Había otras personas aprovechándose del parque, todas ellas con sombreros pequeños y ligeros. No lejos de él, una mujer bastante bonita estaba inclinada sobre un visor y no podía verle el rostro con claridad. Un hombre pasó por delante de él, lo miró brevemente y sin curiosidad, y fue a sentarse enfrente y se hundió bajo una montaña de teleprensa, cruzando una pierna, enfundada en una ceñida pernera rosa, sobre la otra.
Había una curiosa tendencia a los tonos pastel entre los hombres, mientras que casi todas las mujeres vestían de blanco. Como el entorno era limpio, parecía sensato llevar colores claros. Miró, divertido, sus propias ropas heliconianas, predominantemente pardas. Si tuviera que quedarse en Trantor, necesitaría adquirir una vestimenta apropiada o se convertiría en un objeto de curiosidad, burla o repulsión. El hombre de la teleprensa, por ejemplo, había mirado hacia él, esa vez con curiosidad, intrigado, sin duda, por sus ropas de extranjero.
Seldon agradeció que no se riera. Podía tomarse con filosofía el hecho de presentar un aspecto gracioso, pero no podía esperarse de él que le gustara.
Seldon observó al hombre con disimulo porque le pareció que se encontraba en pleno debate interior. A la sazón, pareció como si fuera a dirigirse a él, luego, debió de cambiar de idea, pero, después, dio la sensación de querer hablarle. Seldon se preguntó cómo terminaría aquello.
Estudió al hombre. Era alto, de anchas espaldas y sin barriga, cabello castaño con algún reflejo rubio, bien rasurado, de expresión grave, dando una sensación de fuerza, a pesar de no parecer musculoso, con el rostro recio pero agradable, aunque sin nada de «guapura» en él.
Una vez el hombre hubo perdido el combate interior librado consigo mismo (o quizá ganado), se inclinó hacia él, Seldon ya había decidido que le caía bien.
–Perdóneme -dijo el hombre-, ¿no estaba usted en la Convención Decenal? ¿En Matemáticas?
–En efecto -contestó Seldon, amable.
–Ah, pensé que le había visto allí. Fue, perdóneme, el hecho de reconocerle que me ha impelido a sentarme aquí. Si le molesto…
–En absoluto. Me hallo disfrutando de un momento de ocio, nada más.
–Déjeme que vea lo que puedo afinar: usted es el profesor Seldon.
–Seldon. Hari Seldon. Ha afinado bien, ¿y usted?
–Chetter Hummin -respondió el hombre, que pareció ligeramente turbado-. Un nombre muy corriente aquí, me temo.
–Nunca conocí a un Chetter hasta ahora -dijo Seldon-. O Hummin. Así que, para mí, es único. Yo diría que resulta mucho mejor que hallarse entre los incontables Hari que existen. O Seldon, para el caso.
Seldon acercó su asiento al de Hummin rascando ligeramente las elásticas losetas de ceramoide.
–Hablando de cosas ordinarias. ¿Qué piensa de esta ropa extranjera que llevo? – preguntó-. Nunca se me ocurrió procurarme ropa trantoriana.
–Sí, debería comprarse algo -dijo Hummin, observando a Seldon con aire de censura.
–Es que me voy mañana y, además, no podía permitírmelo. Los matemáticos manejan grandes cantidades, pero nunca suyas… ¿Es usted matemático también, Hummin?
–No. Talento, cero.
–¡Oh! – exclamó Seldon, decepcionado-. Usted ha dicho que me vio en la Convención Decenal.
–Estuve allí como observador. Soy periodista. – Apartó su teleprensa al darse cuenta de que aún la tenía entre las manos y se la guardó en un bolsillo de su chaqueta-. Proporciono material a las noticias holovisivas… -Y añadió, pensativo-: En realidad, empiezo a estar harto.
–¿Del trabajo?
–Estoy harto de reunir todas las tonterías de todos los mundos. Odio la espiral hacia abajo.
Miró a Seldon con aire especulativo.
–Claro que a veces surge algo interesante -observó-. He oído decir que se le vio a usted en compañía de un Guardia Imperial en dirección a la entrada de Palacio. ¿No ha sido usted, por casualidad, recibido por el Emperador?
La sonrisa desapareció del rostro de Seldon.
–Sí lo fui -respondió con cautela-. No creo que sea algo de lo que pueda hablar para publicarlo.
–No, no, nada de eso. Si desconoce esto, Seldon, déjeme ser el primero en explicárselo… La primera regla en el juego de las noticias es que nada debe decirse jamás sobre el Emperador o sobre los que lo rodean, excepto lo que se anuncia de manera oficial. Se trata de un error, claro, porque los rumores, mucho peores que la verdad, vuelan, pero así ocurre aquí.
–Entonces, si usted no puede informar al respecto, ¿por qué me pregunta?
–Curiosidad personal. Créame, en mi trabajo me entero de mucho más de lo que jamás llega al aire… Déjeme adivinar… No seguí su disertación, pero deduje que estaba hablando de la posibilidad de predecir el futuro.
Seldon sacudió la cabeza.
–Fue un error -murmuró.
–¿Cómo ha dicho?
