Tenía las manos apoyadas en el marco vacío, como si estuviera hablando con alguien que se encontraba en el interior de la casa.
—¡Alto ahí! —le ordenó.
El chico se volvió y la miró. Jirones de carne descompuesta le colgaban de la cara: era un siervo. Caxton le disparó sin pensar y el frágil cuerpo estalló en pedazos, que cayeron al suelo. El hedor que desprendía le llenó a Caxton los ojos de lágrimas. La agente se acercó para examinarle los bolsillos y entonces, por primera vez, tuvo ocasión de mirar por la ventana.
Deanna estaba allí, desnuda de cintura para arriba, con las manos, la barbilla y el pecho cubiertos de sangre rojísima.
—¡Por Dios, Dee, por Dios! ¿Qué te ha hecho? —sollozó Caxton.
Le limpió la cara con un trapo húmedo y vio que tenía una herida de ocho centímetros en la barbilla. Aunque lograra llevar a Deanna al hospital antes de que se desangrara, iban a tener que darle puntos. Caxton sacó del corte las esquirlas más grandes de cristal, pero sólo logró que la herida sangrara aún más. Abrió el cajón donde guardaba las tijeras y el hilo y encontró un rollo de cinta adhesiva gruesa. A falta de una idea mejor, cortó un trozo, lo colocó encima del corte y presionó con fuerza.
Deanna aulló de dolor. Estaba tendida en el suelo de la cocina, tenía los ojos firmemente cerrados, las rodillas pegadas al pecho y las manos envueltas con una vieja camiseta que estaba empapada de sudor. Tenía heridas también en la frente y por todo el cuerpo, pequeños cortes y desgarros más importantes. Caxton llamó al teléfono de emergencias y le dijeron que iban a mandar una ambulancia, pero Deanna no dejaba de sangrar.
—¿Qué te ha hecho? —volvió a preguntarle Caxton, que se manchó la cara de sangre al intentar limpiarse las lágrimas. Si la ambulancia no llegaba pronto iba a perder a Deanna como antes había perdido a su madre; aquello era más de lo que era capaz de soportar—. ¿Qué te ha hecho?
—¿Quién? —gimió Deanna. La habían hipnotizado, o tal vez estuviera en estado de shock, pero empezaba a recuperar la conciencia y, con ésta, llegaba el dolor. Caxton le acarició el pelo rojo e intentó tranquilizarla, pero la sangre manaba sin parar. No sabía qué hacer, cómo salvar a Deanna. Tenía ganas de ponerse a gritar—. ¿Quién? —volvió a preguntar Deanna.
—El siervo, esa cosa que había junto a la ventana —respondió Caxton con un grito ahogado.
—No había nadie... —empezó a decir Deanna, pero se detuvo a media frase y soltó un alarido de dolor—. No había nadie en la ventana Estaba sola y... y no lograba despertar, tenía una pesadilla y no podía, no podía...
Deanna volvió a gritar. Caxton la abrazó y la acercó aún más a ella. Las abundantes lágrimas no le permitían ver dónde había sangre y dónde no.
—Estaba soñando que una... una... una roca enorme te aplastaba; se te salían las tripas y había sangre por todas partes. Me he despertado, pero sólo a medias. Seguía viendo tu cuerpo destrozado y hecho trizas, lo veía incluso cuando cerraba los ojos.
—Shhh —dijo Caxton, que abrazó a Deanna. Entonces se dio cuenta de que las heridas podían reabrirse por la presión y la soltó un poco.
—He venido a la cocina porque he oído que algo se rompía —lloriqueó Deanna—; cristales, he oído ruido de cristales rotos. Me he acercado a la ventana y el cristal tenía una grieta de arriba abajo y una gota de sangre salía de ella. No podía soportar aquella imagen, de modo que he intentado limpiar la sangre con la mano, pero entonces ha empezado a salir más sangre. Entonces, al intentarla limpiar con más fuerza, la grieta ha estallado y de pronto había cristales por todas partes. —Escondió el rostro en la camisa de Caxton—. Había sangre por todas partes.
