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Authors: Miguel Delibes

Los santos inocentes (8 page)

BOOK: Los santos inocentes
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venga a ver la milana, señorita,

y la señorita Miriam, arrastrada por la fuerza hercúlea del hombre, le seguía trastabillando, y dobló un momento la cabeza para decir,

voy a ver la milana, mamá, no me esperes, subo en seguida,

y el Azarías la condujo bajo el sauce y, una vez allí, se detuvo, sonrió, levantó la cabeza y dijo firme pero dulcemente,

¡quiá!

y, de improviso, ante los ojos atónitos de la señorita Miriam, un pájaro negro y blando se descolgó desde las ramas más altas y se posó suavemente sobre el hombro del Azarias, quien volvió a tomarla de la mano y

atienda,

dijo,

y la condujo junto al poyo de la ventana, tras la maceta, tomó una pella del bote de pienso y se lo ofreció al pájaro y el pájaro engullía las pellas, una tras otra, y nunca parecía saciarse y, en tanto comía, el Azarías ablandaba la voz, le rascaba entre los ojos y repetía,

milana bonita, milana bonita,

y el pájaro,

¡quiá, quiá, quiá!

pedía más y la señorita Miriam, recelosa,

¡qué hambre tiene!

y el Azarías metía una y otra vez los grumos en su garganta y empujaba luego con la yema del dedo y cuando andaba más abstraído con el pájaro se oyó el escalofriante berrido de la Niña Chica, dentro de la casa, y la señorita Miriam impresionada,

y eso, ¿qué es?

pregunto,

y el Azarías, nervioso

la Niña Chica es

y deposiró el bote sobre el poyo y lo volvió a coger y lo volvió a dejar e iba de un lado a otro, desasosegado, la grajilla sobre el hombro, moviendo arriba y abajo las mandíbulas, rezongando,

yo no puedo atender todas las cosas al mismo tiempo,

pero, al cabo de pocos segundos, volvió a sonar el berrido de la Niña Chica y la señorita Míriam, espeluznada,

¿es cierto que es una niña la que hace eso?

y él, Azarias, cada vez más agitado, con la grajeta mirando inquieta alrededor, se volvió hacia ella, la tomó nuevamente de la mano y

venga,

dijo,

y entraron juntos en la casa y la señorita Miriam, avanzaba desconfiada, como sobrecogida por un negro presentimiento, y al descubrir a la niña en la penumbra, con sus piernecitas de alambre y la gran cabeza desplomada sobre el cojín, sintió que se le ablandaban los ojos y se llevó ambas manos a la boca,

¡Dios mio!

exclamó,

y el Azarias la miraba, sonriéndola con sus encías sonrosadas, pero la señorita Miriam no podía apartar los ojos del cajoncito, que parecía que se hubiera convertido en una estatua de sal la señorita Miriam, tan rígida estaba, tan blanca, y espantada,

¡Dios mio!

repitió, moviendo rápidamente la cabeza de un lado a otro como para ahuyentar un mal pensamiento,

pero el Azarías, ya había tomado entre sus brazos a la criatura y, mascullando palabras ininteligibles, se sentó en el taburete, afianzó la cabecita de la niña en su axila y agarrando la grajilla con la mano izquierda y el dedo índice de la Niña Chica con la derecha, lo fue aproximando lentamente al entrecejo del animal, y una vez que le rozó, apartó el dedo de repente, rió, oprimió a la niña contra sí y dijo suavemente, con su voz acentuadamente nasal,

¿no es cierto que es bonita la milana, niña?

