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Authors: Miguel Delibes

Los santos inocentes (2 page)

BOOK: Los santos inocentes
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el mal es para ti, luego no te van a servir ni para finos ni para bastos,

y la Régula,

ae, ¿te pedí yo opinión?

pero, tan pronto caía el sol, el Azarías se azorraba mirando las brasas, masticando la nada y al cabo de un rato, erguía la cabeza y súbitamente, decía,

mañana me vuelvo donde el señorito,

y antes de amanecer, así que surgía una raya anaranjada en el firmamento delimitando el contorno de la sierra, el Azarias ya andaba en la trocha y, cuatro horas más tarde, sudoroso y hambriento, en cuanto oía a la Lupe descorrer el gran cerrojo del portón, ya empezaba,

milana bonita, milana bonita,

una y otra vez, sin dejarlo, y a la Lupe, la Porquera, ni los buenos días y el señorito tal vez andaba en la cama, descansando, pero así que aparecía a mediodía en el zaguán, la Lupe le daba el parte,

el Azarías nos entró de mañana, señorito,

y el señorito amusgaba los ojos somnolientos,

de acuerdo,

decía, y alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinzón y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Angela, apareándose también, y de cuando en cuando, le decía,

la zorra anda alta, milana, ¿oyes?,

y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, no se volvieron a oír, y a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,

¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo,

y dicho y hecho, al día siguiente, con el crepúsculo, salía solo sierra adelante, abriéndose paso entre la jara florecida y los tamujos y la montera, porque el cárabo ejercía sobre el Azarias la extraña fascinación del abismo, una suerte de atracción enervada por el pánico, de tal manera que al detenerse en plena moheda, oía claramente los rudos golpes de su corazón y entonces, esperaba un rato para tomar aliento y serenar su espíritu y al cabo, voceaba,

¡eh!, ¡eh!,

citándole, citando al cárabo, y seguidamente, aguzaba el oído aguardando respuesta, mientras la luna asomaba tras un celaje e inundaba el paisaje de una irreal fosforescencia poblada de sombras, y él, un tanto amilanado, hacía bocina con sus manos y repetía desafiante,

¡eh!, ¡eh!,

hasta que, súbitamente, veinte metros más abajo, desde una encina corpulenta, le llegaba el anhelado y espeluznante aullido,

¡buhú, buhú!,

y, al oírlo, el Azarías perdía la noción del tiempo, la conciencia de sí mismo, y rompía a correr enloquecido, arruando, hollando los piornos, arañándose el rostro con las ramas más bajas de los madroños y los alcornoques y tras él, implacable, saltando blandamente de árbol en árbol, el cárabo, aullando y carcajeándose y, cada vez que reía, al Azarías se le dilataban las pupilas y se le erizaba la piel y recordaba a la milana en la cuadra, y apremiaba aún más el paso y el cárabo a sus espaldas tornaba a aullar y a reír y el Azarías corría y corría, tropezaba, caía y se levantaba, sin volver jamás la cabeza y al llegar, jadeante, a la dehesa, la Lupe, la Porquera, se santiguaba,

¿de dónde te vienes, di?,

y el Azarías sonreía tenuemente, como un chiquillo cogido en falta, y,

de correr el cárabo, que yo digo,

decía,

y ella comentaba,

¡Jesús qué juegos!, te has puesto la cara como un Santo Cristo,

pero él ya andaba en la cuadra, restañándose la sangre de los rasguños con la bayeta, quieto, escuchando los dolorosos golpes de su corazón, la boca entreabierta, sonriendo al vacío, babeando, y al cabo de un rato, ya más sereno, se llegaba al tabuco de la milana, agachado, sin meter ruido, y súbitamente, se asomaba al ventano y hacia,

¡uuuuuh!,

y el búho revolaba hasta la peana y le miraba a los ojos, ladeando la cabeza, y entonces el Azarías le decía muy ufano,

anduve corriendo el cárabo,

y el animal enderezaba las orejas y tableteaba con el pico, como si lo celebrara, y él,

buena carrera le di,

y empezaba a reír por lo bajo, siseando, sintiéndose protegido por las bardas del cortijo, y así una vez tras otra, una primavera tras otra, hasta que una noche, vencido mayo, se arrimó a los barrotes del tabuco y dijo como de costumbre,

¡uuuuuh!,

pero el Gran Duque no acudió a la llamada, y entonces, el Azarías se sorprendió e hizo de nuevo,