En el dormitorio algo cayó al suelo. Caxton levantó la cabeza, alerta, con una brusquedad que la sorprendió incluso a ella Una voz maldijo en español, una voz que no era humana.
Había otro siervo, dentro de la casa.
—Dee, tengo que dejarte un segundo —susurró—. Tengo que hacer algo, pero no te preocupes, estarás bien.
—No —le rogó Deanna.
—Estarás bien. La ambulancia va a llegar en cualquier momento. Tú haz lo que te digan los enfermeros y yo volveré enseguida.
—No, por favor, por favor, no me dejes —maulló Deanna, pero no importaba. Caxton se agachó en el suelo de la cocina, comprobó el estado de la cinta adhesiva en la mejilla de Deanna y se dio cuenta de que empezaba ya a desengancharse. Lo apretó con los dedos y más o menos se volvió a pegar. Desenfundó el arma de nuevo, se arrastró hasta el pasillo y se dirigió hacia el dormitorio.
—¡Cariño, vuelve aquí! —chilló Deanna—. ¡Me duele muchísimo!
Pero Caxton sabía lo que tenía que hacer. Entró en el dormitorio. Junto al armario había un siervo ataviado con gorra de béisbol y una camiseta de fútbol americano. Había tumbado la mesita de noche de Caxton y su despertador estaba hecho añicos en el suelo de madera.
— Hostia puta
—gruñó. Entonces miró a un lado y a otro de la habitación, con los brazos apoyados en la pared. Sus intenciones estaban claras: frente a él, al otro lado del cuarto, la ventana estaba abierta. Si era más rápido que ella, iba a escapar fácilmente.
Sin embargo, antes de que pudiera dar siquiera tres pasos, Caxton le barrió las dos piernas y el tronco del siervo cayó al suelo con un sonido seco. El engendro soltó un alarido, pero la agente se sentó a horcajadas sobre su pelvis y la parte inferior de la columna, de modo que éste sólo podía mover las manos y las piernas sobre el suelo, como si intentara huir nadando.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó con la voz más fría de la que fue capaz. Sabía que si perdía el control, iba a aplastarle el cráneo y se habría terminado. No es que le importara demasiado, pero la necesidad de obtener información pesaba más que sus ganas de revancha—. Dímelo y te dejaré marchar.
— ¡La concha de tu hermana!
—gritó el siervo, que se retorció bajo su peso, intentando liberarse. Pero Caxton era más fuerte; el engendro debería haber sabido que no iba a ser capaz de soltarse sin terminar desmembrado.
—Vinisteis aquí buscándome a mí, ¿verdad? Me queríais a mí pero habéis intentado matar a Deanna. ¿Por qué? ¿Por qué?
Botó encima del cuerpo del siervo hasta que éste empezó a gritar.
—Yo no la conozco a usted de nada, señora —gritó en inglés—. ¡No tengo ni idea!
—Vinisteis por mí y vas a decirme por qué. El siervo se agitó violentamente. —Si digo algo, me mata.
—¿Quién te va matar? ¿El vampiro? —preguntó Caxton—. ¿Reyes?
—¡No, si le parece le estoy hablando del presidente Bush, señora!
El siervo gruñó, resopló y se alzó medio centímetro del suelo, levantándola a ella al mismo tiempo en una sobrenatural demostración de fuerza. Sin embargo, pronto se dejó caer de nuevo con un jadeo de frustración.
— Me cago en Jesús y la Virgen,
máteme ahora y terminemos de una vez, ¿vale?
Caxton pensó en Arkeley y en cómo éste lograría sonsacarle información al siervo. Sabía que lo torturaría. Le haría exactamente lo que el siervo más temía de los vampiros. Le tenía más miedo al dolor que a la muerte. En su momento, Caxton había advertido a Arkeley de que no podría contemplar la escena de brazos cruzados. Le había dicho que no podría tolerar la tortura.
