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Authors: Miguel Delibes

Los santos inocentes (7 page)

BOOK: Los santos inocentes
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por aquí se arrancó,

y, seguía el rastro durante varios metros y, al cabo, se incorporaba,

esta dirección llevaba, luego estará en aquel chaparro y, si no, amonada en el mato, orilla del alcornoque, no puede haber ido más lejos,

y allá se iba el grupo tras Paco y, si el pájaro no andaba en el chaparro, amonado estaba en el mato, orilla del alcornoque, no fallaba, y el Subsecretario, o el Embajador o el Ministro, el que fuera, decía asombrado,

y ¿por qué regla de tres no podía estar en otro sitio, Paco, me lo quieres explicar?

y Paco, el Bajo, los consideraba unos segundos con arrogancia y, finalmente, decía con mal reprimido desprecio,

el pájaro perdiz no abandona el surco cuando apeona a ocultarse,

y ellos, se miraban entre si y asentían y el señorito Iván, los pulgares en los sobacos de su chaleco-canana, sonreía abiertamente,

¿eh qué os decía yo?

muy orondo, lo mismo que cuando mostraba la repetidora americana o la Cuita, la cachorra grifona, y, de vuelta a los puestos, de nuevo a solas con Paco, comentaba,

¿te fijas? el maricón del francés no distingue un arrendajo de una perdiz,

o bien,

el maricón del Embajador no corre la mano izquierda ¿te das cuenta?, grave defecto para un diplomático,

porque, fatalmente, para el señorito Iván, todo el que agarraba una escopeta era un maricón, que la palabra esa no se le caía de los labios, qué manía, y, en ocasiones, en el ardor de la batida, cuando las voces de los ojeadores se confundían en la distancia y los cornetines rumbaban en los extremos, entrizando a los pájaros, y las perdices se arrancaban desorientadas brrrr, brrrr, brrrr, por todas partes, y la barra entraba velozmente a la línea de escopetas, y el señorito Iván derribaba dos juntas aquí y otras dos allá, bien de doblete, bien de carambola, y sonaban disparos a izquierda y derecha, que era la guerra, y Paco, el Bajo, iba contando para sus adentros, treinta y dos, treinta y cuatro, treinta y cinco y trocando la escopeta vacía por otra gemela cargada, hasta cinco, que los caños se ponían al rojo, y anotando en la cabeza el lugar donde cada pieza caía, bueno, en esos casos, Paco, el Bajo, se ponía caliente como un perdiguero, que no podía aquietarse, que era superior a sus fuerzas, se asomaba acuclillado al borde de la pantalla y decía, mascando las palabras para no espantar el campo,

¡suélteme, señorito, suélteme!

y el señorito Iván, secamente,

¡para quieto, Paco!

y él, Paco, el Bajo,

¡suélteme, por su madre se lo pido, señorito!

cada vez más excitado, y el señorito Iván, sin cesar de disparar,

mira, Paco, no me hagas agarrar un cabreo, aguarda a que termine la batida,

mas a Paco, el Bajo, el ver desplomarse las perdices muertas ante sus chatas narices, le descomponía,

¡suélteme, señorito, por Dios bendito se lo pido!

hasta que el señorito Iván se irritaba, le propinaba un puntapié en el trasero y le decía,

si sales del puesto antes de tiempo, te pego un tiro, Paco, tú ya te sabes cómo las gasto,

pero era el suyo un encono pasajero, puramente artificial, porque cuando, minutos después, Paco, el Bajo, empezaba a acarrearle el botín y se presentaba con sesenta y cuatro de los sesenta y cinco pájaros abatidos y le decía nerviosamente,

el pájaro perdiz que falta, señorito Iván, el que bajó usted orilla de la retama, me lo ha afanado el Facundo, dice que es de su señorito,

la furia del señorito Iván se desplazaba a Facundo,

¡Facundo!

voceaba con voz tonante,

y acudía Facundo,

¡eh, tu, listo, tengamos la fiesta en paz!, el pájaro perdiz ese de la retama es mío y muy mío, de modo que venga,

extendía la mano abierta, pero el Facundo se encogía de hombros y ponía los ojos planos, inexpresivos,

otro bajó mi señorito orilla de la retama, eso no es ley,

mas el señorito Iván alargaba aún más la mano y empezaba a notar el prurito en las yemas de los dedos,

mira, no me calientes la sangre, Facundo, no me calientes la sangre, ya sabes que no hay cosa que más me joda que que me birlen los pájaros que yo mato, así que venga esa perdiz,

y, llegados a este extremo, Facundo le entregaba la perdiz, sin rechistar, la historia de siempre, que René, el francés, que era un asiduo de las batidas hasta que pasó lo que pasó, se hacia de cruces la primera vez,

¿cómo ser posible matar sesenta y cinco perdices Iván y coger sesenta y cinco perdices Paco?, mí no comprender,

repetía,

y Paco, el Bajo, complacido, se sonreía a lo zorro y se señalaba la cabeza,

las apunto aquí,

decía,

y el francés abría desmesuradamente los ojos,

¡ah, ah, las apunta en la teta!

