Pero no sirvió de nada. El coche no quería colaborar. Tras dos nuevos intentos de arrancarlo, aporreó el volante del enfado.
—Típico. Y justo ahora. Este coche ha ido como un reloj desde que lo compré hace tres años. Sin problemas. Y ha tenido que fallarme precisamente ahora. ¿Sabes algo de motores de coche?
La mirada que le dirigió era bastante crítica y él intuyó que conocía la respuesta a la pregunta. Negó despacio con la cabeza.
—No mucho —dijo exagerando. La verdad era que lo único que sabía de coches era que necesitaban gasolina.
Aun así salió con ella para echar un vistazo. Podía contribuir con una especie de apoyo moral, tal vez el coche se dejara persuadir si eran dos.
A juzgar por sus maldiciones, Hanne no estaba avanzando mucho en su búsqueda de la avería. Håkon fue lo bastante sabio como para saber que debía retirarse. De nuevo sintió que la inquietud de su cuerpo aumentaba. Hacía frío y empezó a pegar saltitos mientras miraba los coches que pasaban. Ni uno de ellos hizo ademán de parar. Seguramente se dirigían a sus casas y no tenían la menor gana de mostrar compasión en un día tan frío y desagradable de diciembre. Pero los conductores tenían que verlos, una farola solitaria estaba colocada junto al pequeño cobertizo de la parada de autobús. Se hizo el silencio, una pequeña pausa en el tráfico constante aunque no demasiado abundante. A lo lejos vio los faros de un coche que se acercaba hacia ellos. Daba la impresión de respetar el límite de velocidad de 70 kilómetros por hora, a diferencia de todos los demás, y llevaba detrás una fila de cuatro coches impacientes y demasiado pegados.
Se pegó un verdadero susto. La luz del cobertizo iluminó durante un segundo al conductor del coche que pasaba. Miró con especial atención porque había hecho una apuesta consigo mismo: Laque conducía tan despacio tenía que ser una mujer. No lo era. Era Peter Strup.
Pasaron unos segundos antes de que las consecuencias de lo que había visto alcanzaran la zona correcta de su cerebro. Pero fue sólo un momento. Se sobrepuso del shock y salió corriendo hacia el coche con el capó abierto, parecía un lucio entre los juncos.
—Peter Strup —chilló—. ¡Peter Strup acaba de pasar en un coche!
Hanne se levantó bruscamente y se golpeó la cabeza contra el capó, pero ni siquiera se dio cuenta.
—¡Qué dices! —exclamó, aunque lo había oído perfectamente.
—¡Peter Strup! ¡Acaba de pasar en un coche! ¡Ahora mismo, justo ahora!
Todas las piezas encajaron a tal velocidad que les resultó difícil entenderlo, aunque ahora la imagen de conjunto se presentaba ante ellos con la claridad de un día de primavera frío y soleado. Hanne se puso furiosa consigo misma. El hombre había estado todo el rato bajo sospecha. Era la alternativa más obvia, en realidad la única. ¿Por qué no había querido verlo? ¿Habría sido por la impecable vida de Strup? ¿Por su correcto comportamiento, por las fotos de las revistas, por su longevo matrimonio y sus fantásticos hijos? ¿Habría hecho todo aquello que su intuición frenara la sospecha más lógica? Su cerebro le estaba diciendo que era él, pero su instinto policial, su maldito instinto que tanto le halagaban, había protestado.
—Mierda —dijo en voz baja, y cerró el capó de un golpetazo—. So much for my damned instincts. —Ni siquiera había interrogado al tipo, menuda puta mierda—. Para un coche —le gritó a Håkon.
Él siguió la orden y se situó junto a la carretera y empezó a agitar los brazos. Ella, por su parte, se metió en su maldito coche estropeado para coger la ropa de abrigo, el tabaco y el monedero, y luego se aseguró de que quedaba cerrado. A continuación se situó junto a Håkon, que parecía aterrorizado.