–Nada.
–Bueno, la predicción…, la predicción exacta…, podría interesar al Emperador, o a cualquier otro miembro del Gobierno, así que supongo que Cleon, primero de su nombre, le interrogó acerca de ello y «¿por qué, por favor, no me predice usted algo?».
–No quiero hablar del asunto -dijo Seldon, secamente.
Hummin se encogió ligeramente de hombros.
–Eto Demerzel estaba allí, me figuro -comentó.
–¿Quién?
–¿No ha oído hablar nunca de Eto Demerzel?
–Nunca.
–Es el
alter ego
de Cleon, el cerebro de Cleon, el espíritu maligno de Cleon. Le han llamado todas estas cosas… si nos limitamos a lo no injurioso. Tenía que estar allí.
Seldon parecía confuso.
–Bueno -prosiguió Hummin-, puede que usted no le haya visto, pero estaba allí. Y si él cree que usted puede predecir el futuro…
–No puedo predecir el futuro -protestó Seldon vigorosamente-. Si oyó usted bien mi disertación, sabrá que sólo hablé de posibilidad teórica.
–Lo mismo da, si él cree que usted puede predecir el futuro, no le soltará.
–Pues lo ha hecho. Aquí estoy.
–Esto no significa nada. Sabe dónde encontrarle y seguirá sabiéndolo. Y cuando lo necesite, lo cogerá, sin importar en qué lugar se encuentre. Y si decide que usted le resultará útil, le exprimirá toda su utilidad. Y si decide que es peligroso, le exprimirá la vida.
–¿Qué trata de hacer? ¿Asustarme?
–Trato de advertirle.
–No creo nada de lo que usted me está diciendo.
–¿No? Hace un momento ha dicho que algo fue un error. Estaba usted pensando que presentar aquel tema había sido un error y que le había involucrado en una situación apurada en la que usted no quiere encontrarse.
Seldon se mordió el labio inferior. Aquélla era una suposición que se acercaba demasiado a la verdad…, y fue, en aquel momento, cuando Seldon presintió la presencia de intrusos.
No proyectaban ninguna sombra, debido a que la luz era demasiado suave. Se trató, simplemente, de un movimiento que captó de soslayo…, y que no continuó.
Trantor. – … La capital del Primer Imperio Galáctico…, bajo Cleon I, tuvo su «resplandor tardío». En apariencia, se hallaba entonces en todo su esplendor. Su extensión era de 200 millones de kilómetros cuadrados, enteramente bajo cúpulas (si se exceptúa el área del Palacio Imperial), donde se alzaba una ciudad interminable que se extendía por debajo de los salientes continentales. La población era de 40 mil millones y aunque abundaban los indicios (claramente perceptibles para los avisados) de que los problemas proliferaban, aquellos que vivían en Trantor lo consideraban aún, indudablemente, el Mundo Eterno de la leyenda y no esperaban que jamás…
Enciclopedia Galáctica
Seldon levantó los ojos. Vio a un joven delante de él, mirándole con una expresión de divertido desprecio. A su lado había otro joven…, de menos edad, quizás. Ambos eran altos y parecían fuertes.
«Iban vestidos a la última moda trantoriana», se dijo Seldon…, colores chillones, anchos cinturones con flecos, sombreros redondos de ala ancha, con los dos extremos de una cinta de un rosa vivo colgando del ala a la nuca.
A los ojos de Seldon era divertido, y sonrió. El joven que estaba delante de él le increpó:
–¿De qué se ríe, anormal?
Seldon quiso ignorar aquella palabra y contestó, con dulzura:
–Por favor, perdone mi sonrisa. Me limitaba a disfrutar de su traje.
–¿Mi traje? ¿Sí? ¿Y qué lleva usted? ¿Qué es este extraño tejido pardo que usted llama traje? – Alargó la mano y con el dedo alzó la solapa de la chaqueta de Seldon.
«Vergonzosamente pesada y fea -pensó Seldon- si se la comparaba con el alegre colorido del otro».
–Bueno -respondió Seldon-, es mi vestimenta del Mundo Exterior. La única que tengo.
No pudo evitar fijarse en que las pocas personas que habían estado sentadas en el pequeño parque se ponían de pie y se alejaban. Era como si temieran complicaciones y no desearan encontrarse cerca. Seldon se preguntó si su nuevo amigo, Hummin, iba a desaparecer también, pero no consideró prudente apartar los ojos del joven que tenía ante sí. Se recostó en su asiento.
–¿Viene del Mundo Exterior? – insistió el joven.
–En efecto. De ahí mi ropa.
–¿De ahí? ¿Qué quiere decir con esto? ¿Son palabras del Mundo Exterior?
–Quiere decir que ésa es la razón por la que mi ropa le parece peculiar. Soy forastero aquí.
–¿De qué planeta?
–Helicón.
El joven arrugó la frente.
–Nunca he oído hablar de él.
–No es un planeta grande.
–¿Y por qué no regresa a él?
–Me propongo hacerlo. Me marcho mañana.
–¡Más pronto! ¡Ahora!