Libro quinto
El accidente

Al llegar la pasa de palomas, el señorito Iván se instalaba en el cortijo por dos semanas, para esas fechas, Paco, el Bajo, ya tenía dispuestos los palomos y los arreos y engrasado el balancín, de modo que tan pronto se personaba el señorito, deambulaban en el Land Rover de un sitio a otro, de carril en carril, buscando las querencias de los bandos de acuerdo con la sazón de la bellota, mas a medida que transcurrían los años a Paco, el Bajo, se le iba haciendo más arduo encaramarse a las encinas y el señorito Iván, al verle abrazado torpemente a los troncos, reía,

la edad no perdona, Paco, el culo empieza a pesarte, es ley de vida,

pero Paco, el Bajo, por amor propio, por no dar su brazo a torcer, trepaba al alcornoque o a la encina, ayudandose de una soga, aun a costa de desollarse las manos y amarraba el cimbel en la parte más visible del árbol, a ser posible en la copa, y desde arriba, enfocaba altivamente hacia el señorito Iván los grandes orificios de su nariz, como si mirara con ellos,

todavía sirvo, señorito, ¿no le parece?

voceaba eufórico,

y, a caballo de un camal, bien asentado, tironeaba del cordel amarrado al balancín para que el palomo, al fallarle la sustentación y perder el equilibrio, aletease, mientras el señorito Iván, oculto en el aguardadero, escudriñaba atentamente el cielo, los desplazamientos de los bandos y le advertía,

dos docenas de zuritas, templa, Paco,

o bien

una junta de torcaces, ponte quieto, Paco,

o bien,

las bravías andan en danza, ojo, Paco,

y Paco, el Bajo, pues a templar, o a parar, o a poner el ojo en las bravías, pero el señorito Iván rara vez quedaba conforme,

más suave, maricón, ¿no ves que con esos respingos espantas el campo?

y Paco, el Bajo, pues más suave, con más tiento, hasta que, de pronto, media docena de palomas se desgajaban del bando y el señorito Iván aprestaba la escopeta y dulcificaba la voz,

ojo, ya doblan,

y, en tales casos, los tironcitos de Paco, el Bajo, se hacían cortados y secos, comedidos, con objeto de que el palomo se moviese sin desplegar del todo las alas y, conforme se aproximaban planeando los pájaros, el señorito Iván se armaba, tomaba los puntos y ¡pim-pam!,

¡dos, la pareja!

exultaba Paco entre el follaje, y el señorito Iván,

calla la boca, tú,

y ¡pim-pam!

¡otras dos!

chillaba Paco en lo alto sin poderse reprimir, y el señorito Iván,

canda el pico, tú

y ¡pim-pam!

¡una se le fue a criar!

lamentaba Paco, y el señorito Iván,

¿no puedes poner quieta la lengua, cacho maricón?

pero, entre pim-pam y pim-pam, a Paco, el Bajo, se le entumían las piernas engarfiadas sobre la rama y al descender del árbol, había de hacerlo a pulso porque muchas veces no sentía los pies y, si los sentía, eran mullidos y cosquilleantes como de gaseosa, absolutamente irresponsables, pero el señorito Iván no reparaba en ello y le apremiaba para buscar una nueva atalaya, pues gustaba de cambiar de cazadero cuatro o cinco veces por día, de forma que, al concluir la jornada, a Paco, el Bajo, le dolían los hombros, y le dolían las manos, y le dolían los muslos y le dolía todo el cuerpo, de las agujetas, a ver, que sentía los miembros como descoyuntados fuera de sitio, mas, a la mañana siguiente, vuelta a empezar, que el señorito Iván era insaciable con el palomo, una cosa mala, que le apetecía este tipo de caza tanto o más que la de perdices en batida, o la de gangas al aguardo, en cl aguazal, o la de pitorras con la Guita y el cascabel, que no se saciaba el hombre y, a la mañana, entre dos luces, ya estaba en danza,

¿estás cansado, Paco?