¡uuuuuh!,

pero el Gran Duque no acudió a la llamada, del Azarías,

¡uuuuuh!,

terco, por tercera vez, pero, dentro ¿el tabuco, ni un ruido, con lo que el Azarías empujó la puerta, prendió el aladino y se encontró al búho engurruñido en un rincón y, al mostrarle la picaza desplumada, el búho ni ademán y entonces, el Azarías, dejó la pega en el suelo y se sentó junto a él, le tomó delicadamente por las alas y lo arrimó a su calor, rascándole insistentemente en el entrecejo y diciéndole con ternura,

milana bonita,

mas el pájaro no reaccionaba a los habituales estímulos, con lo cual, el Azarías lo depositó sobre la paja, salió y preguntó por el señorito,

la milana está enferma, señorito, te tiene calentura,

le informó,

y el señorito,

¡qué le vamos a hacer, Azarías! está vieja ya, habrá que buscar un pollo nuevo,

y el Azarías, desolado,

pero es la milana, señorito,

y el señorito, los ojos adormilados,

¿y dime tú, que lo mismo da un pájaro que otro?

y el Azarías, implorante,

¿autoriza el señorito que dé razón al Mago del Almendral?

y el señorito adelantó indolentemente su hombro izquierdo,

¿al Mago?, muy gastoso te sales tú, Azarías, si por un pájaro tuviéramos que llamar al Mago, ¿adónde iríamos a parar?,

y tras su reproche, una carcajada, como el cárabo, que al Azarías se le puso la carne de gallina y,

señorito, no se ría así, por sus muertos se lo pido,

y el señorito,

¿es que tampoco me puedo reír en mi casa?

y otra carcajada, como el cárabo, cada vez más recias, y a sus risas estentóreas, acudieron la señorita, la Lupe, Dacio, el Porquero Dámaso y las muchachas de los pastores, y todos en el zaguán reían a coro, como cárabos, y la Lupe,

pues no está llorando el zascandil de él por ese pájaro apestoso,

y el Azarías,

la milana te tiene calentura y el señorito no autoriza a que dé razón al Mago del Almendral,

y, venga otra carcajada, y otra, hasta que, finalmente, el Azarías, desconcertado, echó a correr, salió al patio y se orinó las manos y después, entró en la cuadra, se sentó en el suelo y se puso a contar en voz alta los tapones de las válvulas tratando de serenarse,

una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,

hasta que se sintió más relajado, se puso un saco por cabezal y durmió una siesta y así que amaneció Dios, se arrimó quedamente a la reja del tabuco e hizo,

¡uuuuuh!

pero nadie respondió, y, entonces, el Azarías empujó la puerta y divisó al búho en el rincón donde lo dejara la víspera, pero caído y rígido y el Azarías se llegó a él con pasitos cortos, lo cogió por el extremo de un ala, se abrió la chaqueta, la cruzó sobre el pájaro y dijo con voz quebrada,

milana bonita,

pero el Gran Duque ni abría los ojos, ni castañeteaba con el pico, ni nada, ante lo cual el Azarías atravesó el patio, se llegó al portón y descorrió el cerrojo, y a sus chirridos, salió la Lupe, la de Dacio,

¿qué es lo que te se ha puesto ahora en la cabeza, Azarías?

y el Azarías,

me marcho donde mi hermana,

y sin más, salió y a paso rápido, sin sentir los guijos, ni las gatuñas en las plantas de los pies, franqueó el encinar, el piornal y la vaguada, oprimiendo dulcemente el cadáver del pájaro contra su pecho y así que le puso la vista encima, la Régula,

¿otra vez por aquí?

y el Azarías

¿y los muchachos?

y ella,

en la escuela están,

y el Azarías,

¿es que no hay nadie en la casa?

y ella,

ae, la Niña Chica está,

y en ese momento, la Régula reparó en el buho que arropaba el Azarías contra el pecho le abrió las puntas de la chaqueta y el cadáver del pajarraco cayó sobre los baldosines rojos y ella, la Régula, dio un grito histérico y,

ya estás sacando de casa esa carroña, ¿me oyes?

dijo, y el Azarías, sumisamente, recogió el pájaro y lo dejó fuera, en el poyo, volvió a entrar en la casa y salió con la Niña Chica, acunándola en el brazo derecho, y la Niña Chica volvía sus ojos extraviados sin fijarlos en nada, y él, el Azarías, cogió a la milana por una pata y una azuela con la mano izquierda, y la Régula,

¿dónde vas con esas trazas?

y el Azarías,

a hacer el entierro, que yo digo,

en el trayecto, la Niña Chica emitió uno de aquellos interminables berridos lastimeros que helaban la sangre de cualquiera, pero el Azarías no se inmutó, alcanzó el rodapié de la ladera depositó a la criatura a la fresca, entre unas jaras, se quitó la chaqueta y en un periquete cavó una hoya profunda en la base de un alcornoque, depositó en ella al pájaro y acto seguido, empujando la tierra con la azuela, cegó el agujero y se quedó mirando para el túmulo, los pies descalzos, el remendado pantalón en las corvas, la boca entreabierta, y, al cabo de un rato, sus pupilas se volvieron hacia la Niña Chica, cuya cabeza se ladeaba, como desarticulada, y sus ojos desleídos se entrecruzaban, y miraban al vacío sin fijarse en nada y el Azarías se agachó, la tomó en sus brazos, se sentó al borde del talud, junto a la tierra removida, la oprimió contra sí y musitó,

milana bonita,

y empezó a rascarla insistentemente con el índice de la mano derecha los pelos del colodrillo, mientras la Niña Chica, indiferente, se dejaba hacer.