Aunque claro, hasta ese momento nadie había intentado matar a Deanna.
Caxton agarró el dedo índice de la mano izquierda del siervo. Tenía un tacto muy peculiar, no se parecía en nada a un dedo humano. No tenía piel y la masa carnosa era escasa, era más bien como agarrar una costilla cruda. Caxton lo retorció con todas sus fuerzas hasta que se lo arrancó de cuajo.
— ¡Coño!
—gritó el siervo con un alarido horrible, un chillido de dolor absoluto.
El dedo quebradizo se movía como un ciempiés dentro del puño de Caxton. La agente lo lanzó bien lejos. Entonces le agarró el dedo corazón de la misma mano. Le dio un segundo al siervo para que pensara en lo que iba a suceder a continuación, y de pronto, sin decir palabra, se lo arrancó.
Sólo le quedaba el pulgar de la mano izquierda cuando finalmente habló:
—Nos ordenó que viniéramos aquí para llevarnos a quien encontráramos, eso es todo. ¡Señora, por favor, no siga!
—¿Quién os lo ordenó? ¿Efraín Reyes?
—Sí, ¡ése mismo! Nos dijo que viniéramos a buscarla a usted, a la
tortillera
de su novia, a los perros, a cualquiera que estuviera aquí. Incluso nos dijo cómo, con el
hechizo.
Caxton le agarró el pulgar y le preguntó a qué se refería.
—Un hechizo, ¡un maleficio o algo así! Oiga, señora, le estoy contando lo que quiere saber, así que sea amable, ¿vale?
—¿La has hipnotizado? Has hipnotizado a Deanna, ¿verdad?
El siervo forcejeó de nuevo, pero cada instante que pasaba estaba más débil. No tenía sangre que derramar, pero el dolor parecía dejarlo sin fuerzas.
—Sí, pero sólo funciona mientras la víctima está dormida y sueña.
—¿Por qué nosotras? ¿Por qué te han mandado a esta casa?
—Eso no nos lo explica. No nos pone al corriente de sus planes, simplemente dice,
«vamos»,
y yo voy. Por favor, señora, por favor, le he dicho todo lo que sé.
Sonó una sirena al otro lado de la pared. Caxton oyó cómo alguien aporreaba la puerta y gente que se agolpaba frente a la entrada de la casa.
—Está bien —dijo.
Entonces cogió la pistola y le hundió la culata en el cogote. El siervo dejó de moverse de inmediato. Caxton se levantó del suelo, despacio, con esfuerzo, y enfundó el arma. La ropa se le pegaba al cuerpo allí donde la sangre se había secado. Entonces se dirigió hacia la cocina y abrió la puerta al equipo médico. Deanna estaba en el suelo, hecha un ovillo, y lloraba lastimeramente. Había sangre por todas partes.
Una camilla pasó junto al rostro de Caxton, a menos de diez centímetros de distancia. La empujaban a toda velocidad por la rampa principal de la entrada de la sala de emergencias, pero a Caxton le pareció que flotaba, desatendida, por el universo infinito, sin prisas. El cuerpo que yacía en la camilla había quedado reducido a una montaña de harapos manchados de sangre. Ni siquiera pudo verle la cara. Pero de pronto el cuerpo le tendió una mano a Caxton. Tenía la piel quemada y se le iba desprendiendo; los dedos embadurnados de sangre espesa y coagulada. Caxton no pudo distinguir si se trataba de una mano masculina o femenina. De cualquier modo, Caxton extendió la suya y la tocó. Los dedos se entrelazaron, pero acto seguido aquella mano se le escabulló y la camilla se alejó flotando por la rampa.
—¡Plasma! —gritó alguien.
Caxton entrecerró los ojos y trató de aclararse la cabeza.
