Bajó corriendo a la planta baja y abrió la lata de gasolina. Fue distribuyendo el contenido sistemáticamente por la cabaña. Le sorprendió lo mucho que daban de sí diez litros. Al poco rato, toda la casa apestaba a gasolinera vieja y la lata estaba vacía.
¡Robar algo! Tenía que conseguir que pareciera un robo. ¿Por qué no había pensado en eso? No traía nada en lo que transportar cosas, pero seguro que había una mochila en algún lado. Abajo. Seguro que estaba abajo. Había visto allí cosas de deporte. Bajó otra vez corriendo.
Karen no entendía qué era lo que sabía tan mal. Lo saboreó un poco. Debía de ser sangre, seguramente la suya. Quería volverse a dormir… No, tenía que abrir los ojos. ¿Por qué? Le dolía muchísimo la cabeza. Lo mejor era volverse a dormir. Olía fatal. ¿Olía así la sangre? No, era gasolina, pensó e intentó sonreír por lo lista que era. Gasolina. Intentó de nuevo abrir los ojos, pero le fue imposible. Tal vez debería intentarlo otra vez. Quizá fuera más fácil si se giraba, aunque cuando probaba a hacerlo le dolía una barbaridad. Aun así consiguió ponerse casi boca abajo, aunque algo le impedía girarse del todo, algo cálido y suave. Cento. Su mano acarició despacio el cuerpo del animal. Lo entendió enseguida. Cento estaba muerto. De pronto abrió los ojos. La cabeza del perro estaba pegada a la suya, completamente destrozada. Desconsolada intentó ponerse en pie. A través de las pestañas ensangrentadas vio una figura masculina al otro lado de la ventana. Tenía la cara pegada al cristal y se protegía la cabeza con las manos para ver mejor.
«¿Qué está haciendo aquí Peter Strup?», alcanzó a pensar antes de volverse a desmayar y aterrizar suavemente sobre el cadáver del perro.
En la cabaña no había gran cosa de valor. Algunos objetos de adorno y tres candelabros de plata tendrían que bastar, porque la cubertería de los cajones de la cocina era de acero. Puede que no llegaran a darse cuenta de que faltaba algo. Si tenía suerte, toda la casa quedaría reducida a cenizas. Cerró la mochila, sacó las cerillas de su bolsillo y se dirigió hacia la ventana de la terraza.
En ese momento vio a Peter Strup.
En realidad aquella motocicleta no era la más indicada para el motocross. Además estaba helada y se daba cuenta de que, por aquel día, ya había consumido sus fuerzas y su capacidad de coordinación. Se detuvo a los pocos metros de tomar el camino del bosque y se bajó de la moto. Håkon no dijo una sola palabra. Suponía una pérdida de tiempo intentar usar el pie de la moto en aquel terreno tan irregular, así que intentó tumbarla con cuidado. A treinta centímetros del suelo se le cayó. El dueño se iba a poner hecho una furia. Ella le hubiera matado.
Corrieron por el camino tan rápido como pudieron, y eso no era muy deprisa. Al tomar una curva se pararon en seco. Una terrible luz naranja se vislumbraba a través del bosque, unos doscientos metros más adelante; las llamas parecían querer lamer la barriga del cielo sobre los árboles desnudos.
Tres segundos más tarde estaban corriendo de nuevo. Mucho más rápido esta vez.
Lavik no sabía exactamente qué hacer, pero su indecisión sólo duró unos segundos. Había lanzado tres cerillas a su alrededor y todas habían alcanzado su objetivo. Las llamas se extendieron a los pocos segundos. Percibió que Strup zarandeaba la puerta de la terraza, pero por suerte estaba cerrada. No era probable que el hombre se largara, tenía que haber visto a Karen Borg tirada en el suelo, era perfectamente visible desde fuera. ¿Se habría movido? Estaba seguro de que antes estaba tumbada boca arriba.
