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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (40 page)

BOOK: La diosa ciega
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Su mueca probablemente pretendía expresar un amistoso hastío respecto al gremio de los abogados. El propio ministro había trabajado durante dos años en la Policía, antes de que, a velocidad récord, lo nombraran abogado del Estado con sólo veintiocho años. Amablemente, ayudó a Håkon con una de las muletas, que se le había caído al suelo cuando se estrecharon las manos.

—Toda una acción de salvamento, por lo que tengo entendido —dijo cordialmente señalando la pierna—. ¿Qué tal estás?

Håkon le aseguró que se encontraba perfectamente, que sólo tenía algunos dolores, pero que iba bien.

—Tenemos que entrar —dijo el ministro, que los condujo a la habitación contigua.

A diferencia de la otra, aquella estancia no tenía vistas sobre el enorme descampado en obras —por fin, estaban intentando transformar la manzana de Ditten en algo que no fuera sólo un agujero—, sino que daba al helipuerto situado sobre la azotea del ministerio de Industria.

El otro despacho no era más grande que el anterior, simplemente estaba más ordenado. Sobre el suelo se extendían dos magníficas alfombras orientales, una de ellas de más de cuatro metros cuadrados. No podían ser de propiedad pública; tampoco los cuadros que había sobre la pared. Si fueran propiedad del Estado, deberían haber estado expuestos en la Galería Nacional.

El secretario de Estado entró detrás de ellos. Dado que era su despacho, les ofreció sillas y agua mineral. Tenía el doble de edad que su jefe, pero era tan jovial como él. Llevaba un traje hecho a medida que dejaba notar que aquel hombre no había renunciado a las caras costumbres adquiridas durante los más de treinta años en que había ejercido la abogacía. El sueldo de secretario de Estado no debía de ser más que calderilla para él, seguía siendo socio de una firma de abogados de tamaño medio, pero de éxito muy por encima de la media.

La explicación les llevó algo más de media hora. Kaldbakken llevó la voz cantante casi todo el tiempo. Håkon estaba adormilado. Era embarazoso. Agitó la cabeza y pegó un trago de agua mineral para mantenerse despierto.

Las alfombras rojizas, con sus detallados dibujos, eran preciosas. Desde este lado, lo colores eran distintos que vistos desde la puerta; eran más profundos y más cálidos. Las estanterías de la pared sí debían de formar parte del inventario, eran de madera chapada de color oscuro. Estaban repletas de literatura especializada. Håkon tuvo que sonreír al percatarse de que el secretario de Estado tenía debilidad por los libros antiguos de adolescentes. Había alguien más a quien le pasaba lo mismo, según creía recordar; pero las fuertes medicinas que tomaba no le dejaban recordar a quién.

—¿Sand?

Håkon pegó un respingo y se disculpó señalando su pierna, ¿qué le habían preguntado?

—¿Tú también piensas que el caso ya está resuelto? ¿Fue Lavik quién mató a Hans A. Olsen?

Wilhelmsen miró al aire, pero Kaldbakken asintió con decisión y lo miró directamente a los ojos.

—Bueno, en fin, tal vez. Es probable. Kaldbakken piensa que sí. Seguro que tiene razón.

Era la respuesta correcta. Los demás empezaron a recoger sus cosas, llevaban ya más tiempo allí de lo planeado. Håkon se puso en pie como pudo y se acercó a la estantería. Entonces lo recordó.

Se mareó y apoyó demasiado peso sobre una de las muletas, que se deslizó sobre el suelo. El secretario de Estado, que era quien estaba más cerca, acudió corriendo en su ayuda.

—Ten cuidado, ten cuidado, chico —dijo, y le tendió una mano.

Håkon no la cogió, pero se quedó mirando al hombre con cara de espanto el tiempo suficiente como para que Wilhelmsen acudiera corriendo y lo agarrara firmemente por el pecho.

—No pasa nada —murmuró esperando que atribuyeran su tribulación a la caída.

