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Relatos de Faerûn (17 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Esto no me lo esperaba. Se me han agotado los recursos mágicos.

Los guerreros echaron mano a sus ballestas y empezaron a disparar a los asaltantes, si bien su número era demasiado escaso —y sus saetas demasiado endebles— para frenar el avance de los hombres dragón.

Melegaunt desenvainó su espada negra y dio un paso hacia el enemigo.

—Sin embargo, todavía estoy a tiempo de llevarme a varios enemigos por delante —proclamó el mago.

El recurso a su espada prodigiosa obró el efecto deseado.

—¡Las espadas negras! —gritó Idona, volviéndose hacia la hilera de armas—. Con ellas podemos igualar...

—No. —La voz de Bodvar resonó tranquila pero firme y segura—. Idona, tú tendrías que saberlo mejor que ninguna otra mujer. Nunca hay que aceptar el regalo de un demonio.

Idona no replicó. El respeto debido a su marido, que también era su capitán en la lucha, la obligó a morderse la lengua. Idona señaló al cobertizo.

—En ese caso, mejor será que nos repleguemos —indicó—, o muy pronto no nos quedará nada que defender.

Bodvar dio la orden de replegarse cuando ya los hombres dragón se lanzaban sobre ellos desde todas las direcciones. Los asaltantes acometían valiéndose de azagayas con punta de acero, valiéndose de su superioridad numérica para aniquilar a sus oponentes. Media docena de voces humanas gimieron en el primer instante del asalto. Un segundo después, una segunda oleada de hombres dragón atacó lanzándose en picado. Parecía claro que los vaasans no tenían la menor oportunidad. Cuando los humanos tenían suerte y lograban lanzar un ataque a sus enemigos, sus endebles armas rebotaban o se quebraban sin remedio contra las gruesas escamas de los hombres dragón.

En todo caso, los vaasans se defendían con orden y valentía, replegándose con presteza hacia el refugio situado tras la hilera de espadas, luchando hombro con hombro y tratando de herir a sus oponentes en los ojos, las axilas y demás puntos vulnerables. Muy pronto, sobre el suelo rocoso de la isla yacían tantos hombres dragón como humanos.

Melegaunt no tardó en sumarse a la refriega. Protegido por un aura de sombra impenetrable y armado con una espada capaz de hendir cualquier coraza conocida en Faerun, el mago se abría paso entre las filas de los hombres dragón, rebanando piernas y cabezas de forma incesante, eludiendo las azagayas y las garras afiladísimas como el mejor espadachín de los drows.

Uno de los grandes saurios se las ingenió para agarrarlo por detrás en un abrazo de oso, levantarlo en vilo e inmovilizarlo de los brazos para que no pudiera seguir descargando mandobles. Acaso con la idea de llevarlo hacia el cieno y hundirlo bajo la superficie, el ser blanquecino abrió las alas y trató de remontar el vuelo. Melegaunt respondió con un cabezazo que le aplastó el hocico al hombre dragón e hizo que uno de sus colmillos retorcidos le atravesara el cerebro. Cuando el mago volvió corriendo al taller, los demás hombres dragón buscaron con la mirada otros rivales a los que enfrentarse.

Y en aquel momento sucedió algo decisivo.

Tres hombres dragón se fijaron en el refugio semioculto y, tras arrollar a un par de centinelas humanos con sus poderosas alas, se lanzaron a por los niños. El primer guardián se levantó, corrió tras ellos y soltó un mandoble contra la nuca de uno de sus enemigos. Su frágil espada se hizo pedazos contra el sólido cráneo reptiliano.

El otro vaasan echó mano a una de las espadas de cristal de Melegaunt. Un solo tajo le valió para cercenarle las piernas a un primer enemigo antes de rebanarle la columna vertebral a un segundo y atravesarle el corazón a un tercero por detrás. Mientras el último saurio caía de rodillas, el guerrero soltó un gemido de angustia, se llevó la mano al corazón y se tambaleó. Una de las mujeres apiñadas en el refugio gritó su nombre con desespero. Con todo, el guerrero no cayó. Su pelo y su barba de pronto se tornaron tan biscos como la nieve. El color desapareció de su rostro, que se volvió pálido como el marfil, y, cuando volvió a la batalla, sus ojos eran tan negros y muertos como los de los propios seres del limo, mientras que la espada que tenía en la mano había perdido su translucidez cristalina.

Un hombre dragón fue a por él y le dedicó un lanzazo con su azagaya de roble. El vaasan descargó un tajo con la espada y cortó la lanza en dos como si fuera una ramita. Una sonrisa siniestra apareció en su rostro antes de atravesar el pecho de su oponente y lanzarse a por nuevos enemigos.

Su éxito provocó que un segundo guerrero esgrimiera otra de las espadas mágicas y que una mujer del refugio hiciera otro tanto para proteger a sus hijos de la amenaza de un atacante cercano. Tras liquidar a sus primeros enemigos, ambos sufrieron una transformación similar a la del primer guerrero. Lo mismo que éste, al momento acometieron a los demás saurios. Una docena de hombres dragón al momento levantaron el vuelo con intención de coger las fabulosas espadas. Sin embargo, la intentona se vio ahogada en sangre por un número similar de defensores más rápidos a la hora de hacerse con las espadas.

