El armario era tan pequeño que el maletín negro apenas cabía. Tenía un cierre de seguridad. Aún no lo habían abierto, y permanecía sobre el escritorio de Kaldbakken, en la tercera planta de la jefatura, zona azul. Håkon Sand y Hanne Wilhelmsen celebraron las Navidades por adelantado y decidieron no esperar a que abrieran el duro regalo.
El cierre no se pudo resistir al destornillador de Kaldbakken. Por una cuestión de orden, habían jugueteado un poco con las seis tuercas con números del cierre de seguridad codificado, pero no tardaron en rendirse. El propietario ya no necesitaba el maletín, aunque éste estuviera completamente nuevo.
Ninguno de ellos era capaz de entender por qué lo había hecho. Era inconcebible que el hombre quisiera correr semejante riesgo. La única explicación razonable era que esperara arrastrar a otros con él en caso de que cayera. Estando en vida, el montón de documentos no podía serle de mucha utilidad. Constituía un enorme riesgo para su seguridad. En un gimnasio, donde no podía tener la garantía de que los propietarios no se dieran una vuelta curioseando en las taquillas de los miembros después de cerrar, había metido un informe minucioso y completo sobre una organización que los tres lectores del documento habían creído que nunca llegarían a conocer, tal vez sólo en una novela policíaca.
—No menciona el asalto que me hicieron —comentó Hanne—. Eso tiene que querer decir que yo tenía razón. Tiene que haber sido el secretario de Estado.
Tanto el inspector Kaldbakken como el fiscal adjunto Håkon Sand mostraron su absoluta falta de interés. Aunque hubieran visto al Papa en persona viajar al norte para ejercer violencia contra una mujer indefensa, no habrían movido ni el párpado.
Tardaron casi dos horas en revisarlo todo. Devoraron los documentos, en parte juntos, en parte por separado. Los breves comentarios les hacían asomarse de vez en cuando por encima del hombro de los demás. Al cabo de un rato ya no se asombraban ante nada.
—Esto lo tenemos que enviar arriba enseguida —dijo Wilhelmsen cuando lo habían vuelto a meter todo en el maletín destrozado.
Señaló el techo con el dedo índice. No se refería precisamente a Dios.
El ministro de Justicia insistió en celebrar una rueda de prensa esa misma tarde. La Brigada de Información y el Servicio de Inteligencia de Defensa habían protestado intensa e insistentemente. No había servido de nada. El escándalo sería aún peor si la prensa averiguaba que mantenían oculto el caso durante más de unas horas. Ya tenían bastante jaleo.
El impresionante aspecto del ministro había sufrido un duro golpe a lo largo de aquel día. Tenía la piel más pálida y el pelo no tan dorado. Oía el jolgorio de los lobos de la prensa al otro lado de la puerta. Por alguna extraña razón había insistido en que la rueda de prensa se celebrara en la jefatura.
—Vosotros sois los únicos que vais a salir bien parados de esta historia —le había dicho sarcásticamente a la comisaria principal cuando ella opinó que deberían recibir a la prensa en el Edificio del Gobierno—. La rueda de prensa la hacemos en la jefatura.
Lo que no dijo era que allí se estaba imponiendo un verdadero estado de excepción. El primer ministro había ordenado que triplicaran la vigilancia y actuaron paranoicamente contra la prensa, a lo largo de aquel día. En ese sentido, la jefatura era una buena solución.
Después de inspirar profundamente tres o cuatro veces, entró en la sala de reuniones. La reserva de oxígeno no le vino mal, porque una vez dentro casi llegó a perder el aliento.
El fiscal adjunto de la Policía Håkon Sand y la subinspectora Hanne Wilhelmsen estaban apoyados contra la pared del fondo de la sala. Ya no tenían nada que decir en aquel asunto. A lo largo del día, el caso había ido ascendiendo por las plantas del edificio a una velocidad de vértigo. Las únicas noticias que habían recibido eran el breve recado de que el caso se consideraba resuelto y la investigación finalizada. A ellos les venía de perlas.
—Va a tener su gracia ver cómo salen de ésta —dijo Hanne en voz baja.
—No van a salir de ésta. —Håkon negó con la cabeza—. De esto no va a salir nadie indemne. A excepción de nosotros dos, claro, que para eso somos los héroes. Nosotros los de los sombreros blancos de Stetson.
—The good guys!
Los dos sonrieron de oreja a oreja. Håkon pasó el brazo por encima del hombro de su compañera, cosa que ella aceptó. Un par de agentes de uniforme les echaron alguna mirada furtiva, pero los rumores llevaban ya un tiempo corriendo y habían perdido parte de su gracia.
