Read Los santos inocentes Online

Authors: Miguel Delibes

Los santos inocentes (5 page)

BOOK: Los santos inocentes
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

y el señorito del Azarías

¡ah, ya!

y movía lentamente la cabeza, afirmando, los ojos cerrados, como pensativo, y al fin, admitió,

pues el Azarías no miente, que es cierto que le despedí, tú me dirás, un tipo que se orina las manos, yo no puedo comerme una pitorra que él haya desplumado, ¿te das cuenta?, ¡con las manos meadas!, eso es una cochinada y dime tú, si no me pela las pitotras ¿qué servicio me hace en el cortijo un carcamal como él que no tiene nada de aquí?,

y se señalaba la frente, se hincaba con fuerza un dedo en la frente, y Paco, el Bajo, los ojos en las puntas de sus botas, continuaba girando la gorra entre las manos, así, sobre la parte, y al fin, juntó valor y

razón, bien mirado, no le falta, señorito, pero hágase cuenta, mi cuñado echó los dientes aquí, que para San Eutiquio sesenta y un años, que se dice pronto, de chiquilín, como quien dice...

pero el señorito agitó una mano y le interrumpió,

todo lo que quieras, tú, menos levantarme la voz, sólo faltaría, que si a tu cuñado le aguanté sesenta y un años lo que merezco es un premio, ¿oyes?, que buenos están los tiempos para acoger de caridad a un anormal que se hace todo por los rincones, y por si fuera poco, se orina las manos antes de pelarme las pitorras, una repugnancia, eso es lo que es,

y Paco, el Bajo, sin dejar de dar vueltas a la gorra, asentía, cada vez más tenuemente,

si me hago cargo, señorito, pero ya ve, allí, en casa, dos piezas, con cuatro muchachos, ni rebullirnos...

y el señorito,

todo lo que quieras, tú, pero lo mío no es un asilo y para situaciones así está la familia, ¿o no?

y Paco, el Bajo

si usted lo dice,

y, paso a paso, reculaba hacia la yegua, pero cuando puso pie en el estribo y montó, al señorito del Azarías se le amontonaron en la boca nuevas razones,

que además de lo que te llevo dicho, tú, el Azarías blasfema y quita los tapones a las ruedas de los coches de mis amigos, date cuenta, así sea el mismísimo ministro, comprenderás que yo no puedo invitar a nadie para que ese anormal...

e iba alzando gradualmente la voz a medida que Paco, el Bajo, se alejaba al trotecillo de la yegua,

...le deje los neumáticos en el suelo... ¡comprenderás...!

pero, bien mirado, el Azarías era un engorro, como otra criatura, a la par que la Niña Chica, ya lo decía la Régula, inocentes, dos inocentes, eso es lo que son, pero siquiera la Charito paraba quieta, que el Azarías ni a sol ni a sombra y, a la noche, ni pegar ojo, con sus paseos y carraspeos, y si se ponía a rutar era lo mismo que un perro, y así hasta la amanecida que asomaba a la corralada, mascando salivilla, el pantalón por las corvas, y los porqueros y los guardas y los gañanes, siempre la misma copla,

Azarías, ¿vas de pesca?

y él sonreía a la nada, según rascaba los aseladeros, y ronroneaba juntando las encías, y, al concluir, tomaba una herrada en cada mano y decía,

me voy por abono para las flores,

y, franqueaba el portón, y se perdía en la loma, entre las jaras y las encinas, buscando a Antonio Abad, el Pastor, que por la hora no podía andar lejos, y, así que se le topaba, se ponía a caminar parsimoniosamente tras el rebaño, agachándose y recogiendo cagarrutas recientes hasta que colmaba las herradas y, una vez llenas, retornaba al cortijo musitando palabras inaudibles, la blanca salivilla empastada en las comisuras y tan pronto entraba en la corralada, ya estaba la Pepa, o el Abundio, o la Remedios, la del Crespo, o quien fuera,

