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Relatos de Faerûn (15 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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El más próximo de ellos se hundió antes de que Melegaunt llegara a su lado. Dos más soltaron sendas exclamaciones de alarma. Al comprender que no podría rescatar ni siquiera a una docena, Melegaunt tiró una cuerda sobre la superficie y empezó a desgranar un largo conjuro. El extremo se elevó sobre el lodo, y la negra cuerda empezó a serpentear hacia adelante. Melegaunt señaló al guerrero más cercano, y la cuerda se dirigió hacia él.

—Cuando llegue la cuerda...

Melegaunt no tuvo que decir más. El guerrero asió la cuerda y, tras quitarse los pantalones, dejó que ésta lo liberase del cieno. El guerrero se deslizó tres pasos sobre la resbaladiza superficie, rodó sobre sí mismo y empezó a soltar estocadas con su arma a algo que iba a por él bajo la superficie. Al advertir que podía arreglárselas por sí solo, Melegaunt dirigió la cuerda hacía el siguiente guerrero, quien asimismo salió del limo sin pantalones ni botas. Ahora eran dos los vaasans que estaban dando buena cuenta de su invisible perseguidor.

Aunque éstos se las ingeniaron para acabar con él al cabo de una docena de metros, la cuerda ahora estaba aferrada por tres nuevos guerreros, dos de los cuales estaban siendo seguidos por un ser del pantano. Melegaunt dirigió la cuerda hacia el camino de sombra y empleó su último rayo de sombra en eliminar a uno de los perseguidores. Los mismos guerreros entonces remataron al segundo enemigo antes de correr a unirse a Bodvar para defender los carromatos.

Melegaunt miró hacía las montañas. Para su alarma, los lejanos seres voladores ahora estaban tan próximos que podía ver, no ya sus cuerpos blanquecinos, sino también sus patas combadas y las cimitarras con que estaban armados. Fueran lo que fuesen aquellos seres —y Melegaunt no había visto nada igual en el siglo y medio que llevaba recorriendo el mundo—, avanzaban con tanta rapidez como un baatezu. Melegaunt esperó que no fueran tan inmunes a su magia de sombra como los demonios de los abismos.

Melegaunt de nuevo dirigió la cuerda en la dirección oportuna y rescató a seis guerreros más antes de que las criaturas del lodo dieran cuenta de los demás. Aunque sus bajas eran considerables, pues se acercaban a la veintena, los vaasans supervivientes asumían la situación con entereza, murmuraban su agradecimiento con rapidez y corrían a unirse a Bodvar y los demás en la misión de defender a las mujeres y los niños.

Comprendiendo que no era mucho más lo que él podía hacer, Melegaunt recuperó la cuerda y se volvió hacia los carromatos atrapados en el lodazal. Mientras los guerreros semidesnudos corrían a auxiliarlos, los ancianos y las mujeres se las estaban componiendo para mantener a raya a las criaturas del cieno con sorprendente destreza y valentía. Con todo, por más que se desempeñasen bien en la lucha, estaba claro que los niños y los ancianos carecían de la agilidad necesaria para saltar de carromato en carromato como estaban haciendo los guerreros.

Melegaunt corrió hacia la caravana y acercó el camino de sombra, a fin de que los vaasans atrapados pudieran saltar de los carromatos y dirigirse al camino de troncos. Las criaturas del limo redoblaron sus acometidas. Sin embargo, las gentes de Bodvar se mostraban tan diestros y disciplinados como los propios guerreros, de forma que les fue fácil repeler el ataque. A todo esto, Melegaunt no terminaba de comprender por qué los seres del cenagal no recurrían a su magia de putrefacción. Acaso porque su hechicero se había quedado sin más encantamientos a los que echar mano, quizá, tal vez, porque el conjuro era de aplicación demasiado lenta.