Libro segundo
Paco, el Bajo

Si hubieran vivido siempre en el cortijo quizá las cosas se hubieran producido de otra manera pero a Crespo, el Guarda Mayor, le gustaba adelantar a uno en la Raya de lo de Abendújar por si las moscas y a Paco, el Bajo, como quien dice, le tocó la china y no es que le incomodase por él, que a él, al fin y al cabo, lo mismo le daba un sitio que otro, pero sí por los muchachos, a ver, por la escuela, que con la Charito, la Niña Chica, tenían bastante y le decían la Niña Chica a la Charito aunque, en puridad, fuese la niña mayor, por los chiquilines, natural,

madre, ¿por qué no habla la Charito?,

¿por qué no se anda la Charito, madre?,

¿por qué la Charito se ensucia las bragas?, preguntaban a cada paso, y ella, la Régula, o él, o los dos a coro,

pues porque es muy chica la Charito,

a ver, por contestar algo, ¿qué otra cosa podían decirles?, pero Paco, el Bajo, aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, que el Hachemita aseguraba en Cordovilla, que los muchachos podían salir de pobres con una pizca de conocimientos, e incluso la propia Señora Marquesa, con objeto de erradicar el analfabetismo del cortijo, hizo venir durante tres veranos consecutivos a dos señoritos de la ciudad para que, al terminar las faenas cotidianas, les juntasen a todos en el porche de la corralada, a los pastores, a los porqueros, a los apaleadores, a los muleros, a los gañanes y a los guardas, y allí, a la cruda luz del aladino, con los moscones y las polillas bordoneando alrededor, les enseñasen las letras y sus mil misteriosas combinaciones, y los pastores, y los porqueros, y los apaleadores y los gañanes y los muleros, cuando les preguntaban, decían,

la B con la A hace BA, y la C con la A hace ZA,

y, entonces, los señoritos de la ciudad, el señorito Gabriel y el señorito Lucas, les corregían y les desvelaban las trampas, y les decían,

pues no, la C con la A, hace KA, y la C con la I hace CI y la C con la E hace CE y la C con la O hace KO,

y los porqueros y los pastores, y los muleros, y los gañanes y los guardas se decían entre sí desconcertados,

también te tienen unas cosas, parece como que a los señoritos les gustase embromarmos,

pero no osaban levantar la voz, hasta que una noche, Paco, el Bajo, se tomó dos copas, se encaró con el señorito alto, el de las entradas, el de su grupo, y, ahuecando los orificios de su chata nariz (por donde, al decir del señorito Iván, los días que estaba de buen talante, se le veían los sesos), preguntó,

señorito Lucas, y ¿a cuento de qué esos caprichos?

y el señorito Lucas rompió a reír y a reír con unas carcajadas rojas, incontroladas, y, al fin, cuando se calmó un poco, se limpió los ojos con el pañuelo y dijo,

es la gramática, oye, el porqué pregúntaselo a los académicos,

y no aclaró más, pero, bien mirado, eso no era más que el comienzo, que una tarde llegó la G y el señorito Lucas les dijo,

la G con la A hace GA, pero la G con I hace Ji, como la risa,

y Paco, el Bajo, se enojó, que eso ya era por demás, coño, que ellos eran ignorantes pero no tontos y a cuento de qué la E y la I habían de llevar siempre trato de favor y el señorito Lucas, venga de reír, que se destornillaba el hombre de la risa que le daba, una risa espasmódica y nerviosa, y, como de costumbre, que él era un don nadie y que ésas eran reglas de la gramática y que él nada podía contra las reglas de la gramática, pero que, en última instancia, si se sentían defraudados, escribiesen a los académicos, puesto que él se limitaba a exponerles las cosas tal como eran, sin el menor espíritu analítico, pero a Paco, el Bajo estos despropósitos le desazonaban y su indignación llegó al colmo cuando, una noche, el señorito Lucas les dibujó con primor una H mayúscula en el encerado y, después de dar fuertes palmadas para recabar su atención e imponer silencio, advirtió,

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