sonreía maliciosamente y añadía,

la edad no perdona, Paco, quién te lo iba a decir a ti, con lo que tú eras,

y a Paco, el Bajo, le picaba el puntillo y trepaba a los árboles si cabe con mayor presteza que la víspera, aun a riesgo de desnucarse, y amarraba el cimbel en la copa de la encina o el alcornoque, en lo más alto, pero si los bandos se mostraban renuentes o desconfiados, pues abajo, a otra querencia, y de este modo, de árbol en árbol, Paco, el Bajo, iba agotando sus energías, pero ante el señorito Iván, que comenzaba a recelar de él, había que fingir entereza y trepaba de nuevo con prontitud y cuando ya estaba casi arriba, el señorito Iván,

ahí no, Paco, coño, esa encina es muy chica, ¿es que no lo ves?, busca la atalaya como siempre has hecho, no me seas holgazán,

y Paco, el Bajo, descendía, buscaba la atalaya y otra vez arriba, hasta la copa, el cimbel en la mano, pero una mañana,

ahora sí que la jodimos, señorito Iván, olvidé los capirotes en casa,

y el señorito Iván, que andaba ese día engolosinado, que el cielo negreaba de palomas sobre el encinar de las Planas, dijo imperiosamente,

pues ciega al palomo y no perdamos más tiempo,

y Paco, el Bajo,

¿le ciego, señorito Iván, o le armo un capirote con el pañuelo?

y señorito Iván,

¿no me oíste?

y Paco, el Bajo, sin hacerse de rogar, se afianzó en la rama, abrió la navaja y en un dos por tres vació los ojos del cimbel y el pájaro, repentinamente ciego, hacía unos movimienros torpes y atolondrados, pero eficaces, pues doblaban más pájaros que de costumbre y el señorito Iván no se paraba en barras,

Paco, has de cegar a todos los palomos, ¿oyes? con los dichosos capirotes entra la luz y los animales no cumplen,

y así un día y otro hasta que una tarde, al cabo de semana y media de salir al campo, según descendía Paco, el Bajo, de una gigantesca encina, le falló la pierna dormida y cayó, despatarrado, como un fardo, dos metros delante del señorito Iván, y el señorito Iván, alarmado, pegó un respingo,

¡serás maricón, a poco me aplastas!

pero Paco, se retorcía en el suelo, y el señorito Iván se aproximó a él y le sujetó la cabeza,

¿te lastimaste, Paco?

pero Paco, el Bajo, ni podía responder, que el golpe en el pecho le dejó como sin resuello y, tan sólo, se señalaba la pierna derecha con insistencia,

¡Ah, bueno, si no es más que eso...!,

decía el señorito Iván,

y trataba de ayudar a Paco, el Bajo, a ponerse de pie, pero Paco, el Bajo, cuando, al fin pudo articular palabra, dijo, recostado en el tronco de la encina,

la pierna esta no me tiene, señorito Iván está como tonta,

y el señorito Iván,

¿que no te tiene? ¡anda!, no me seas aprensivo, Paco, si la dejas enfriar va a ser peor,

mas Paco, el Bajo, intentó dar un paso y cayó,

no puedo, señorito, está mancada, yo mismo sentí cómo tronzaba el hueso,

y el señorito Iván,

también es mariconada, coño y ¿quién va a amarrarme el cimbel ahora con la junta de torcaces que hay en las Planas?

y Paco, el Bajo, desde el suelo, sintiéndose íntimamente culpable, sugirió para aplacarle,

tal vez el Quirce, mi muchacho, él es habilidoso, señorito Iván, un poco morugo pero puede servirle,

y fruncía la cara porque le dolía la pierna y el señorito Iván dio unos pasos con la cabeza gacha, dubitativo pero finalmente, se arrimó al bocacerral, hizo bocina con las manos y voceó hacia el cortijo, una, dos, tres veces, cada vez más recio, más impaciente, más repudrido, y, como no acudiera nadie a las voces, se le soltó la lengua y se puso a jurar y al cabo, se volvió a Paco, el Bajo,

¿seguro que no te puedes valer, Paco?