Mientras sus amos intentaban salvarse como podían, los bueyes empantanados mugían en demanda de un auxilio que nunca iba a llegar. De haber contado con más tiempo, Melegaunt habría tratado de salvar a las bestias y el cargamento de los carromatos, pero ahora lo principal era ayudar a los vaasans. Al acercarse al extremo de la caravana, Melegaunt se quedó de una pieza al advertir que los seres del lodo no habían desenganchado ni a uno solo de los bueyes. Estaba claro que sus razones para atacar al clan del Águila de Moor tenían menos que ver con el hambre que con el ansia de aniquilar a aquella tribu.

Melegaunt se hallaba a veinte pasos de distancia del último carromato hundido en el fango cuando tres criaturas del cenagal aparecieron de pronto ante él y se lanzaron a por sus piernas con sus manos membranosas. Melegaunt despachó al que estaba en el medio con un negro rayo de sombra, y de pronto oyó que las garras curvadas de los otros dos empezaban a arañar su mágico escudo protector con intención de destrozarle los tobillos. Melegaunt propinó un tremendo golpe con el tacón en la frente deforme de uno de sus agresores, hundiéndole el cráneo. Entonces agarró a su otro oponente por el brazo y lo arrojó al cenagal. Aparte de sus viscosas escamas marrones y su cola plana de langosta, aquel ser del lodo tenía un aspecto vagamente humanoide, con los hombros muy anchos y un ombligo que sugería que había nacido de un vientre materno, que no de un huevo.

La criatura del limo trató repetidamente de alcanzar a Melegaunt con su garra libre. Comoquiera que sus acometidas se estrellaban infructuosas contra la armadura de sombra que protegía al mago, de repente cesó en su empeño, abrió la boca y atacó rapidísimamente con una lengua larga y puntiaguda. Melegaunt apenas tuvo tiempo de desviar la cabeza para salvar un ojo. Sin embargo, al punto agarró la lengua cuando ésta ya volvía al interior de la boca de su rival. Melegaunt advirtió en ese momento que Bodvar y los demás vaasans se habían quedado mirándolo con una mezcla de anonadamiento y terror.

—¡No os quedéis ahí mirando! —ordenó—. ¡Matadlo!

Sólo Bodvar tuvo la necesaria presencia de ánimo para obedecer. Con la espada prestada, rebanó al ser del limo en dos, con una furia tal que a punto estuvo de sajar el ancho barrigón de Melegaunt. Mientras dirigía una mirada de reojo al jefe de los vaasans, Melegaunt tiró a un lado el torso sin vida de su rival y señaló una larga hilera de criaturas del cieno que justo estaban emergiendo a la superficie ante los estupefactos vaasans.

—¡No os quedéis boquiabiertos! ¡Acabad con vuestros enemigos!

Sin esperar a comprobar si le obedecían o no, Melegaunt se giró en redondo y extendió el camino de sombra, tras lo cual echó a caminar hacia el relativamente sólido camino de troncos. Rehaciéndose de su estupor, los vaasans lo siguieron en el acto. Las criaturas del pantano vieron frustrado su ataque, pues a sus enemigos les bastaba con retirarse al centro del camino para disfrutar de relativa seguridad, pues allí los seres del limo no podían alcanzarlos.

Sin embargo, las criaturas que llegaban volando de las montañas planteaban un nuevo problema. Ya estaban lo bastante cerca como para que Melegaunt pudiera distinguir sus cuerpos cubiertos de escamas y dotados de largas colas puntiagudas; sus angulosos cráneos de saurio con largos hocicos, grandes ojos amarillentos y unos cuernos que apuntaban hacia atrás.

Melegaunt aplastó un círculo de seda de sombra entre las palmas de las manos y lo arrojó contra aquellos hombres dragón que llegaban volando por los aires, al tiempo que pronunciaba unas palabras en netheriliano arcaico. Un brumoso disco de oscuridad apareció entre los dos grupos y empezó a proyectar negros rayos de sombra al cielo. Con todo, Melegaunt no había sido lo bastante rápido con su mágico escudo. De pronto sintió que los troncos empezaban a ceder bajos sus pies; los vaasans comenzaron a gritar y a retroceder corriendo por el camino. Justo lo que no había que hacer. Los troncos podridos vencieron, hundiendo a todos los miembros de la tribu en fango hasta las rodillas.