Posiblemente, Strup no lo había reconocido. Seguía llevando el gorro bien calado sobre la frente; además, la chaqueta tenía el cuello alto. No obstante, no podía correr el riesgo. La cuestión era qué consideraría Strup que era lo más importante: cogerle a él o salvar a Karen Borg. Lo último era más probable.
No tardó en decidirse, agarró la llave inglesa y salió corriendo hacia la puerta de la terraza. Fue evidente que Strup se llevó una sorpresa, pues soltó la puerta desde fuera, retrocedió tres pasos y debió de tropezar con una piedra o con un tronco, ya que se balanceó un poco antes de caer hacia atrás. Ésa era la oportunidad que Lavik necesitaba. Abrió la puerta. Entonces las llamas, que ya se habían agarrado a las paredes de la cabaña y a algunos de los muebles, se inflamaron violentamente.
Se abalanzó sobre el hombre que estaba tirado en el suelo, con la llave inglesa alzada para golpear. Un nanosegundo antes de alcanzarlo en la boca, Strup se escabulló. La llave inglesa continuó hacia el suelo y Lavik la soltó.
Entre el aturdimiento y el intento de recuperar el arma, no estuvo lo bastante en guardia. Strup se había situado a su lado y consiguió estamparle la rodilla en los genitales. No fue un golpe muy fuerte, pero él se plegó por la cintura y se olvidó de la llave inglesa. El dolor lo puso tan furioso que consiguió agarrar las piernas del otro justo en el momento en que éste había conseguido levantarse. Strup volvió a caer al suelo, aunque esta vez tenía los brazos libres y, mientras intentaba soltarse las piernas dando patadas al contrincante, consiguió meter la mano dentro de la chaqueta. El pataleo estaba teniendo resultados y sintió que acertó en la cara de Lavik. De pronto tenía las dos piernas libres. Se levantó y se dirigió dando tumbos hacia el boscaje veinte metros más allá. A sus espaldas oyó un berrido y se giró, completamente asustado.
El fiscal adjunto Håkon Sand y la subcomisaria Hanne Wilhelmsen llegaron justo a tiempo para ver a un hombre vestido de cazador, con una llave inglesa en la mano, abalanzándose sobre otro que ofrecía un aspecto más urbano. Impotentes se quedaron mirando con la respiración entrecortada.
—¡Detente! —chilló Wilhelmsen en un vano intento de evitar la catástrofe, pero el cazador no se dio por aludido.
Distaban sólo tres metros cuando resonó el disparo. No sonó muy fuerte, sino breve, violento, y muy, muy nítido. La cara del hombre vestido con traje de cazador adquirió una curiosa expresión perfectamente perceptible a la luz de las llamas; dio la impresión de que le hacía gracia alguna travesura infantil que no acababa de creerse. La boca, que durante la carrera había permanecido abierta de par en par, se cerró en una leve sonrisa antes de dejar caer la herramienta y los brazos, luego se miró el pecho y se derrumbó.
Strup se giró hacia los dos policías y arrojó la pistola al suelo, en un gesto abierto y tranquilizador.
—Ella sigue dentro —gritó señalando la cabaña en llamas.
Håkon no pensó en nada. Se lanzó hacia la puerta de la terraza y, sin siquiera oír los gritos de advertencia de los otros dos, entró en la habitación ardiendo. Iba tan deprisa que no consiguió parar hasta que estaba en medio del salón en donde, por ahora, sólo ardía la punta de una alfombra. El calor era tan intenso que sintió como la piel de la cara empezaba a tensarse.