Ni un solo coche hizo ademán de parar. O bien seguían a toda velocidad sin dejar que les afectaran las dos personas que brincaban y agitaban los brazos junto a la carretera, o bien los sorteaban a pocos centímetros de distancia, o bien les pitaban expresando su reproche y pasaban trazando un suave arco.
Cuando hubieron pasado más de veinte coches, Håkon estuvo a punto de derrumbarse y Hanne entendió que había que hacer algo. Ponerse en medio de la carretera era mortalmente peligroso, así que eso quedaba descartado. Si llamaban pidiendo ayuda podría ser demasiado tarde. Echó un vistazo a la casa a oscuras. Parecía estar encogida y ser discreta, con los ojos cerrados, como si intentara disculparse por la inconveniencia de su ubicación a sólo veinte metros de la carretera E-18. No se veía ningún coche aparcado.
Salió corriendo hacia el edificio. La pequeña construcción al otro lado de la casa, que apenas se veía desde la carretera, podía ser un garaje. Håkon no tenía claro si esperaba que él siguiera intentando parar algún automóvil, pero se arriesgó a seguirla y no oyó protestas.
—Llama al timbre, para ver si hay alguien —le gritó mientras ella tiraba de la puerta de la pequeña construcción.
No estaba cerrada.
Dentro no había ningún coche. Pero sí una motocicleta. Una Yamaha FJ, de 1.200 centímetros cúbicos. El modelo del año. Con frenos ABS.
Wilhelmsen despreciaba los cacharros. Motos sólo eran las Harley, lo demás no eran más que medios de transporte de dos ruedas. A excepción de las Motoguzzi, tal vez, aunque fueran europeas. A pesar de todo, en su fuero interno siempre había sentido cierta atracción hacia las motos japonesas, con su aire de carreras urbanas, sobre todo hacia las FJ.
Parecía estar en condiciones de ser conducida, aunque le habían sacado la batería. Estaban en diciembre, así que era probable que la moto llevara como mínimo tres meses parada. Encontró la batería sobre un periódico, limpia y almacenada para el invierno, tal y como suele recomendarse. Agarró un destornillador y conectó los polos. Saltaron chispas y, unos segundos después, la punta del fino metal empezó a brillar un poco. Había la corriente suficiente.
—No hay nadie en la casa —dijo Håkon jadeando desde la puerta.
Sobre los estantes había muchas herramientas, prácticamente las mismas que tenía ella en el sótano de su casa. Encontró enseguida lo que necesitaba y la batería estuvo instalada en tiempo récord. Luego vaciló un instante.
—En sentido estricto esto es un robo.
—No, es derecho de emergencia.
—¿Legítima defensa?
No acababa de entenderlo y pensaba que Håkon se había expresado mal por la agitación.
—No, derecho de emergencia. Luego te lo explicó.
«Si es que alguna vez tengo la oportunidad», pensó.
Aunque le partía el alma tener que destrozar una moto nueva, no le llevó más de unos segundos hacerle un puente. De un fuerte tirón, partió el bloqueo del volante. El motor zumbaba de modo constante y prometedor. Buscó el casco por el cobertizo, pero no estaba allí. Era natural, probablemente en el interior de la casa cerrada hubiera un par de cascos caros, unos BMW o unos Shoei. ¿Deberían forzar la puerta de la casa? ¿Les quedaba tiempo?
No. Tendrían que ir sin casco. En un rincón, unas gafas de slalom colgaban de un gancho, junto a cuatro pares de esquís alpinos amarrados a la pared. Tendría que bastar. Se montó en la motocicleta y la sacó al exterior.
—¿Has montado alguna vez en moto? —Håkon no respondió, se limitó a menear elocuentemente la cabeza—. Escucha: cógeme la cintura con los brazos y haz lo que haga yo. Sientas lo que sientas, no tienes que inclinarte hacia el lado contrario. ¿Lo has entendido?