En un intento de repartir el peso y ralentizar su hundimiento, todos se tumbaron de bruces y abrieron los brazos. Todavía de pie sobre el limo gracias a sus anteriores encantamientos, Melegaunt soltó un juramento y de nuevo extendió el camino de sombra antes de volverse para hacer frente a los hombres dragón.

Melegaunt sacó unas nuevas hebras de sedasombra de su bolsillo, giró en círculo con lentitud y, como esperaba, los vio descender con las espaldas vueltas al sol. Melegaunt sonrió levísimamente. Los hombres dragón hacían bien en respetar su poder, cosa que no habían hecho otros enemigos más reputados en las tierras meridionales. Melegaunt entonces tiró la hebra de sedasombra al cielo y pronunció uno de sus conjuros más potentes.

Toda aquella porción del cielo se abrió de repente, dando paso a una lluvia de lágrimas de sombra. Sin embargo, en lugar de deslizarse cuando caían sobre un cuerpo, esas gotas de lluvia se aferraban a todo aquello con lo que entraban en contacto y se alargaban en unas largas líneas de fibra pegajosa. En un momento, la columna entera de hombres dragón se vio atrapada en unas viscosas esferas de oscuridad y proyectada de cabeza al cenagal. Melegaunt los estuvo observando hasta cerciorarse de que ninguno de aquellos seres voladores escapaba a su destino. Al volver el rostro, los Águilas de Moor estaban huyendo por el camino de troncos.

Los vaasans les miraron entonces inquietos, gesticulando como si se hallaran ante un demonio. Melegaunt se sintió más solo e incomprendido que nunca. Reprimiendo una risa amarga, se acercó a Bodvar y tres de sus guerreros más bravos, quienes le estaban esperando.

—Siento que hayas tenido tantas pérdidas, Bodvar —dijo—. Quizá habría podido salvar a algunos más de los tuyos, pero te olvidaste de decirme algunas cosas...

—Lo mismo que tú —contestó Bodvar, que a continuación puso la empuñadura de la negra espada sobre su brazo, ofreciéndosela al mago—. Gracias.

Con un gesto de la mano, Melegaunt le quitó importancia al asunto.

—Quédatela. Como te dije, últimamente casi nunca la uso.

—Ya sé lo que me dijiste —repuso Bodvar—. Pero sólo un necio aceptaría el regalo de un demonio.

—¿Demonio? —repitió Melegaunt, sin hacer ningún gesto de recobrar su espada—. ¿Así es como agradecéis mi ayuda? ¿Con insultos?

—La verdad no es ningún insulto —dijo Bodvar—. Hemos visco lo que haces.

—Simple magia —protestó Melegaunt—. Magia del sur. Si nunca la habías visto...

—Ahora eres tú quien nos está insultando a nosotros —repuso Bodvar mientras insistía en entregarle la espada—. En Vaasa estaremos atrasados en muchos aspectos, pero no en el de la inteligencia.

Melegaunt empezó a reiterar sus protestas, hasta que comprendió que por ese camino sólo conseguiría ofender a Bodvar. Y, por supuesto, la posibilidad de revelar la verdad sobre el Tejido Sombrío estaba fuera de cuestión. Si tenía suerte y no caía muerto en el acto, perdería para siempre los oscuros poderes que tanto habían impresionado a los vaasans.

Melegaunt no insistió.

—Pienso atenerme a nuestro trato —dijo Bodvar. Con la barbilla señaló a los tres guerreros que estaban a su lado—. Éstos son los guías que te prometí. Ellos se encargarán de llevarte a donde vayas.