exclamaba,

y Paco, el Bajo, de nuevo en el puesto, junto al señorito Iván,

la teta dijo, señorito Iván, se lo juro por mis muertos, digo yo que será cosa del habla de su país,

y el señorito Iván,

mira, por una vez has acertado,

y a partir de aquel día, entre bromas y veras, el señorito Iván y sus invitados cada vez que se reunían sin señoras delante tal cual en los sorteos de los puestos o en el taco, a la solana, a mediodía, decían teta por cabeza,

este cartucho es muy fuerte, me ha levantado dolor de teta,

o bien,

el Subse es muy testarudo, si se le mete una cosa en la teta no hay quien se la saque,

e, invariablemente, así lo dijeran ochenta veces, todos a reír, pero a reír fuerte, a carcajada limpia, que se ponían enfermos de la risa que les daba, y así hasta que reanudaban la cacería,y, al concluir el quinto ojeo, ya entre dos luces, el señorito Iván metía dos dedos en el bolsillo alto del chaleco-canana y le entregaba ostentosamente a Paco un billete de veinte duros,

toma, Paco, y que no sirva para vicios, que me estás saliendo muy gastoso tú, y la vida anda muy achuchada

y Paco, el Bajo, agarraba furtivamente el billete y al bolsillo,

pues, por muchas veces, señorito Iván,

y, a la mañana siguiente, la Régula, marchaba con Rogelio, en el remolque a Cordovilla, donde el Hachemita, a mercarse un percal o unas rastrojeras para los muchachos, que nunca faltaba en casa una necesidad, y así siempre, cada vez que había batida o palomazo, y todo iba bien hasta que la última vez que asistió el francés, se armó una trifulca en la Casa Grande, durante el almuerzo, al decir de la Nieves, por el aquel de la cultura, que el señorito René dijo que en Centroeuropa era otro nivel, una inconveniencia, a ver, que el señorito Iván,

eso te piensas tú, René, pero aquí ya no hay analfabetos, que tú te crees que estamos en el año treinta y seis,

y de unas cosas pasaron a otras y empezaron a vocearse el uno al otro, hasta que perdieron los modales y se faltaron al respeto y como último recurso, el señorito Iván, muy soliviantado, ordenó llamar a Paco, el Bajo, a la Régula y al Ceferino y,

es bobería discutir, René, vas a verlo con tus propios ojos,

voceaba,

y al personarse Paco con los demás, el señorito Iván adoptó el tono didáctico del señorito Lucas para decirle al francés,

mira, René, a decir verdad, esta gente era analfabeta en tiempos, pero ahora vas a ver, tú, Paco, agarra el bolígrafo y escribe tu nombre, haz el favor, pero bien escrito, esmérate,

se abría en sus labios una sonrisa tirante,

que nada menos está en juego la dignidad nacional,

y toda la mesa pendiente de Paco, el hombre, y don Pedro el Périto, se mordisqueó la mejilla y colocó su mano sobre el antebrazo de René,

lo creas o no, René, desde hace años en este país se está haciendo todo lo humanamente posible para redimir a esta gente,

y el señorito Iván,

¡chist!, no le distraigáis ahora

y Paco, el Bajo, coaccionado por el silencio expectante, trazó un garabato en el reverso de la factura amarilla que el señorito Iván le tendía sobre el mantel, comprometiendo sus cinco sentidos, ahuecando las aletillas de su chata nariz, una firma tembloteante e ilegible y, cuando concluyó, se enderezó y devolvió el bolígrafo al señorito Iván y el señorito Iván se lo entregó al Ceferino y

ahora tú, Ceferino,

ordenó,

y fue el Ceferino, muy azorado, se reclinó sobre los manteles y estampó su firma y por último, el señorito Iván se dirigió a la Régula,

ahora te toca a ti, Régula,

y volviéndose al francés,

aquí no hacernos distingos, René, aquí no hay discriminación entre varones y hembras como podrás comprobar,

y la Régula, con pulso indeciso, porque el bolígrafo le resbalaba en el pulgar achatado, plano, sin huellas dactilares, dibujó penosamente su nombre, pero el señorito Iván, que estaba hablando con el francés, no reparó en las dificultades de la Régula y así que ésta terminó, le cogió la mano derecha y la agitó reiteradamente como una bandera,

esto,

dijo,

para que lo cuentes en Paris, René, que los franceses os gastáis muy mal yogur al juzgarnos, que esta mujer, por si lo quieres saber, hasta hace cuatro días firmaba con el pulgar, ¡mira!