ya vino el Azarías con el abono de los geranios,

y el Azarías, sonreía, e iba bordeando los arriares y los macizos distribuyendo equitativamente los escíbalos entre ellos, y la Pepa, o el Abundio, o la Remedios, o el mismo Crespo,

mete más mierda en el cortijo que la que saca,

y la Régula, en paciente ademán,

ae, no molesta a nadie y por lo menos está entretenido,

pero el Facundo, o la Remedios, o la Pepa, o el mismo Crespo, torcían el gesto,

tú te verás cuando venga la Señora,

pero el Azarias era diligente y aplicado y, mañana tras mañana, volvía de los encinares con dos cubos cargados de cagarrutas, de tal forma que, al cabo de unas semanas, las flores de los arriares emergían de unos cónicos montículos de escíbalos, negros como pequeños volcanes, y la Régula hubo de imponerse,

ae, más abono, no, Azarías, ahora paséame un rato a la Niña Chica,

le dijo, y, a la noche, rogó a Paco, el Bajo, que buscase algún quehacer para el Azarias, pues los jardines tenían abono de más y si se le dejaba inactivo, en seguida le entraba la perezosa y daba en acostarse entre los madroños y nadie podía hacer vida de él, mas, por aquellos días, el Rogelio, el muchacho, ya se manejaba solo, y andaba de aquí para allá con el tractor, un tractor rojo, recién importado, y sabía armarle y desarmarle y cada vez que veía a la Régula preocupada por el Azarías, la decía,

yo me llevo al tío, madre,

porque el Rogelio era efusivo y locuaz, todo lo contrario que el Quirce, cada día más taciturno y zahareño, que la Régula,

¿qué puede ocurrirle al Quirce de un tiempo a esta parte?

se preguntaba, pero el Quirce no daba explicaciones y, cada vez que disponía de dos horas libres, desaparecía del cortijo y regresaba a la noche, un poco embriagado y grave, que nunca sonreía, nunca, salvo cuando su hermano Rogelio encarecía del Azarías,

tío ¿por qué no cuenta usted las mazorcas?

y el Azarias, dócilmente, ganado por la fiebre de ser útil, se arrimaba al enorme montón de panochas, orilla del silo y

una, dos, tres, cuatro, cinco...

contaba pacientemente, y, siempre, al llegar a once, decía, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,

y, entonces, si, entonces el Quirce sonreía, con una sonrisa un poco tirante, un poco forzada, pero para una vez que sonreía, su madre, la Régula, se encampanaba y le regañaba, las piernas abiertas, los brazos en jarras, fustigándole con los ojos,

ae, bonito está eso, reírse de un viejo inocente es ofender a Dios,

y, enojada, se iba en busca de la Niña Chica, la tomaba en sus brazos y se la entregaba al Azarias,

toma, duérmetela, ella es la única que te comprende,

y el Azarías recogía amorosamente a la Niña Chica y, sentado en el poyo de la puerta, la arrullaba y la decía a cada paso, con voz brumosa, ablandada por la falta de dientes,

milana bonita, milana bonita,

hasta que los dos, casi simultáneamente, se quedaban dormidos a la solisombra del emparrado, sonriendo como dos ángeles, pero una mañana, la Régula, según peinaba a la Niña Chica, encontró un piojo entre las púas del peine y se encorajinó y se llegó donde el Azarías,

Azarías, ¿qué tiempo hace que no te lavas?

y el Azarías,

eso los señoritos

y ella, la Régula,

ae, los señoritos, el agua no cuesta dinero, cacho marrano,

y el Azarías, sin decir palabra, mostró sus manos de un lado y de otro, con la mugre acumulada en las arrugas, y, finalmente dijo humildemente, a modo de explicación,

me las orino cada mañana para que no me se agrieten,

y la Régula, fuera de sí,

ae, semejante puerco, ¿no ves que estás criando miseria y se la pegas a la criatura?