Bodvar se acercó a Melegaunt y a punto estuvo de perder la mano cuando cometió el error de posarla sobre el hombro del mago sin previo aviso.

—¡Deténlos!

—¿Cómo? —preguntó Melegaunt, quien respondió a la arremetida de un enemigo cercenándole un ala de golpe y rebanándole las piernas por las rodillas—. Es su decisión. Prefieren vivir a perecer.

—¡Pero no quieren vivir a tu servicio! —objetó Bodvar—. ¡Tú planeaste todo esto!

—Yo no planeé nada —respondió el mago, mientras señalaba con el dedo a un rival y lo fulminaba con un relámpago de sombra—. No soy tan poderoso.

—Ni yo tan necio como piensas —dijo Bodvar. El vaasan dio un paso al frente. Melegaunt sintió que la punta de una espada se hincaba en su espalda—. Libera ahora mismo a los míos.

Melegaunt miró al otro de forma furibunda.

—Bodvar, me temo que en este momento cuentas con enemigos peores que yo. —Seguro de que su coraza de sombra le confería invulnerabilidad, echó la mano hacia atrás y quebró la espada de acero con un giro de muñeca—. Si quieres verlos libres del encantamiento, ocúpate tú mismo de conseguirlo. Todo lo que tienes que hacer es convencerlos de que suelten las espadas.

Melegaunt apartó a Bodvar de un empujón y volvió a sumirse en la lucha. Armados con casi todas las espadas de cristal, los vaasans parecían tener la situación controlada. Los hombres dragón se veían obligados a retroceder, y cuando abrían las alas para escabullirse de sus oponentes, lo normal era que una sombra centelleante los derribara en el acto. Los pocos que seguían indemnes finalmente se las ingeniaron para escapar volando a toda prisa.

En la isla quedaban decenas de saurios malheridos y con las alas hechas trizas, imposibilitados de huir pero todavía peligrosos. Los vaasans fueron a por ellos, los acorralaron y los obligaron a retirarse hacia los acantilados situados al este del taller. Al advertir que tan sólo una de las mágicas espadas seguía en su sitio, Melegaunt dejó que los guerreros terminasen de rematar al enemigo, empuñó la espada y la metió en la funda vacía que llevaba amarrada al cinto. Fue entonces cuando Bodvar de nuevo trató de imponerse.

—¡Mis guerreros, miraos bien un momento! —exhortó—. ¿Veis lo que las armas funestas de Melegaunt han hecho de vosotros?

Melegaunt soltó un bufido y negó con la cabeza. Bodvar era testarudo a más no poder y tenía una enorme confianza en su propia posición; razón por la que el mago lo había escogido. El jefe guerrero y su leal esposa en aquel momento se estaban dirigiendo hacia los suyos. Idona llevaba en las manos un manto repleto de espadas de acero, que Bodvar intentaba infructuosamente entregar a los guerreros de su tribu.

—¡Acabad la batalla con vuestras propias espadas! —insistía.

Uno de los guerreros hizo un gesto de desdén.

—¿Para qué? —El guerrero levantó su espada oscura y dijo—: Esta es mucho mejor.

—¿Mejor?

Bodvar trató de echar mano a la espada, momento en que recibió un codazo en pleno rostro que dio con él en el suelo.

—¡Esta espada me pertenece! —afirmó el guerrero.

—¿En serio? —apuntó Idona, dejando caer al suelo las espadas de acero—. ¿No será más bien que tú le perteneces a ella?

Idona fulminó a Melegaunt con la mirada. Un estremecimiento recorrió la espalda del mago mientras Idona trataba de levantar a su marido del suelo.

—Vamos, Bodvar. —La mujer se las arregló para ponerlo en pie—. Ya no somos Águilas de Moor.

—¿Vais a abandonarnos? —preguntó con incredulidad el guerrero que acababa de derribar a Bodvar. El guerrero miró su espada negra un segundo mientras un murmullo de descontento y decepción resonaba entre los demás. El guerrero bajó la espada y suplicó—: ¡Esperad...!

Melegaunt maldijo a Idona para sus adentros y dio un paso al frente sin saber bien qué hacer ante aquella reacción inesperada. Como en otras ocasiones, fueron los hombres dragón los que lo salvaron. Todos a una se lanzaron al contraataque, embistiendo contra los distraídos vaasans. Dos guerreros cayeron muertos al instante. El taller entero se vio sumido en un torbellino de violencia todavía más feroz que el anterior. Al advertir que un par de saurios se lanzaban contra Bodvar, Melegaunt derribó al primero de ellos con un relámpago de sombra. El segundo, sin embargo, resultó demasiado rápido. Tras derribar a Bodvar en su carrera, el saurio se fechó encima de Idona. En el fragor de la batalla, Melegaunt perdió de vista a la mujer.