Melegaunt iba ya a decir que no los necesitaba, cuando una idea cruzó por su mente y le hizo sonreír.

—¿A cualquier lugar? —preguntó.

Bodvar se mostró incómodo, si bien asintió con la cabeza.

—Ése era nuestro trato.

—Bien. Entonces quiero que me lleven al mismo lugar adonde se dirijan los Águilas de Moor.

Melegaunt recuperó la espada.

—Y no me vengas con trucos, Bodvar —añadió—. Ambos sabemos qué les sucede a quienes tratan de engañar a los demonios.

Festival de la Gran Cosecha, el Año del Foso.

Bajo las sombras de las montañas de los hombres dragón.

Bodvar llegó a la isla, tal como Melegaunt imaginaba, a última hora del día, cuando el sol empezaba a ponerse sobre las montañas de los hombres dragón y las sombras de los picos se proyectaban largas sobre el frío cenagal. Lo que el mago no había supuesto era que Bodvar vendría con su mujer, una hermosa joven con el pelo del color de la noche y los ojos azules como el cielo. La muchacha parecía tener el vientre un tanto más abultado que la última vez que Melegaunt la viera, aunque con las mujeres vaasans uno nunca podía estar seguro, pues sus formas con frecuencia estaban ocultas por las pieles con que se recubrían.

Melegaunt los contempló mientras sorteaban las piedras que emergían de la superficie, hasta que un ruido metálico a sus espaldas de pronto le llamó la atención. Melegaunt miró al cielo para asegurarse de que ningún blanquecino ser alado se dirigía a por ellos, se puso un gran guante de cuero y sacó un molde alargado y estrecho del horno ardiente desde hacía tres jornadas. En el molde, flotando sobre un lecho de estaño líquido, yacía una espada similar a la que había prestado a Bodvar tantas semanas atrás, con la salvedad de que esta espada ardía al rojo vivo.

Melegaunt depositó la espada sobre un lecho de hielo —las heladas eran tempranas en aquella parte del mundo— y esperó a que el metal se enfriara. Cuando estuvo seguro de que la temperatura era la apropiada, el mago empezó a disponer fibras de sedasombra sobre la hoja de cristal, teniendo buen cuidado de emplazarlas a lo largo, después en diagonal en ambas direcciones y a lo largo otra vez, para que el arma contara con la misma dureza y vigor en todos sus puntos. Por último, Melegaunt empuñó su daga y se abrió un nuevo corte en el brazo, dejando que la cálida sangre goteara sobre la espada mientras susurraba los viejos conjuros que aportaban al filo su mágico ardor.

Cuando hubo terminado, la espada estaba lo bastante fría como para sacarla del molde y meterla en un barreño con agua sucia dispuesto junto al horno a propósito. Cuando el calor terminó de fundir todas las impurezas, Melegaunt echó mano a la espada, le dio la vuelta y la dejó en el lecho de estaño caliente, tras lo cual devolvió el molde al interior del horno. Así era el arte de la aleación por sombras, el sometimiento del arma al frío y el calor un millar de veces, impregnándola de sedasombra, hasta que el cristal finalmente no podía más y empezaba a soltar fibras como un perro necesitado de un buen cepillado.

Una bota suave golpeó en una de las piedras que delimitaban el taller de herrero de Melegaunt.

—Veo que sigues aquí, diablo oscuro —dijo Bodvar.

—El humo de mi horno así lo indica —respondió Melegaunt, quien, mientras se bajaba las mangas de la túnica para esconder los cortes en el brazo, añadió, volviéndose hacia Bodvar—: Imagino que habrás venido a por una espada...

—Nada de eso —dijo el otro, que miró con aprensión las diecinueve espadas alineadas en un extremo del taller. Aunque todas estaban acabadas y eran afiladísimas, su color era más pálido que el del arma de Melegaunt, pues el cristal era translúcido y dejaba ver las fibras de sombra incrustadas en el vidrio—. Me temo que estás perdiendo el tiempo...

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