y, al decir esto, separó el dedo deforme de la Régula, chato como una espátula, y la Régula, la mujer, confundida, se sofocó toda como si el señorito Iván la mostrase en cueros encima de la mesa, pero René, no atendía a las palabras del señorito Iván sino que miraba perplejo el dedo aplanado de la Régula, y el señorito Iván, al advertir su asombro, aclaró,

ah, bien!, ésta es otra historia, los pulgares de las empleiteras son así, René, gajes del oficio, los dedos se deforman de trenzar esparto, ¿comprendes?, es inevitable,

y sonreía y carraspeaba y para acabar con la tensa situación, se encaró con los tres y les dijo

hala, podéis largaros, lo hicisteis bien,

y, conforme desfilaban hacia la puerta, la Régula rezongaba desconcertada,

ae, también el señorito Iván se tiene cada cacho cosa,

y, en la mesa, todos a reír indulgentemente, paternalmente, menos René, a quien se le había aborrascado la mirada y no dijo esta boca es mía, un silencio mineral, hostil, pero, en verdad, hechos de esta naturaleza eran raros en cortijo pues, de ordinario, la vida discurría plácidamente, con la única novedad de las visitas periódicas de la Señora que obligaban a la Régula a estar ojo avizor para que el coche no aguardase, que si le hacia aguardar unos minutos, ya estaba el Maxi refunfuñando,

¿dónde coños te metes?, llevamos media hora de plantón,

de malos modos, así que ella, aunque la sorprendieran cambiando las bragas a la Niña Chica, acudía presurosa a la llamada del claxon, a descorrer el cerrojo del portón, sin lavarse las manos siquiera y, en esos casos, la Señora Marquesa, tan pronto descendía del coche, fruncía la nariz, que era casi tan sensible de olfato como Paco, el Bajo, y decía,

esos aseladeros, Régula, pon cuidado, es muy desagradable este olor,

o algo por el estilo, pero de buenas maneras, sin faltar, y ella la Régula, avergonzada, escondía las manos bajo el mandil y,

sí, Señora, a mandar, para eso estamos,

y la Señora recorría lentamente el pequeño jardín, los rincones de la corralada con mirada inquisitiva y, al terminar, subía a la Casa Grande, e iba llamando a todos a la Sala del Espejo, uno por uno, empezando por don Pedro, el Périto, y terminando por Ceferino, el Porquero, todos, y a cada cual le preguntaba por su quehacer y por la familia y por sus problemas y, al despedirse les sonreía con una sonrisa amarilla, distante, y les entregaba en mano una reluciente moneda de diez duros,

toma, para que celébréis en casa mi visita,

menos a don Pedro, el Périto, naturalmente, que don Pedro, el Périto, era como de la familia, y ellos salían más contentos que unas pascuas

la Señora es buena para los pobres,

decían contemplando la moneda en la palma de la mano,

y, al atardecer, juntaban los aladinos en la corralada y asaban un cabrito y lo regaban con vino y en seguida cundía la excitación, y el entusiasmo y que

¡viva la Señora Marquesa! y ¡que viva por muchos años!

y, como es de rigor, todos terminaban un poco templados, pero contentos y la Señora, desde la ventana iluminada de sus habitaciones, a contraluz, levantaba los dos brazos, les daba las buenas noches y a dormir, y esto era así desde siempre, pero, en su última visita, la Señora, al apearse del automóvil acompañada por la señorita Miriam, se topó con el Azarías junto a la fuente y frunció el entrecejo y echó la cabeza hacia atrás,

a ti no te conozco, ¿de quién eres tú?,

preguntó,

y la Régula, que andaba al quite,

mi hermano es, Señora,

acobardada, a ver,

y la Señora,

¿de dónde lo sacaste? está descalzo,

y la Régula,

andaba en la Jara, ya ve sesenta y un años y le han despedido,

y la Señora,

edad ya tiene para dejar de trabajar, ¿no estaría mejor recogido en un Centro Benéfico?

y la Régula humilló la cabeza pero dijo con resolución,

ae, mientras yo viva, un hijo de mi madre no morirá en un asilo,

y, en éstas, terció la señorita Miriam,

después de todo, mamá, ¿qué mal hace aquí? en el cortijo hay sitio para todos,

y el Azarías, el remendado pantalón por las corvas, se observó atentamente las uñas de su mano derecha, sonrió a la señorita Miriam y a la nada, y masticó por dos veces con las encías antes de hablar y,

le abono los geranios todas las mañanas,

dijo brumosamente, justificándose,

y la Señora,

eso está bien,

y el Azarías que, paso a paso, se iba creciendo,

y de anochecida salgo a la sierra a correr el cárabo para que no se meta en el Cortijo,

y la Señora plegó la frente, alta y despejada, en un supremo esfuerzo de concentracion, y se inclinó hacia la Régula,

¿correr el cárabo? ¿puedes decirme de qué está hablando tu hermano?

y la Régula, encogida,

ae, sus cosas, el Azarías no es malo, Señora, sólo una miaja inocente,

pero el Azarías proseguía,

y ahora ando criando una milana,

sonrió, babeante,

y la señorita Miriam, de nuevo,

yo creo que hace bastantes cosas, mamá, ¿no te parece?

y la Señora no le quitaba los ojos de encima, mas el Azarías, súbitamente, en un impulso amistoso, tomó a la señorita Miriam de la mano, mostró las encías en un gesto de reconocimiento y murmuró,

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