Después de que les dedicaran algunos cumplidos más, fueron libres para marcharse. Kaldbakken iba en su propio coche.

Cuando Hanne y Håkon estuvieron a solas, éste la agarró de la chaqueta.

—Ve a buscar las hojas de los códigos y reúnete conmigo en la biblioteca Deichman tan rápido como puedas.

Acto seguido salió disparado a toda velocidad.

—Te puedo llevar en coche —le gritó ella, pero dio la impresión de que no la había oído. Había recorrido ya casi la mitad del camino.

Estaba muy desgastado, pero la imagen de la portada aún se veía con claridad. Un joven y atractivo piloto europeo yacía desamparado en el suelo, con su traje azul de piloto y un casco de cuero de los antiguos, mientras que un grupo de africanos salvajes y con cara de pocos amigos se precipitaba sobre él. El libro se titulaba Biggles sobre las alas. Se lo tendió a la subinspectora que tenía la respiración entrecortada; lo entendió de inmediato.

—Las alas —dijo en voz baja—. El título de la página de códigos que encontramos en la película porno de Hansa Olsen. —Se inclinó sobre el hombro de Håkon, que tenía ante sí, sobre la mesa, el resto de la serie sobre el heroico piloto británico. Hanne cogió Biggles en África y Biggles en Borneo—. África y Borneo. Los documentos salvavidas de Jacob Frøstrup. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Por qué ahora?

—Gracias, destino, por todo nuestro mortal trabajo rutinario. En las largas listas sobre todo lo que había en el despacho de Lavik, me fijé en que la serie de Biggles se encontraba entre sus libros de la oficina. Me hizo reír un poco, yo devoré estos libros de adolescente. Si hubieran especificado cada uno de los títulos, puede que se me hubiera ocurrido en ese mismo momento, pero no ponía más que: «La serie sobre Biggles». —Acarició el lomo azul claro y fruncido del libro, la pierna había dejado de dolerle y Karen no era más que un débil murmullo lejano; había sido él quien había encontrado el código, llevaba dos meses y medio corriendo detrás de Wilhelmsen, pero ahora había llegado su hora—. El secretario de Estado tenía los mismos libros. La serie completa.

Lo que en esos momentos se encontraba ante ellos en forma de deshilachados libros para adolescentes constituía una verdadera bomba. Aquellos libros que, por la razón que fuera, también se encontraban en el despacho del secretario de Estado. Al igual que en el despacho de un abogado cutre que estaba muerto. No podía ser una casualidad.

Cuarenta minutos más tarde habían descifrado el código. Tres páginas incomprensibles rellenas de líneas de números se habían transformado en tres mensajes de siete líneas. Con ello quedaba casi todo confirmado, lo que habían creído desde el principio. Se trataba de grandes cantidades. Tres entregas de cien gramos cada una. Heroína, como habían supuesto. Las letras apresuradas y torcidas, tanto Hanne como Håkon eran zurdos, decían dónde había que recoger el material y dónde debía ser entregado. Constaba el precio, la cantidad y la calidad. Cada mensaje acababa especificando los honorarios del correo.

Pero no salía ni un puto nombre ni una maldita dirección. Los lugares se indicaban con precisión, pero en código. Los tres lugares de recogida estaban indicados como «B-c», «A-r» y «S-x» respectivamente. Los lugares de destino eran «FM», «LS» y «FT». La Policía no podía entenderlo, aunque era obvio que los destinatarios de los mensajes sí.

Estaban solos en la enorme habitación. Los libros se elevaban en silencio y ausentes por las cuatro paredes, amortiguando la acústica e impidiendo cualquier intento de montar jaleo en el respetable edificio. Ni siquiera una clase de alumnos de primaria conseguía perturbar la sabia paz que impregnaba las paredes.

Hanne se dio una palmada en la frente, en un exagerado gesto de reconocimiento de su propia estupidez, y después golpeó el tablero de la mesa para destacar lo que iba a decir:

—El secretario de Estado estuvo en la comisaría el día en que me atacaron. ¿No lo recuerdas? ¡El ministro de Justicia iba a hacer una visita a las dependencias y a hablar sobre la violencia injustificada! ¡El secretario de Estado iba con él! Recuerdo haberlos oído en el patio trasero.