Allí al fondo, eran casi invisibles para las hordas que se concentraban en la parte delantera de la sala. Los técnicos de tres canales de televisión distintos habían instalado rápidamente cinco focos de luz, de modo que la parte trasera de la estancia estaba sumida en la oscuridad en comparación con la agresiva luz que iluminaba la mesa donde estaban sentadas todas las personas importantes. El canal público de televisión, NRK, iba a retransmitirlo en directo. Eran las siete menos cinco. La nota de prensa que se había hecho pública tres horas antes lo había dicho todo y nada. No se daban detalles, sólo se decía que el secretario de Estado había sido detenido por un delito grave y que el Gobierno estaba celebrando una reunión extraordinaria.
La comisaria principal fue la que abrió la sesión. Si no hubiera sido por el zumbido de los motores de las cámaras fotográficas se hubiera podido escuchar el famoso alfiler hasta donde se encontraban Hanne Wilhelmsen y Håkon Sand.
La comisaria principal parecía nerviosa, pero consiguió sobreponerse. Llevaba preparado una especie de resumen por escrito, unos folios que hojeaba de vez en cuando sin una lógica evidente, adelante y atrás, adelante y atrás.
La Policía tenía razones para creer que el secretario de Estado del Ministerio de Justicia estaba implicado, y probablemente era el jefe, de un grupo de personas que se dedicaba a la importación ilegal de estupefacientes.
—Vaya manera de decir que el tipo es un jefe de la mafia —susurró Håkon al oído de Hanne—. ¡Nos van a dar la versión bonita y jurídica!
El enardecido murmullo de conmoción se acalló en cuanto la comisaria principal volvió a tomar la palabra.
—Con los datos de que disponemos a esta hora… —dijo, y luego tosió discretamente detrás del puño cerrado—, podemos decir que la organización estaba constituida por dos grupos. El difundo abogado Hans A. Olsen era el responsable de una de las ramas; el difunto abogado Jørgen Ulf Lavik de la otra. Tenemos motivos para creer que el secretario de Estado era el superior de ambos. Ha sido detenido y acusado de importación y distribución de cantidades desconocidas de sustancias narcóticas.
Volvió a carraspear, como si dudara en seguir hablando.
—¿Cuánto? —preguntó un periodista, pero no obtuvo respuesta.
—Además está acusado del asesinato del abogado Hans A. Olsen.
En ese momento podrían haber caído tres toneladas de alfileres sin que nadie hubiera movido ni un párpado. La acribillaron a preguntas.
—¿Ha confesado?
—¿En qué basáis vuestras sospechas?
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—¿Habéis requisado algo?
Tardaron casi diez minutos en tranquilizar a los asistentes. El jefe de la Brigada Criminal estampaba la mano una y otra vez contra la mesa. La comisaria principal se había reclinado en la silla y, con la boca fruncida, se negaba a responder a ninguna pregunta antes de que hubiera orden en la sala. Parecía mayor que nunca.
—No acabo de entender por qué parece tan tensa —le dijo Hanne en voz baja a Håkon—. Tendría que estar encantada, coño. ¡Hace mucho que esta casa no puede atribuirse un triunfo como éste!
Finalmente, el jefe de la Brigada Criminal consiguió que se le oyera.
—Después de que las diferentes partes se hayan explicado, habrá tiempo para preguntas. Pero no antes. Os pido que mostréis comprensión.
Sería difícil decir si los murmullos dispersos de los periodistas fueron un asentimiento, pero al menos la comisaria principal pudo continuar.
—Da la impresión de que llevan varios años en activo. Creemos que desde 1986. Es demasiado pronto como para decir algo sobre la cantidad total. —Volvió a toser.
—Esa tos le entra cada vez que miente o que se asusta —susurró Håkon—. A partir de la información del maletín he calculado que serían unos catorce kilos. ¡Sólo en la cuenta de Lavik!
—Yo he calculado quince —dijo Hanne, que se rió.
La comisaria principal volvió a coger carrerilla.
—En lo que respecta a las circunstancias especiales en torno al uso de… —la tos estaba empezando a resultar paródica—… al uso de… las ganancias producidas por la distribución ilegal, le dejo la palabra al propio ministro de Justicia.
La mujer suspiró aliviada cuando todas las miradas se dirigieron al joven ministro. Daba la impresión de que le acababan de comunicar la muerte de su madre, una enfermedad de su padre y su propia ruina en un mismo día.
—Por ahora da la impresión, y lo repito, por ahora, de que parte de estos…, de que parte de estos… medios pueden haber sido destinados a… un uso no reglamentario de los servicios secretos del Ejército.
De pronto todos entendieron por qué estaba también presente el ministro de Defensa. Algunos habían arqueado las cejas al ver que se encontraba allí, en el extremo izquierdo de la línea de personas importantes, por fuera de la mesa, casi de más. Nadie había tenido tiempo de detenerse a pensarlo.