Era ligera como una pluma, o tal vez él era tan fuerte como un toro. No le llevó más que unos segundos subirla sobre sus hombros, al modo en que lo hacen los bomberos de verdad. En el momento en que se giró para volver por donde había venido, resonó la explosión, fue un estallido ensordecedor. Las ventanas panorámicas habían hecho lo que habían podido para resistirse al calor, pero al final habían tenido que rendirse. La potencia de la corriente proveniente del exterior hizo que el estruendo de las llamas se volviera casi insoportable; no había manera de salir de allí, al menos por ese lado. Se giró despacio, como un helicóptero, con Karen como malograda hélice muerta. El calor y el humo le dificultaban la visión. La escalera estaba ardiendo.
Pero ¿quizá no con tanta fuerza como el resto? No tenía elección. Inspiró profundamente, pero sólo consiguió provocarse un ataque de tos. Las llamas se habían agarrado ya a sus pantalones. Con un alarido de dolor, corrió escaleras abajo oyendo cómo la cabeza de Karen se golpeaba contra la pared por cada escalón.
El incendio había abierto la puerta del sótano. La alcanzó en un último esfuerzo y el aire fresco le proporcionó las fuerzas de más que le permitieron alejarse siete u ocho metros de la cabaña. Karen cayó al suelo y, antes de desmayarse, él alcanzó a constatar que sus perneras aún estaban en llamas.
Estaba siendo un fracaso considerable. Lavik podía haber llegado antes que él, aunque no era demasiado plausible, los asesinatos son más fáciles de cometer por la noche y en la oscuridad le resultaría más fácil deshacerse de los policías que le seguían.
Sin embargo, era muy aburrido esperarlo allí. Decidió correr el riesgo de bajarse del coche, no había pasado ningún vehículo después de los locos de la moto. Hacía un frío de perros, pero no llovía y la escarcha se extendía bajo sus pies. Estiró los brazos por encima de la cabeza.
Un débil resplandor rosa se reflejaba en las nubes bajas, más o menos a la altura de dónde pensaba que estaba Sandefjord. Se giró hacia Larvik y vio lo mismo. Sobre Ula, en cambio, la luz era más naranja y bastante más intensa. Además tuvo la sensación de ver humo. Miró con detenimiento en dirección a la casa. ¡Estaba ardiendo!
Mierda, Lavik tenía que haber llegado antes que él, ¿o tal vez no hubiera ido en el Volvo? Probablemente había usado otro coche, para engañar a la Policía. Intentó recordar las marcas que habían pasado por el camino. Un par de Opel y un Renault. O tal vez hubiera sido un Peugeot. Daba igual. El incendio no podía ser casual. Vaya manera de quitarle la vida a alguien. Debía de haberse vuelto loco.
Era probable que fuera ya demasiado tarde. Le iba a resultar muy difícil pillar a Lavik. El incendio era ya tan visible que alguien, necesariamente, tendría que verlo y avisar a los bomberos. Al cabo de pocos minutos, el lugar estaría lleno de coches rojos y de bomberos.
Pero no se pudo contener. Se volvió a meter en el coche, metió la marcha y condujo despacio hacia la enorme hoguera.
—La ambulancia es lo más importante. Lo más importante.
Hanne le devolvió el teléfono móvil a Strup, que se levantó y se lo metió en el bolsillo.
—La que peor está es Karen Borg —constató el abogado—. Aunque la quemadura de tu fiscal adjunto tampoco tiene muy buena pinta. Y a ninguno de los dos les puede haber sentado muy bien tragar tanto humo.
Entre los dos habían conseguido trasladar los dos cuerpos inconscientes hacia el aparcamiento, donde estaba el coche de Karen. Hanne no había vacilado en usar una piedra para romper el cristal del conductor. Dentro del coche había una manta de lana y dos pequeños cojines, y estaba cubierto por una lona sobre la que tendieron a los dos heridos, no sin antes arrancar un trozo grande que llenaron con el agua helada de un riachuelo que pasaba por la parte baja del aparcamiento. Aunque el agua se volvía a salir, ambos creían que debía de tener cierto efecto calmante sobre la pierna destrozada de Håkon. El incendio de la cabaña calentaba hasta el aparcamiento. Hanne ya no tenía frío. Esperaba que los dos heridos tampoco estuvieran mal. La herida sobre el ojo de Karen no parecía peor que la que había tenido ella unas cuantas semanas antes. Era de esperar que eso se correspondiera con la fuerza del golpe. El pulso parecía constante, aunque un poco rápido. De un maletín de primeros auxilios que encontró en el coche, sacó una pomada con la que untó las feas quemaduras antes de cubrirlas con una venda húmeda. Pensó, abatida, que debía de ser como usar un jarabe para la tos contra una tuberculosis, pero aun así lo hizo. Ambos seguían inconscientes, eso no debía de ser buena señal.