—Pero ¿cómo puede haber esquivado a todo su séquito? Los perseguían un montón de periodistas.

—La llave del servicio. Puede que le dejaran un manojo de llaves para ir al servicio, o que se hiciera con ellas de otro modo. Qué sé yo. Pero estaba allí, y no es por casualidad. No puede serlo.

Plegaron los códigos descifrados, devolvieron los libros de Biggles a la señora detrás del enorme mostrador y salieron a las escaleras. Håkon se afanaba con una dosis de rapé, ya empezaba a coger la técnica y le bastaba con un par de apretones con la lengua.

—Pero no podemos detener a un tipo por tener unos libros en una estantería.

Se miraron y rompieron a reír. La risa sonó ensordecedora e irrespetuosa entre las severas columnas, que parecieron pegarse aún más contra la pared por puro rechazo de semejante estruendo. La respiración de los dos compañeros dibujaba nubecitas de niebla en el aire helado.

—Es increíble. Sabemos que hay un tercer hombre. Sabemos quién es. Supone un escándalo sin igual. Y resulta que no podemos hacer nada. Nada en absoluto, joder.

No era como para reírse, pero, de todos modos, siguieron riéndose hasta llegar al coche, que Hanne, con gran arrogancia, había aparcado sobre la acera. La placa policial estaba sobre el salpicadero y tornaba legal haber dejado en aquel lugar el coche.

—En todo caso teníamos razón, Håkon —dijo ella—. Da bastante gusto saberlo. Hay un tercer hombre, como decíamos nosotros.

Volvió a reírse. Esta vez con más desánimo.

El piso seguía como antes. Le resultaba ajeno en toda su familiaridad. Debía de ser él quién había cambiado. Después de tres horas de limpieza a fondo, que finalizaron con una ronda con la aspiradora en la moqueta del salón, recuperó el aliento y la paz. A la pierna no le venía bien tanta actividad, pero al coco sí.

Tal vez fuera un error no decirle nada a los demás, pero Hanne Wilhelmsen había vuelto a hacerse con el control. Tenían en su poder información que podía tumbar a un Gobierno, o que tal vez acabara como un malogrado cohete chino. En ambos casos se montaría un jaleo de la hostia. Nadie podría reprocharles que esperaran un poco, que se tomaran su tiempo. No era probable que el secretario de Estado desapareciera.

Había marcado tres veces el número de Karen. Todas las veces lo había atendido Nils. Era una idiotez, sabía que aún seguía en el hospital.

Llamaron a la puerta. Miró el reloj. ¿Quién podía venir de visita un martes a las nueve y media de la noche? Por un momento consideró la posibilidad de no abrir. Seguramente sería alguien con una oferta fantástica para recibir el periódico durante un trimestre o alguien que quería salvar su alma inmortal. Por otro lado: podía ser Karen. No podía ser ella, claro, pero quizá, quizá, lo fuera. Cerró los ojos con determinación, rezó para sus adentros y respondió al interfono.

Resultó que era Fredrick Myhreng.

—He traído vino —dijo en tono alegre y, a pesar de que a Håkon no le tentaba en absoluto pasar la velada con el pesado del periodista, apretó el botón y lo dejó pasar.

Un instante después se encontraba ante la puerta, con una pizza tibia de Peppe's en una mano y una botella de un vino blanco dulce italiano en la otra.

—¡Vino blanco y pizza! —anunció alegremente el joven; Håkon frunció la nariz—. Me gusta la pizza y me gusta el vino blanco. ¿Por qué no tomarlos juntos? Riquísimo. Saca unas copas y un sacacorchos. Yo he traído servilletas.

Le tentaba mucho más una cerveza; tenía dos botellas de medio litro en la nevera. Fredrick se decantó por el vino dulce y se lo bebió como si fuera zumo.