Esta vez él asintió y, mientras ella se ponía las gafas, se montó en la moto y la agarró tan firmemente como le fue posible. La sujetaba tan fuerte que ella tuvo que soltarse un poco antes de salir bramando con la moto hacia la carretera.
Håkon estaba aterrorizado y no decía nada, pero hacía lo que ella le había dicho. Para paliar el miedo, cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa. No era fácil. El ruido era extremo y tenía muchísimo frío.
Wilhelmsen también. Sus guantes, sus propios guantes de paseo, estaban ya empapados y helados. Aun así era mejor llevarlos puestos, al menos le proporcionaban cierta protección. Las gafas también eran de cierta ayuda, aunque no de mucha. Tenía que limpiárselas constantemente con la mano izquierda. Miró de refilón el reloj digital que tenía ante sí. No les había dado tiempo a ponerlo en hora antes de salir, pero al menos sabía que hacía un cuarto de hora que habían salido; en ese momento había marcado las diez menos veinticinco.
Quizá se les estuviera acabando el tiempo.
El viejo constató que lo recordaba bien. Sólo había una carretera hacia Ula. Aunque estaba asfaltada, era estrecha y no invitaba a ir rápido. En una pronunciada curva, encontró una carreterita que se metía en un boscaje tupido. El coche avanzó algunos metros dando tumbos. En una pequeña pradera, encontró sitio para dar la vuelta al coche. La helada había endurecido la tierra y facilitaba la maniobra. Poco después tenía el morro del coche apuntando hacia la carretera. Estaba bien oculto, al mismo tiempo que, a través de un claro, podía ver los coches que llegaran. Tenía la radio puesta con el sonido bajo y, dadas las circunstancias, estaba bastante cómodo. Suponía que reconocería el Volvo de Lavik. Sólo tenía que esperar.
Karen también estaba escuchando la radio. Era un programa para camioneros, pero la música no estaba mal. Por séptima vez empezó a leer el libro que tenía en el regazo, el Ulises, de James Joyce. Nunca había pasado de la página cincuenta, pero esta vez lo iba a conseguir.
En el amplio salón hacía calor, casi demasiado. El perro ladró y ella abrió la puerta para que saliera, pero no quiso, sino que continuó dando vueltas dando muestras de intranquilidad. Cuando Karen se hartó, lo riñó para que volviera a su sitio y al final el animal se tumbó, reticente, en un rincón, con la cabeza alzada y las orejas en guardia. Lo más probable era que hubiera olido a algún animalillo, o tal vez a un alce.
Pero lo que se ocultaba entre los arbustos no era ni un conejo ni un alce. Era un hombre que ya llevaba un rato allí tumbado. Aun así tenía calor. Estaba alterado y bien abrigado. No le había costado encontrar la cabaña, sólo una vez había escogido el camino de bosque erróneo, aunque se había dado cuenta bastante rápido. La cabaña de Karen Borg era la única que estaba en uso en esa época del año y había encontrado un buen sitio para esconder el coche a cinco minutos de distancia. Como un pequeño faro, la cabaña le había ido indicando el camino.
Tenía la cabeza y los brazos apoyados contra una lata de gasolina de diez litros. Aunque al llenarla había puesto cuidado para no derramar nada, el combustible le molestaba en la nariz. Entonces se levantó algo entumecido, agarró la lata y se encaminó agachado en dirección a la casa. Probablemente fuera innecesario porque el salón daba hacia el otro lado y tenía vistas sobre el mar. A la parte de atrás sólo daban las ventanas de dos dormitorios, que estaban a oscuras, y de un aseo en la entreplanta. Se palpó el pecho para asegurarse de que la llave inglesa estaba en su sitio, aunque sabía que estaba allí.
La puerta estaba abierta. Un obstáculo menos de lo previsto. Sonrió y bajó el pomo, infinitamente despacio. La puerta estaba en buen estado y no hizo ningún ruido cuando la abrió y entró.