y Paco, el Bajo, recostado en el tronco de la encina,

mal lo veo, señorito Iván,

y, de repente, asomó el muchacho mayor de Facundo por el portón de la corralada y el señorito Iván sacó del bolsillo un pañuelo blanco y lo agitó repetidamente y el muchacho de Facundo respondió moviendo los brazos como aspas y al cabo de un cuarto de hora, ya estaba jadeando junto a ellos, que cuando el señorito Iván llamaba, había que apresurarse, ya se sabía, sobre todo si andaba con la escopeta, y el señorito Iván le puso las manos en los hombros y se los oprimió para que advirtiese la importancia de su misión y le dijo,

que suban dos, ¿oyes?, los que sean, para ayudar a Paco que se ha lastimado, y el Quirce para acompañarme a mí ¿has entendido?

y según hablaba, el muchacho, de ojos vivaces y tez renegrida, asentía y el señorito Iván indicó con la barbilla para Paco, el Bajo, y dijo a modo de aclaración,

el maricón de él se ha dado una costalada, ya ves qué oportuno,

y, al rato, vinieron dos del cortijo y se llevaron a Paco tendido en unas angarillas y el señorito Iván se internó en el encinar con el Quirce, tratando de conectar con él, mas el Quirce, chitón, sí, no, puede, a lo mejor, hosco, reconcentrado, hermético, que más parecía mudo pero, a cambio, el jodido se daba maña con el cimbel, que era un virtuoso, menuda, que bastaba decirle, recio, suave, templa, seco, para que acatara rigurosamente la orden, y sus movimientos eran tan precisos, que las torcaces doblaban sin desconfianza sobre el reclamo y el señorito Iván, ¡pim-pam!, ¡pimpam!, traqueaba sin pausa, que no daba abasto, pero erraba una y otra vez y, a cada yerro, echaba sapos y culebras por la boca, pero lo más enojoso era que, en justicia, no podía desplazar las culpas sobre otro y, al margen de esto, le mortificaba que el Quirce fuese testigo de sus yerros y le decía,

el percance de tu padre me ha puesto temblón, muchacho, en la vida erré tantos palomos como hoy

y el Quirce, camuflado entre las hojas, respondía indiferente, puede,

y el señorito Iván se descomponía,

no es que pueda o deje de poder, coño, es una verdad como un templo, lo que te estoy diciendo va a misa,

y ¡pim-pam! ¡pim-pam! ¡pim-pam!,

¡otro maricón a criar!

vociferaba el señorito Iván, y el Quirce, arriba, en silencio, quieto parado, como si no fuera con él y, tan pronto regresaron al cortijo, el señorito Iván pasó por casa de Paco,

¿cómo vamos, Paco? ¿cómo te encuentras?

y Paco, el Bajo,

tirando, señorito Iván,

tenía la pierna extendida sobre un taburete y el tobillo grueso, hinchado, como un neumático,

es una mancadura mala, ¿no le sintió chascar al hueso?

pero el señorito Iván iba a lo suyo,

en la vida erré más palomos que esta mañana, Paco, ¡qué cosas!, parecía un principiante, ¿qué habrá pensado tu muchacho?

y Paco, el Bajo,

a ver, los nervios, natural

y el señorito Iván,

natural, natural, no busques excusas, ¿de veras te parece natural, Paco, con las horas de vuelo que yo tengo, errar una zurita atravesada, de aquí al geranio? ¿eh? habla, Paco, ¿es que me has visto errar alguna vez un palomo atravesado de aquí al geranio?, y el Quirce tras él, ausente, aburrido, el ramo de palomos en una mano y la escopeta enfundada en la otra, taciturno, silencioso, y, en éstas, apareció en la puerta de la casa, bajo el emparrado, el Azarias, descalzo, los pies mugrientos, el pantalón en las corvas, sonriendo con las encías, rutando como un cachorro, y Paco, levemente azorado, le señaló con un dedo formulariamente,

aquí, mi cuñado,

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