pero el Azarias la miraba desconcertado, con sus amarillas pupilas implorantes, la cabeza gacha, gruñendo cadenciosamente, como un cachorro, mascando salivilla con las encías, y su inocencia y sumisión desarmaron a su hermana,

haragán, más que haragán, tendré que ocuparme de ti como si fueras otra criatura,

y, a la tarde siguiente, se encaramó al remolque, junto al Rogelio y se fue a Cordovilla, donde el Hachemita, y compró tres camisetas y, de vuelta a casa, se encaró con el Azarías,

te pones una cada semana, ¿me has entendido?

y el Azarías asentía y hacía muecas, pero transcurrido un mes, la Régula volvió a buscarle, orilla del sauce,

ae, ¿puede saberse dónde pusiste las camisetas que te merqué?, va para cuatro semanas y aún no te lavé ninguna,

y el Azarías humilló los amarillentos ojos sanguinolentos y rutó imperceptiblemente, hasta que su hermana perdió la paciencia y le zamarreó y según le sacudía por las solapas levantadas, descubrió las camisetas, una encima de la otra, sobrepuestas, las tres, y

marrano, más que marrano, que eres aún peor que los guarros, quítare eso, ¿oyes?, quítate eso,

y el Azarias, sumisamente, se sacó la parcheada chaqueta de pana parda y, luego, las camisetas, una tras otra, las tres, y dejó al descubierto un torso hercúleo, arropado por un vello canoso,

y la Régula,

ae, cuando te quites una te pones la otra, la limpia, quita y pon, ésa es toda la ciencia,

y el Rogelio a reír, que se cubría la boca con su mano grande y morena para sofocar la risa y no irritar a su madre y Paco, el Bajo, sentado en el poyo, contemplaba la escena apesadumbrado y, al fin, bajaba la cabeza,

es aún peor que la Niña Chica,

musitaba,

y así fue corriendo el tiempo y, con la llegada de la primavera, el Azarías dio en sufrir alucinaciones, y a toda hora se le representaba su hermano, el Ireneo, de noche en blanco y negro, como enmarcado en un escapulario, y de día, si se tendía entre la torvisca, policromado, grande y todopoderoso, sobre el fondo azul del cielo, como vio un día a Dios-Padre en un grabado y, en esos casos, el Azarías, se levantaba y se iba donde la Régula,

hoy volvió el Ireneo, Régula,

decia,

y ella

ae, otra vez, deja al pobre Ireneo en paz

y el Azarías

en el cielo está

y ella,

a ver ¿qué mal hizo a nadie?

pero las cosas del Azarías en seguida trascendían al cortijo y los porqueros, y los pastores y los gañanes se hacían los encontradizos y le preguntaban,

¿qué fue del Ireneo, Azarías?

y el Azarias alzaba los hombros,

se murió, Franco lo mandó al cielo,

y ellos, como si fuera la primera vez que se lo preguntaban

y ¿cuándo fue eso, Azarías, cuándo fue eso?

y el Azarias movía repetidamente los labios antes de responder,

hace mucho tiempo, cuando los moros,

y ellos se daban de codo y reprimían la risa y reiteraban,

¿y estás seguro de que Franco le mandó al cielo, no le mandaría al infierno?

y el Azarías negaba resueltamente con la cabeza, sonreía, babeaba y señalaba a lo alto, a lo azul,

yo lo veo ahí arriba cada vez que me acuesto entre la torvisca,

aclaraba,

pero lo más grave para Paco, el Bajo, eran los desahogos del Azarías, puesto que a cualquier hora del día o de la noche, su cuñado abandonaba la casa, buscaba un rincón, bien orilla de la tapia, o en los arriates, o en el cenador o junto al sauce, se bajaba los calzones, se acuclillaba y lo hacía, así que Paco, el Bajo, cada mañana, antes del recorrido, salía al patio como un enterrador, la azada al hombro y trataba de borrar sus huellas y luego, volvía a la Régula y se lamentaba,

este hombre debe tener las canillas flojas, de otro modo no se explica,

y cada lunes y cada martes, aparecía en el cortijo un nuevo evacuatorio y Paco, el Bajo, venga, dale, con la azada, a cubrirlo, pero pese a sus esfuerzos, cada vez que salía de casa y ahuecaba los agujeros de la nariz —por donde al decir del señorito Iván, los días que estaba de buen talante, se le veían los sesos— le venía la peste y se desesperaba,