El viejo miró el reloj. Debía llevar ya un buen rato ahí sentado. No había pasado ningún Volvo, sólo un Peugeot, dos Opel y un viejo Lada oscuro. La densidad del tráfico era mínima. Intentó estirarse un poco, pero no resultaba fácil, allí sentado dentro de un coche. No se atrevía a correr el riesgo de salir a estirar las piernas.
¡Qué locura! Una motocicleta pasó a mucha más velocidad de la recomendable en un camino tan malo. Dos personas iban montadas en ella y ninguno llevaba casco ni traje de motero. ¡Y en aquella época del año! Se estremeció/tenía que hacer muchísimo frío. La moto patinó en la curva y, por un momento, temió que chocaran contra su coche, pero el conductor consiguió enderezar en el último momento, luego aceleró y desaparecieron. Una locura. Bostezó y volvió a mirar el reloj.
Karen había llegado a la página cinco. Suspiró. Era un buen libro, lo sabía porque lo había leído en muchos sitios, aunque a ella le resultaba tedioso. Aun así estaba decidida, pero eso no impedía que constantemente se le ocurrieran pequeñas tareas para interrumpirse a sí misma. Ahora quería más café.
El perro seguía inquieto. Lo mejor era que no saliera, en dos ocasiones anteriores había desaparecido durante más de un día persiguiendo a algún conejo. Era curioso porque no era un perro de caza, pero ese instinto debían de tenerlo todos los perros.
De pronto oyó algo y se giró hacia el bóxer. El animal permanecía inmóvil y, aunque había dejado de gimotear, tenía la cabeza ladeada y las orejas alzadas. Una ligera vibración recorría al perro. Karen comprendió que él también había oído algo, algo que había sonado abajo.
Se dirigió a las escaleras.
—¿Hola?
Qué ridículo, por supuesto que no había nadie. Se quedó inmóvil durante unos segundos, después se encogió de hombros y se giró para volver.
—Quieto —le ordenó severamente al perro al ver que se estaba levantando.
Luego escuchó los pasos detrás de ella y se giró sobre el talón. En un momento de incredulidad vio la figura que subía corriendo los quince escalones. Aunque tenía el gorro bien calado sobre los ojos, se dio cuenta de quién era.
—Jørgen La…
Pero no tuvo tiempo de acabar. La llave inglesa la alcanzó justo encima del ojo y cayó al suelo, inconsciente.
El perro se volvió loco. Se abalanzó sobre el intruso entre ladridos y gruñidos furiosos, y saltó sobre el pecho del hombre. Consiguió agarrarse a la chaqueta con la mandíbula, aunque la perdió cuando el hombre hizo unos convulsos movimientos con el tronco. No obstante, el perro no se rindió. Se aferró fuertemente al antebrazo del abogado y esta vez no se pudo soltar. Sentía un dolor terrible y, con las enormes fuerzas que le confería aquel dolor, consiguió levantar al perro del suelo, pero no sirvió de mucho. Se le había caído la llave inglesa, había caído al suelo y se arriesgó a dejar que la bestia volviera a hacer pie. No debería haberlo hecho, porque el perro lo soltó durante un segundo, pero sólo para agarrarse mejor un poco más arriba, donde le dolía aún más. El dolor estaba empezando a nublarle la vista y sabía que andaba mal de tiempo. Al final consiguió coger la llave inglesa y asestó un golpe mortal en el cráneo del perro enloquecido, que aun así no lo soltó. Estaba muerto y colgaba agarrado por su último mordisco. Al abogado le llevó casi un minuto desprender el brazo de las poderosas mandíbulas. Sangraba como un cerdo. Con los ojos llenos de lágrimas echó un vistazo por la habitación y vio unas toallas Verdes que colgaban de un gancho, en el rincón donde estaba instalada la cocina. Se apresuró a hacerse un torniquete provisional y lo cierto es que empezó a dolerle menos, aunque sabía que el dolor regresaría con brutalidad. Mierda.