Pasó a ser inútil intentar retrasar las preguntas. El jefe de la Brigada Criminal volvió a intentar golpear la mesa, pero cada vez resultaba más patético. La comisaria principal los metió en vereda. Con una voz que no se hubiera creído que podía producir su frágil cuerpo, tomó el control.
—Las preguntas de una en una —exigió—. Estaremos a vuestra disposición durante una hora. En vuestras manos queda aprovecharlo al máximo.
Un cuarto de hora más tarde, la mayoría se había hecho una idea aproximada de la situación. La banda, o la mafia, como ya la llamaban todos, incluidos los VIP del panel, había funcionado según una estricta need to know basis. La idea, como era obvio, había sido que nadie conociera más que a su superior inmediato. De ese modo, el secretario de Estado se aseguraba de que no lo conocían más que Olsen y Lavik. Pero con el tiempo los dos suboficiales habían empezado a sentirse demasiado seguros, habían ido demasiado lejos y se habían implicado demasiado. Había razones para suponer que se habían aprovechado a lo grande de sus posibilidades de introducir drogas en las cárceles. El pago más efectivo del mundo. Y también un medio para tentar.
Fredrick Myhreng consiguió que los demás se callaran durante un momento.
—¿Estamos hablando de vigilancia política ilegal? —berreó desde la tercera fila. Los miembros del panel se miraron entre ellos y ninguno tomó la palabra, tampoco tuvieron tiempo de hacerlo, porque el exaltado periodista continuó—: Según tengo entendido se trata de cerca de treinta kilos de sustancias duras. ¡Eso constituye una fortuna! ¿Se ha empleado todo en los servicios secretos?
El chico no era idiota. Pero la comisaria principal tampoco. Durante un instante miró fijamente al joven periodista.
—Tenemos razones para creer que una cantidad considerable de medios han sido empleados por fuerzas que han llevado a cabo ciertas actividades de vigilancia, sí —dijo despacio.
Los reporteros criminalistas más espabilados habían sacado inmediatamente sus elegantes teléfonos móviles y, con la voz sumida en las profundidades del bolsillo interior de su chaqueta, contactaron con sus redacciones para involucrar a los comentaristas políticos. No es que el caso no hubiera tenido interés para ellos hasta ese momento. El que una figura política de ese calibre resultara ser un criminal podía tener fuertes implicaciones políticas, pero habrían pensado que no pintaban gran cosa en una rueda de prensa en la Comisaría General. Hasta ese momento. Pasaron apenas unos pocos minutos entre el momento en que se supo el uso que se había hecho del dinero y el momento en que el primero de ellos entró por la puerta y consiguió que un compañero le susurrara un resumen. Poco a poco fueron llegando otros catorce o quince comentaristas políticos. Los reporteros criminalistas estaban cada vez más callados; incluso algunos de ellos salieron corriendo después de haber entregado el testigo.
Un tipo moderno del telediario del canal público, con la cara de cuarentón pero con una ropa y un peinado que le hubieran quedado mejor si tuviera veinte años, le sacó al ministro de Defensa un enorme micrófono forrado de piel.
—¿Quién sabía algo sobre esto en los servicios secretos? ¿Hasta qué altura estaban informados?
El ministro se retorció en la silla y dirigió una mirada suplicante a su colega del ministerio de Justicia. No recibió ninguna ayuda.
—Bueno, puede dar la impresión de que… Tal y como lo vemos por ahora, parece que… Nadie sabía de dónde salía el dinero. Muy poca gente sabía nada de ese dinero. Todo esto está siendo investigado ahora.
El reportero del telediario no se rendía.
—¿Quiere decir que los servicios secretos han empleado muchos millones de coronas en algo sin que nadie supiera nada, señor ministro?
Eso quería decir. Desplegó los brazos y alzó el tono de voz.
—Es importante recalcar que todo esto no ha sido oficial. No hay razones para creer que hubiera mucha gente implicada. Por eso es un error hablar de los servicios secretos en este contexto. Se trata de individuos concretos; individuos que pagarán por lo que han hecho.
El hombre del telediario parecía casi atónito.
—¿Quiere decir que esto no va a tener ninguna consecuencia para los servicios secretos en sí?
Al no recibir respuesta enseguida, colocó el micrófono tan cerca de la cara del ministro de Defensa que el hombre tuvo que echarse para atrás a fin de evitar que se lo metieran en la boca.
—¿No cree que debería dimitir el ministro de Justicia ahora que su colaborador más cercano ha sido acusado de algo tan grave?
El ministro estaba muy calmado. Desplazó el micrófono unos veinte centímetros, se pasó la mano por el pelo y clavó la mirada en el reportero de la televisión.
—El ministro debe… —dijo en voz alta, pero despacio; el efecto fue inmediato, incluso las cámaras guardaron silencio—. Presento mi dimisión irrevocable —anunció.