sólida casa de madera de los años treinta, completamente rehabilitada, e incluso en la oscuridad de diciembre se intuía el paraíso que rodeaba la casa pintada de rojo. Estaba bastante expuesta a las inclemencias del tiempo y, aunque en la entrada había algo de nieve, el eterno viento proveniente del mar se había encargado de limpiar los peñascos detrás de la casa. Un abeto se cimbreaba testarudo un par de metros hacia la derecha de la pared de la casa. El viento había conseguido retorcer el tronco, pero no matar el árbol, que se inclinaba hacia el suelo, como si añorara reunirse con la familia de la casa, pero no fuera capaz de desprenderse. Entre las manchas de nieve del flanco resguardado de la casa, intuía los contornos de los parterres de flores del verano. El lugar estaba bien cuidado. No era propiedad del abogado Lavik, sino de su anciano y senil tío, que no tenía hijos. Mientras el viejo aún fue capaz de tener sentimientos, Jørgen había sido su sobrino preferido. Cada verano, el chiquillo había aparecido lealmente y se habían dedicado a pescar, a pintar la barca y a comer tocino frito con judías. El abogado se convirtió en el hijo que nunca había tenido el viejo; la hermosa casa de verano acabaría en manos del sobrino en el momento, que no tardaría en llegar, en que el alzhéimer tuviera que rendirse ante el único contrincante que podía vencerlo, la muerte.
Lavik había invertido bastante dinero en aquel lugar. El tío no era un hombre pobre y se había encargado él mismo de la mayor parte de los arreglos, pero fue Jørgen quien instaló la bañera con yacusi, la sauna y la línea telefónica. Además, para su setenta cumpleaños, le había regalado a su tío una pequeña barca, con la certeza de que en realidad iba a ser suya.
Durante el viaje hasta el extremo de Hurumlandet no había visto una sola vez a sus perseguidores. Aunque constantemente había tenido coches detrás, ninguno de ellos se le había pegado durante un tiempo sospechoso. Aun así sabía que estaban allí. Y se alegraba de ello. Se tomó su tiempo para aparcar el coche y dejó claras sus intenciones de quedarse una temporada al meter el equipaje en varios viajes. Caminó despacio de habitación en habitación encendiendo las luces y alivió la presión sobre la instalación eléctrica prendiendo la estufa de aceite del salón.
Después de comer salió a dar una vuelta. Paseó por el terreno familiar, pero tampoco entonces descubrió nada sospechoso. Por un momento se inquietó. ¿Acaso no estaban ahí? ¿Habían abandonado del todo? ¡No podían hacer eso! Su corazón latía rápido e inquieto. No, tenían que andar por las inmediaciones. Seguro. Se tranquilizó. Quizá sólo fueran extremadamente eficientes. Era probable.
Tenía unas cuantas cosas que preparar y sentía urgencia por ponerse manos a la obra. Se detuvo un rato delante de la puerta de entrada, se tomó tiempo para desperezarse y quitarse la nieve de las botas. Tardó mucho más de lo estrictamente necesario.
Después entró en la casa para dejarlo todo listo.
Lo peor era que todo el mundo intentaba animarlo. Le daban palmaditas en la espalda, «quien no se arriesga no gana», le decían. Y le sonreían y, con mucha amabilidad, le comunicaban su apoyo. Incluso la comisaria principal se había tomado la molestia de llamar al fiscal adjunto Håkon Sand para decirle que estaba satisfecha con sus esfuerzos, a pesar del lamentable final que había tenido el proceso. Él le mencionó la posibilidad de una demanda de indemnización, pero ella la descartó con desdén. No pensaba que Lavik fuera a atreverse a hacerlo, al fin y al cabo era culpable. Probablemente estaba feliz de volver a estar en libertad y prefería dejarlo todo atrás. Håkon podía estar de acuerdo en eso. Según los hombres que lo seguían, Lavik se encontraba en una cabaña en Hurumlandet.
Todo aquel apoyo no le ayudaba gran cosa. Se sentía como si lo hubieran metido en una lavadora automática, con centrifugadora y todo, y sin pedirle permiso. El tratamiento había hecho que se encogiera. En el escritorio, ante sí, tenía algunos otros casos cuyos plazos eran endemoniados, pero estaba completamente paralizado y decidió esperar al menos hasta el día siguiente.
Sólo Hanne sabía cómo se sentía por dentro. A media tarde pasó por su despacho con dos tazas de té ardiente. Al probarlo, Håkon tosió y escupió el contenido, creía que era café.
—¿Y ahora qué hacemos, fiscal adjunto Sand? —le preguntó poniendo las piernas sobre la mesa. Unas hermosas piernas, era la primera vez que Håkon se fijaba.
—Si tú me preguntas a mí, yo te pregunto a ti.
Volvió a probar el té, esta vez con más cuidado, en realidad estaba bueno.
—Desde luego no vamos a tirar la toalla. Vamos a coger a ese tipo. Aún no ha ganado la guerra, sólo una batalla de mierda.
Era increíble que consiguiera ser tan optimista. La verdad es que daba la impresión de que lo decía en serio. Tal vez esa fuera la diferencia entre ser sólo policía y pertenecer a la fiscalía. Él disponía de muchas otras posibilidades. Podía ser secretario tercero del Ministerio de Pesca, por ejemplo, y el pensamiento lo entristeció aún más. Wilhelmsen, en cambio, se había formado como policía y sólo había un sitio donde podía encontrar trabajo, en la Policía. Por eso nunca podía rendirse.