Pasó un buen rato antes de que Håkon entendiera qué era lo que quería el hombre. Al final empezó a hablarle de cosas que no implicaban sólo presumir de sí mismo.

—Oye, Sand —dijo secándose la boca con una servilleta roja—, si alguien hiciera algo que no está del todo bien, no algo ilegal ni nada, pero sí un poco prohibido, y con ello descubriera algo mucho peor, algo que hubiera hecho otra persona… O si, por ejemplo, encontrara algo que le podía servir, por ejemplo, a la Policía, por ejemplo, en un caso que fuera mucho peor que lo que hubiera hecho el tipo, ¿qué haríais vosotros? ¿Haríais la vista gorda con lo que hubiera hecho? ¿Con eso que estaba un poco mal, pero no tan mal como lo que había hecho el otro y que tal vez pudiera resolver el caso?

El silencio fue tan absoluto que Håkon pudo oír el débil zumbido de las velas. Con una mano agarró la caja de cartón, en la que ya no quedaban más que un par de champiñones, la quitó de la mesa y se inclinó sobre ella.

—¿Qué es lo que has hecho, Fredrick? ¿Y qué coño has averiguado?

El periodista bajó la mirada, cohibido, y Håkon estampó la mano contra la mesa.

—¡Fredrick! ¿Qué es lo que tienes?

El periodista capitalino se había esfumado y no quedaba más que un chiquillo compungido que tenía que admitir su pecado ante un furioso superior. Azorado, se metió la mano en el bolsillo y sacó una llavecita relumbrante.

—Esta llave era de Jørgen Lavik —dijo débilmente—. Estaba pegada a la parte baja de su caja fuerte. O en un armario archivero, no recuerdo bien.

—No recuerdas bien. —El fiscal tenía las fosas nasales blancas de furia—. No recuerdas bien. Has sustraído una prueba importante que pertenece a uno de los sospechosos en un caso penal grave y no recuerdas bien dónde la encontraste. Está bien. —La mancha blanca se había extendido en un círculo en torno a la nariz y su cara parecía una bandera japonesa invertida—. ¿Podría preguntarte cuándo «encontraste» la llave?

—Hace algún tiempo —respondió el joven esquivamente—. Por cierto, ésta no es la original. Es una copia. Saqué un molde de la llave y la volví a dejar en su sitio.

El fiscal adjunto de la Policía respiraba por la nariz, como un toro excitado.

—Volveré sobre esto, Fredrick. Créeme. Volveré sobre esto. Ahora puedes coger tu botella y largarte de aquí.

Con un movimiento agresivo introdujo el corcho en la botella medio vacía. Al periodista del Dagbladet no le quedó más remedio que salir a la desagradable y fría noche prenavideña. Al llegar a la puerta colocó el pie en el marco para impedir que se interrumpiera todo contacto.

—Pero, oye, Sand —probó a decir—: algo recibiré yo a cambio de esto, ¿no? ¿La historia va a ser mía?

No obtuvo más respuesta que un dedo del pie muy dolorido.

Jueves, 10 de diciembre

Al cabo de menos de dos días de trabajo habían reducido las posibilidades a un número muy pequeño de lugares. En concreto a dos. Uno de ellos era un gimnasio del centro, muy respetable y serio; el otro era un estudio menos respetable, más caro, situado en la loma de Saint Hans. Ambos lugares eran aptos para realizar actividades físicas, pero mientras uno de ellos era legal, el otro ejercía sus actividades con mujeres importadas especialmente desde Tailandia. Les había costado encontrar al fabricante de la llave, pero una vez que la Policía encontró la empresa correcta, les llevó pocas horas averiguar a qué tipo de armarios correspondía. Teniendo en cuenta el destruido renombre de Lavik, todos estaban convencidos de que se trataba del burdel de la calle Ullevål, pero se equivocaban. Lavik había levantado pesas dos veces por semana, cosa que en realidad ya sabían, y que recordaron cuando revisaron los documentos.

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