El joven miró a su compañero. Seldon siguió la mirada y pudo ver a Hummin de refilón. No se había ido, pero el parque aparecía completamente vacío, excepto por él, Hummin y los dos jóvenes.
–Pensé dedicar el día a conocer la ciudad -alegó Seldon.
–No. No quiere hacerlo. Se va a casa ahora.
–Lo siento. No quiero -sonrió Seldon.
El joven miró a su colega.
–¿Te gusta su traje, Marbie?
Y Marbie habló por primera vez:
–No. Es repugnante. Me produce náuseas.
–No podemos permitir que vaya revolviendo estómagos, Marbie. No es bueno para la salud de la gente.
–No, Alem, de ningún modo.
Alem sonrió.
–Bien, ya ha oído lo que Marbie ha dicho.
De pronto, Hummin habló:
–Oídme bien vosotros, Alem y Marbie -dijo-, si ésos son vuestros nombres. Ya os habéis divertido bastante. ¿Por qué no os vais?
Alem, que se hallaba algo inclinado sobre Seldon, se enderezó y se volvió.
–¿Quién es usted? – preguntó.
–A ti qué le importa -saltó Hummin.
–¿Es de Trantor? – preguntó Alem.
–Tampoco te importa.
Alem frunció el ceño.
–Va vestido como un trantoriano. No estamos interesados en usted, así que no se busque problemas.
–Pienso quedarme. Lo cual significa que somos dos. Dos contra dos no parece ser el tipo de pelea que os guste a vosotros. ¿Por qué no os marcháis y vais en busca de algún amigo que os ayude contra dos personas?
–Realmente creo que usted debería alejarse mientras pueda, Hummin. Es muy amable por su parte tratar de ayudarme, pero no quiero que éstos le hagan daño.
–No son peligrosos, Seldon. Sólo lacayos de medio pelo.
–¡Lacayos!
La palabra pareció enfurecer a Alem, de modo que Seldon pensó que su significado debía ser más insultante en Trantor que en Helicón.
–Ven, Marbie -gruñó Alem-, ocúpate tú del otro hijo de lacayo y yo arrancaré la ropa a este Seldon. Es el que buscamos. Ahora…
Sus manos se tendieron de pronto para agarrar a Seldon por las solapas y ponerle en pie de un tirón. Seldon se apartó instintivamente al parecer, y su silla se inclinó hacia atrás, Agarró las manos que se tendían hacia él y levantó el pie mientras la silla caía.
De repente, Alem saltó por encima de su cabeza, retorciéndose al hacerlo, y cayó con fuerza sobre el cuello y espalda, detrás de Seldon.
Éste se volvió, pero permaneció en pie mirando hacia Alem; luego, se volvió rápidamente en busca de Marbie.
Alem yacía inmóvil, con el rostro contraído por el dolor. Tenía los pulgares retorcidos, un dolor tremendo en la ingle y la columna vertebral duramente golpeada.
El brazo izquierdo de Hummin había agarrado a Marbie por el cuello, por detrás, mientras el derecho tiraba del brazo derecho del otro doblándoselo en un ángulo extraño. El rostro de Marbie estaba rojo mientras se esforzaba inútilmente por respirar. Una navaja, con un pequeño láser incorporado, estaba en el suelo, entre ellos.
Hummin aflojó su llave ligeramente y dijo, con sincero aire preocupado:
–Lo has dejado malparado.
–Me temo que sí -asintió Seldon-. Si llega a caer de otro modo, se hubiera partido el cuello.
–¿Qué clase de matemático eres? – preguntó Hummin.
–Uno de Helicón, – Se inclinó para recoger la navaja y, después de examinarla, comentó-: Repugnante…, y mortífera.
–Una hoja corriente haría un buen trabajo sin necesidad de la fuente de energía… Pero dejemos que estos dos se marchen, dudo mucho que tengan ganas de continuar.
Soltó a Marbie, que se frotó el hombro y luego el cuello. Jadeando en busca de aire, volvió sus ojos cargados de odio hacia ambos hombres.
Hummin ordenó:
–Mejor será que os vayáis cuanto antes de aquí. De lo contrario, tendremos que denunciaros por asalto e intento de asesinato. Esta navaja será fácil de identificar.
Seldon y Hummin contemplaron cómo Marbie ayudaba a Alem a ponerse en pie y le sostenía mientras se alejaba, todavía encorvado por el dolor. Volvieron la cabeza una o dos veces, pero Seldon y Hummin permanecieron impasibles.
Seldon tendió la mano a Hummin.
–¿Cómo puedo agradecerte el haber ayudado a un desconocido contra dos atacantes? Dudo que yo solo hubiera podido librarme de los dos.
Hummin levantó la mano en señal de protesta.
–No me daban miedo. No son más que dos lacayos matones. Lo único que tuve que hacer fue ponerles la mano encima…, lo mismo que tú.
–Pero tienes una llave peligrosa -murmuró Seldon.
–También tú -dijo Hummin, que se encogió de hombros-. Vamos, es mejor que salgamos de aquí. – Sin cambiar de tono dijo-: Estamos perdiendo el tiempo.
–¿Por qué tenemos que irnos? ¿Tienes miedo que vuelvan esos dos?