—Pero escucha, hombre —dijo ella volviendo a bajar las piernas de la mesa—. ¡Tenemos muchas cosas con las que seguir trabajando! ¡Ahora no puedes desanimarte! Es en las derrotas cuando se tiene la oportunidad de demostrar lo que se vale.
Una banalidad, pero tal vez fuera cierto. En tal caso era un pusilánime. Estaba claro que no podía encajar aquello. Quería irse a su casa. Tal vez fuera lo bastante hombre como para encargarse de las tareas del hogar…
—Llámame a casa si pasa algo —dijo, y abandonó tanto a la cansada subinspectora como el té que casi no había tocado.
—You win some, you lose some —le gritó cuando bajaba por el pasillo.
Los agentes, seis en total, habían comprendido que iba a ser una noche larga y fría. Uno de ellos, un hombre competente de hombros estrechos y ojos inteligentes, había comprobado la parte de atrás de la casa roja. A sólo tres metros de la pared, en dirección al mar, una empinada cuesta descendía hacia una cala con una playa de arena. La cala no tenía más de quince o veinte metros de ancho y estaba delimitada por una valla de alambre de espino asegurada con pilares en ambos extremos. «El derecho de propiedad privado siempre se acentuaba junto al mar», pensó el agente con una sonrisa. Al otro lado de las vallas, una pared de montaña de cinco o seis metros de alto subía por cada lado. Seguro que se podía remontar el repecho, pero no era fácil. Como mínimo, Lavik tendría que salir al camino que pasaba junto a la casa. El cabo estaba completamente aislado de la carretera que había que atravesar para salir de allí.
Dos de los agentes se colocaron en sendos extremos del pequeño camino que separaba el cabo de la tierra firme; otro se situó en medio, y tampoco era tan largo como para que no pudieran vigilar visualmente la extensión de unos doscientos metros que los separaba. Lavik no podía pasar por allí sin que lo vieran. Los otros tres agentes se distribuyeron por el terreno para vigilar la casa.
Lavik estaba dentro disfrutando de la idea de que los hombres del exterior, fueran cuantos fueran, tenían que estar pasando un frío de muerte. Dentro de la casa se estaba caliente y a gusto, y el abogado se sentía animado y exaltado por todo lo que estaba haciendo. Tenía ante sí un viejo despertador al que le faltaba el cristal que cubría las manecillas. Con un poco de esfuerzo, consiguió amarrar un palito a la manecilla más corta y conectó el telefax a la red y metió una hoja para comprobar que funcionaba. Luego puso el despertador algo antes de las tres, colocó la manecilla ahora alargada sobre la tecla de enviar del fax, marcó el número de su propio despacho y se quedó mirándolo. Pasó un cuarto de hora sin que sucediera nada. Al cabo de unos minutos más, empezó a preocuparse por si todo acababa siendo un fracaso. Pero, en ese momento, cuando la manecilla saltó sobre el número tres, todo funcionó. El palito que alargaba la manecilla rozó levemente la tecla electrónica de enviar y con eso bastó: el aparato obedeció, se tragó la hoja de papel y envió el condescendiente mensaje.
Animado por el éxito, se dio una vuelta por la casa colocando los pequeños programadores que se había traído de su casa. Allí los utilizaban para ahorrar electricidad: apagaban los radiadores a media noche y los volvían a encender a las seis de la mañana, para que la casa estuviera caliente cuando se levantaban.
No le llevó mucho tiempo, estaba familiarizado con aquellos pequeños aparatos. Le quedaba lo más difícil. Necesitaba algo que produjera movimiento mientras estaba fuera, no bastaba con que se encendieran y se apagaran luces. Lo había planeado todo, pero no había probado para ver si funcionaba. Era difícil saber si se podría llevar a cabo en la práctica. Al resguardo de las cortinas corridas, extendió tres cordeles a través del salón. Amarró un cabo de todos ellos al pomo de la puerta de la cocina; los cabos opuestos los fue enganchado en diversos puntos de la pared de enfrente. Después amarró un trapo de cocina, un bañador viejo y una servilleta de sus respectivos cordeles. Le llevó un poco de tiempo colocar correctamente las velas. Tenía que situarlas muy cerca de los cordeles, tan cerca como para que la cuerda se prendiera cuando la vela se hubiera consumido. A continuación partió las velas a diferentes alturas y las fijó sobre unos cuencos de porcelana con un montón de cera. La vela junto al cordón de la servilleta era la más corta, se alzaba pocos milímetros por encima del tenso cordel. Se quedó mirándolo, expectante.
Funcionó. Al cabo de pocos minutos la llama había bajado lo suficiente como para empezar a prender la cuerda. El hilo se rompió y la servilleta cayó al suelo, dibujando sombras en las cortinas de la ventana que daba al camino. Perfecto.
Preparó un nuevo cordel para sustituir al que se había quemado y puso una vela más grande. Luego colocó el reloj de manera que la manecilla de las horas señalaba la una pasadas. Dentro de algo menos de una hora, parecería que Lavik le enviaba un fax a un abogado de Tønsberg. Era un mensaje relacionado con un encargo urgente que lamentablemente se había retrasado por causas ajenas a su voluntad. Pedía disculpas y esperaba que el retraso no le causara mayores inconveniencias.