Strup y Hanne se quedaron mirando las llamas, que parecían a punto de saciarse. Era un espectáculo fascinante. Toda la planta alta había desaparecido, pero la planta baja era más difícil de digerir, estaba construida principalmente con ladrillo y hormigón, aunque debía de contener bastante madera, pues a pesar de que las llamas no se alzaban ya tanto hacia el cielo, aún seguían bastante ajetreadas. Por fin oyeron en la lejanía las sirenas, desdeñosas, como si los coches rojos quisieran tomarle el pelo a la cabaña moribunda anunciándole su llegada, aunque fuera demasiado tarde.
—Supongo que tuviste que matarlo —dijo Hanne sin mirar al hombre que tenía a su lado.
Él suspiró profundamente y le pegó una patada a la hierba congelada.
—Ya lo viste. Era él o yo. En ese sentido tengo la suerte de tener testigos.
Era verdad, un caso clásico de legítima defensa. Lavik estaba muerto antes de que Hanne llegara hasta él. El disparo lo había alcanzado en medio del pecho, así que debía de haber afectado a algún órgano vital. Curiosamente no había sangrado demasiado. Lo había arrastrado un poco más lejos de la pared de la cabaña, no tenía sentido incinerar al tipo de inmediato.
—¿Qué haces aquí?
—En estos momentos estoy aquí porque me has detenido. No hubiera sido muy cortés largarme en estas circunstancias.
Habían pasado demasiadas cosas aquel día como para que tuviera fuerzas para sonreír. Lo intentó, pero no salió más que un gesto poco bonito en torno a su boca. En vez de seguir preguntando, lo miró con las cejas algo levantar.
—No tengo por qué contar la razón por la que vine —dijo él con calma—. No tengo ninguna objeción contra que me detengas ahora. He matado a un hombre y hay que interrogarme. Contaré todo lo que me ha pasado esta noche, pero nada más. No puedo, y tampoco quiero. Probablemente has estado pensando que yo tenía algo que ver con la organización de la que se ha estado hablando. Tal vez aún lo creas. —La miró para que confirmara o negara su afirmación, pero Wilhelmsen no movió un músculo—. Sólo puedo decirte que te equivocas, pero que he tenido mis sospechas sobre lo que estaba pasando. En tanto que antiguo jefe de Jørgen Lavik y como alguien que siente cierta responsabilidad hacia el gremio de los abogados y…
Se interrumpió, como si de pronto pensara que había dicho demasiado. Un ligero gemido de uno de los heridos a sus espaldas les hizo girarse. Era Håkon, que hacía ademán de levantarse. Hanne se puso de cuclillas junto a su cabeza.
—¿Te duele mucho?
Bastaron un leve movimiento de la cabeza y una mueca. Le acarició con cuidado el pelo, lo tenía chamuscado y olía a quemado. La sirena de la ambulancia se oyó más fuerte y se desvaneció en un aullido ahogado en el momento en que el coche rojo y blanco se detuvo junto a ellos. Detrás venían los dos coches de bomberos, que eran demasiado grandes como para subir hasta arriba.
—Todo va a ir bien —le prometió en el momento en que dos hombres fornidos lo colocaban con cuidado sobre una camilla y lo metían en el coche—. Ahora va a ir todo bien.