¡huele otra vez, Régula, tu hermano no tiene arreglo!,

y la Régula, desolada,

ae, y ¿qué quieres que yo le haga? no es mala cruz la que nos ha caído encima,

mas, por aquellos días, el Azarías empezó a echar en falta las carreras del cárabo y cada vez que sorprendía a su cuñado quieto, parado, se llegaba a él, zalamero,

arrímame a la sierra a correr el cárabo, Paco,

le decía,

y Paco, el Bajo, mudo, como si no fuese con él,

y el Azarias, arrímame a la sierra a correr el cárabo, Paco,

y Paco, el Bajo, mudo, como si no fuese con él, hasta que una tarde, sin saber cómo ni por qué, le vino la idea, que se abrió paso en su pequeño cerebro como una luz, y entonces, se volvió aquiescente a su cuñado,

y si te arrimo a la sierra a correr el cárabo, ¿lo harás en el monte?,¿no volverás a ensuciarte en la corralada?

y el Azarías,

si tú lo dices,

y, a partir de aquella fécha, Paco, el Bajo, cada anochecida, aupaba al Azarias a la grupa de la yegua y le llevaba con él de descubierta y, ya noche cerrada, se apeaban en la falda de la sierra, y, mientras Paco, el Bajo, se acomodaba en el canchal, a aguardar, orilla del alcornoque mocho, el Azarias se perdía en lo espeso, entre las jaras y la montera, encorvado, acechante como una alimaña, abriéndose paso entre la greñura y, al cabo de una larga pausa, Paco, el Bajo, oía su cita,

¡eh, eh!,

y acto seguido, el silencio, y al cabo, la voz levemente nasal del Azarías de nuevo,

¡eh, eh!

y tras citarle tres o cuatro veces en vano, el cárabo respondía,

¡buhú, buhú!

y, entonces, el Azarías arrancaba a correr arruando, como un macareno, y el cárabo aullaba detrás y de cuando en cuando, soltaha su lúgubre carcajada y Paco, el Bajo, desde el Canchal del Alcornoque, sentía los chasquidos de la maleza al quebrarse y, poco después, el aullido del cárabo, y, después, su carcajada estremecedora y más después, nada y, transcurrido un cuarto de hora, aparecía el Azarías, el rostro y las manos cubiertas de mataduras, con su sonrisa babeante, feliz,

buena carrera le di, Paco,

y Paco, el Bajo, a lo suyo,

¿diste de vientre?

y el Azarías,

todavía no, Paco, no tuve tiempo

y Paco, el Bajo,

pues, venga, aviva,

y el Azarías, sin dejar de sonreír, lamiéndose los rasguños de las manos, se alejaba unos metros, se doblaba junto a un tamujo y descargaba, y así día tras día, hasta que una tarde, al concluir mayo, se presentó el Rogelio con una grajeta en carnutas entre las manos,

¡tío, mire lo que le traigo!

y todos salieron de la casa y al Azarías, al ver el pájaro indefenso, se le enternecieron los ojos, le tomó delicadamente en sus manos

y musitó,

milana bonita, milana bonita,

y, sin cesar de adularla, entró en la casa, la depositó en una cesta y salió en busca de materiales para construirle un nido y, a la noche, le pidió al Quirce un saco de pienso y, en una lata herrumbrosa, lo mezció con agua y arrimó una pella al pico del animal y dijo, afelpando la voz,

BOOK: Los santos inocentes
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

No Mercy by Forbes, Colin
Next of Kin by Dan Wells
Arrows of the Queen by Mercedes Lackey
Stark's Command by John G. Hemry
Once Upon a Kiss by Tanya Anne Crosby
Corbenic by Catherine Fisher
Sophie and the Locust Curse by Davies, Stephen
Sleepover Club 2000 by Angie Bates