Llevaba horas y horas sentada en el pasillo sin más ocupación que contemplar el desfile constante de cuerpos mutilados. No debería estar allí; de hecho había una sala de espera, equipada con seis televisores y varios kilómetros de revistas para mujeres heterosexuales, pero ser policía tenía sus privilegios. La mayor parte del equipo de emergencias y enfermeras que pasaban por allí ni siquiera le dedicaban una fugaz mirada, simplemente daban por hecho que Caxton estaba custodiando la entrada. Pero en realidad se había sentado allí para poder estar unos metros más cerca de Deanna. Le habían negado el acceso a la sala de operaciones y a la sala de recuperación, de modo que lo más cerca que podía estar de ella era en el pasillo.
Pensó en la mano. Tenía la sensación de que ésta había salido de un sueño, aunque sabía que era real. La había tocado. Bajó la mirada y vio que sus dedos estaban manchados de sangre de verdad. La mano le olía a gasolina y a mierda, un olor que le resultaba muy familiar. El olor de un accidente catastrófico. Aquella mano había sido real, cálida y viva; a diferencia del siervo al que había torturado y ejecutado en el suelo de su dormitorio. A diferencia de los vampiros que querían destrozarle la vida.
Caxton suspiró, se cruzó de brazos y esperó. Había intentado leer una revista, pero no podía concentrarse. A su mente acudían palabras e imágenes inconexas, que no guardaban relación alguna con la investigación, ni tampoco eran recuerdos de Dianna, sino pequeños e inverosímiles destellos de pensamiento. Se preguntó si la leche que había dejado en el mármol de la cocina se agriaría. Aunque, teniendo en cuenta que la ventana estaba arrancada de cuajo, en la cocina debía de hacer el mismo frío que en el exterior. Cualquier podría entrar por el agujero que había dejado la ventana; ¿debía llamar a alguien para que comprobara el estado de la casa; para que, por lo menos, cubriera la ventana con un cartón? Y, si lo hacía, ¿debía pedirle que entrara en la cocina y guardara la leche en la nevera?
No podía desconectar la mente, no era tan fácil. Tan sólo lograría apagar el cerebro durmiendo y aún le quedaba mucho para eso. Los pensamientos banales, las simplezas cíclicas e interminables, por insoportables que fueran, cumplían su función. Impedían que Caxton pensara en las cosas importantes, en las cosas realmente serias. En lo que la asustaba, como, por ejemplo, que los vampiros querían matarla. Tanto que mandaban a sus esclavos para que no dejaran ni un alma viva en su casa. Ni un alma. Probablemente, los siervos habrían matado incluso a los perros, para que no se les pudiera acusar la falta de celo. Para que no pensara en que Arkeley le había dado la espalda. Ya ni siquiera podía confiar en que éste fuera a defenderla de las fuerzas oscuras que querían apoderarse de su vida. Aunque en realidad Arkeley aún contaba con ella, aún quería servirse de ella, pero Caxton no iba a formar parte activa de la investigación.
Pensaba también si hay realmente alguna diferencia entre alguien que ha sido hipnotizado para que rompa una ventana y se autolesione con los cristales, y alguien que un día sufre un desequilibrio químico en el cerebro y se cuelga en el dormitorio. Su madre tenía un buen trabajo y mucho dinero. Tenía a una hija encantadora que la necesitaba a su lado, una casa preciosa y compañeros de
bridge,
se reunía con los miembros de su Iglesia y acudía a cenas comunitarias. Vacaciones, familia, jubilación. Su suicidio fue un misterio para todos los que la conocían. Había sido un error, tenía que haberse tratado de un error.
No había nada en la vida de Deanna que la alentara a seguir viviendo. No tenía trabajo y su familia la detestaba por lo que era. Tenía una pareja a quien amaba, pero que, aunque lo intentaba, no tenía tiempo para ella. No tenía futuro. Creaba obras de arte que nadie comprendía.