El mago corrió en su dirección espada en mano, descargando relámpagos de sombra a su alrededor, pero la lucha era tan confusa como rápida y desordenada. Antes de que pudiera unirse otra vez a Bodvar, Melegaunt tuvo que atravesar a dos hombres dragón con su espada y agarrarse por los pelos a una línea de sombra para no verse precipitado acantilado abajo.

Cuando por fin dio con Bodvar, Melegaunt deseó no haberse salvado de la muerte. Bodvar estaba de pie entre un montón de cadáveres ensangrentados de saurios y vaasans, con dos rotas espadas de acero en la mano y con el terror más absoluto pintado en el rostro mientras contemplaba los restos de la matanza.

—¿Idona?

En ese momento se fijó en una pierna de mujer que pateaba el suelo bajo un hombre dragón muerto. Bodvar se valió de su bota para apartar el cuerpo blanquecino y escamoso, momento en que advirtió que la pierna era la de otra mujer.

Sin decir palabra, Bodvar le volvió la espalda.

—¿Idona...? —preguntó.

—Allí —barbotó alguien—. La hemos perdido.

Melegaunt se volvió hacía aquella voz. Con el rostro lívido, uno de los guerreros estaba señalando a un extremo del campo de batalla, allí donde un grupito de hombres dragón estaban escapándose. Los saurios estaban empezando a atravesar el camino de escollos sobre el cenagal, y cada uno de ellos cargaba con el cuerpo muerto de un vaasan sobre el hombro. El último cadáver visible era el de la joven esposa de Bodvar, quien tenía la garganta cercenada y la cabeza echada hacía atrás. De un modo u otro, sus ojos azules parecían seguir fijos en Melegaunt.

—¡No! —exclamó éste. El mago puso su mano en el hombro de Bodvar y se lamentó—: Lo siento mucho, Bodvar. No sabes cuánto lo siento...

—¿Y por qué? Al fin y al cabo, has conseguido lo que te proponías —afirmó Bodvar, quien llevó su mano a la funda de Melegaunt, empuñó la última espada oscura y fue a por los dragones con intención de recobrar el cuerpo de su mujer muerta—. Ya tienes tus veinte almas.

Un deporte sangriento

Christie Golden

Ganadora de varios premios literarios, Christie Golden publicó su primera obra,
El vampiro de las nieblas
, en 1991, y en la actualidad lleva escritas veintidós novelas y unos veinticinco relatos de fantasía, ciencia ficción y terror. Los lectores pueden visitar su página
www.christiegolden.com
.

Publicado por primera vez en

Realms of lnfamy.

Edición de James Lowder, diciembre de 1994.

Es imposible mantener quieto a un buen vampiro.

El vampiro elfo Jander Sunstar apareció por primera vez en la novela
El vampiro de las nieblas
y, más tarde, en los relatos de Reinos Olvidados «One Good Bite», «The Quiet Place» y este mismo, «Un deporte sangriento».

A pesar de que
El vampiro de las nieblas
se publicó hace mucho tiempo, por lo menos una vez a la semana me siguen llegando mensajes electrónicos en los que los lectores me preguntan por Jander. Éste seguramente es mi personaje más conocido, un personaje con el que estoy encantada.

«Un deporte sangriento» habla menos de Jander y su bondad que de lo que la compasión puede obrar en alguien cuya imagen externa se basa por entero en la crueldad y el odio.

Las escenas del duelo final, que tiene lugar en un monumento de piedra durante una noche nevada, se han comparado con las películas de Tim Burton, y el momento en que Shark comprende quién es el verdadero villano de la historia acaso sea una de las escenas con más fuerza que he escrito.

Me siento orgullosa de que uno de mis relatos haya merecido su inclusión en esta antología.

C
HRISTIE
G
OLDEN

Marzo de 2003

P
or lo que sé, estás acostumbrada a encontrarte entre rejas —dijo la mujer conocida como Shark. Sus negros ojos miraron fijos y con dureza a través del ventanuco enrejado de aquella celda de la cárcel de Mistledale—. Si no me equivoco, una vez fuiste capitán de los Jinetes, ¿no es así? Te llamaban Rhynn «el Justo», ¿verdad? Claro está que eso fue antes de que traicionaras a quienes tenías que proteger.

Rhynn, una elfa lunar con el pelo color añil, no respondió. Sólo sus puños apretados, unidos con grilletes de metal por las muñecas, dejaban traslucir su tensión.

Shark abrió la puerta con la llave que le había proporcionado el nuevo capitán de los Jinetes. La mujer apoyó su cuerpo esbelto y bien torneado en la fría piedra de la celda. La mirada de la elfa se volvió más hostil, por mucho que su cuerpo estuviera temblando. Una sonrisa malévola se pintó en el rostro bronceado de Shark. Su práctico atavío masculino —guerrera de lana, pantalones de montar y capa— mantenía su cuerpo caliente, incluso en pleno mes del Martillo. Por su parte, Rhynn Oriandis apenas estaba envuelta en una astrosa túnica vestida por decenas de reclusos con anterioridad. De piel tan pálida como las de las presas que Shark gustaba de cazar, en aquel momento tenía la piel de gallina.

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