Caxton le explicó que había torturado a un siervo, le contó cómo le había arrancado los dedos al hijo de puta y cómo éste, poco a poco, de forma casi imperceptible, había ido entrando en razón. Arkeley no dijo en ningún momento que cediera, pero dejó de insistir con tanta vehemencia en que la agente no tomara parte en la operación. Caxton sabía que era lo máximo que iba a sacarle.
Tuvieron que para a repostar en las afueras de Lancaster. Cuando el camión dejó de cimbrearse y finalmente se detuvo, la calma repentina sorprendió a Caxton. Salió del Granola Soller para estirar las piernas y luego se apoyó en el lateral del vehículo junto a la capitana Suzie mientras DeForrest se encargaba del surtidor. Para llegar al depósito de gasolina primero tuvo que desensamblar parte el blindaje. Desde dentro de la estación de servicio, el encargado los observaba con mirada perdida, como si viera agentes estatales con uniforme de combate cada mañana. Al cabo de un rato Caxton se dio cuenta de que estaba dormido, sentado en su silla. Probablemente fueran los primeros clientes de su turno.
De repente DeForrest se quedó helado, justo en el momento en el que Caxton se estaba preguntando si debía despertar al encargado para comprar algo de comer. El agente del equipo de emergencias soltó la manguera y se alejó unos pasos del surtidor. Miró a la capitana Suzie y señaló hacia los árboles que había al otro lado de la autopista.
—Allí —dijo.
—¿Puede confirmar el avistamiento, Caxton? —preguntó Suzie. El miedo, como si de agujas de hielo se tratara, se le clavó a Caxton en el corazón.
—¿Qué quiere que confirme? —preguntó.
Miró hacia los árboles oscuros, esperando encontrar el rostro descompuesto de un siervo, la piel blanca de un vampiro, atenta al menor movimiento. Entonces vio unas manchas negras, como jirones de sombra, que revoloteaban por entre las copas de los árboles. Una sonrisa le iluminó levemente el rostro y Caxton se volvió, sacudiendo la cabeza. Los miembros del equipo de emergencias estaban ya en cuclillas, en posición de disparo, con las armas sobre el hombro. Sus rostros reflejaban una gran seriedad. Estaban aterrorizados y la miraban a ella.
—Tan solo son murciélagos —dijo—. Son animales nocturnos y el sol está a punto de salir; supongo que se irán a su casa —explicó y se encogió de hombros—. Son murciélagos, nada más.
La capitana Suzie frunció el ceño y levantó el arma, pero no abandonó la posición de disparo.
—Entonces, ¿no hay peligro?
—No —respondió Caxton—. No hay ninguna conexión, se trata tan sólo de un mito.
Se dio cuenta, sorprendida, de que a los agentes del equipo de emergencias no les importunaba su presencia. Mientras montaban de nuevo al vehículo para reemplazar la marcha, comprendió que les aliviaba tenerla junto a ellos: era una cazadora de vampiros con experiencia. Sólo esperaba que el éxito de la misión no dependiera de su pericia.
Cuando llegaron a Kennet Square, el alba hacia que las líneas blancas de la autopista relucieran y flotaran encima de la negrura del asfalto. O tal vez aquello fuera tan sólo fruto de la falta de sueño de la agente Caxton. Cuando el sol empezaba a trepar por los árboles, cruzaron el pueblo que, por lo menos en el mapa, tenía una forma literalmente cuadrada.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Reynolds. Caxton también lo había notado: un olor intenso, a tierra, que de vez en cuando adquiría una acritud desagradable.
—Ésta es la capital mundial del champiñón —le explicó a la capitana Suzie—. ¿No lo sabías? Ése olor es el del material en el que cultivan los hongos.
DeForrest olisqueó el aire.
—¿Mierda? —preguntó.
La capitana Suzie se encogió de hombros.
—Bueno, en realidad es estiércol. Lo tienen en esos largos cobertizos para que se cueza, día y noche, y así se esterilice. Toda esta parte del Estado huele así casi todo el tiempo. Yo antes vivía por aquí y te aseguro que terminas acostumbrándote.
—¿Terminas acostumbrándote al olor de la mierda cocida? —dijo Reynolds como si estuviera tomándole las medidas a esa idea.
—Sí, y al final ya casi ni lo notas —le aseguró la capitana Suzie—. Al cabo de unos días se acostumbra uno a todo.
«¿También a torturar?», se preguntó Caxton. «¿Se acostumbra uno a torturar a sus enemigos para sonsacarles información?». Aunque en realidad temía conocer ya la respuesta.
Pasaron por encima de unas vías de tren que hicieron que el Granola Roller se tambaleara alarmantemente y al final llegaron a la subestación. La guarida de Efraín Reyes, si tenían un poco de suerte; aunque a lo mejor encontrarla sería una desgracia. Caxton comprobó el estado de sus armas, probó los mecanismos, sacó la recámara y la volvió a colocar. Los agentes del equipo de emergencias siguieron su ejemplo. Arkeley aparcó junto a la verja de la subestación y bajó del coche.
—Pero ¿qué está haciendo? —preguntó la capitana Suzie.
Fue el propio agente federal quien le respondió a través de un auricular inalámbrico que llevaba en la oreja. Tocó el minúsculo micrófono con un dedo y la radio del vehículo blindado crujió. DeForrest pulsó varios botones.
—¿Puede repetirlo, cambio? —le pidió.
—He dicho que a partir de aquí voy a seguir a pie —les comunicó Arkeley—. Ustedes pueden seguirme como prefieran, aunque este lugar no fue diseñado para albergar un desfile militar.
—Se está burlando de su camión —le explicó Caxton a la capitana Suzie.
La otra mujer puso mala cara.
—Si quiere puede burlarse también de mi nariz, pero no tengo intención de continuar a pie —dijo sin un atisbo de sonrisa.
La subestación ocupaba aproximadamente ocho kilómetros cuadrados, todos ellos rodeados o por un muro de ladrillo o por una verja. El equipo de emergencias había conseguido los planos del lugar. La empresa que abastecía de electricidad la zona había abandonado la subestación hacía un año —después de construir y conectar a la red una estación nueva, mayor y más segura— y aún había operarios desmontándola. Sin embargo, trataba de algo más que una simple demolición: en el interior había productos químicos y compuestos de todo tipo dentro de los grandes transformadores que componían el grueso de la subestación, desde gas de hexafluoruro de azufre hasta bifenilos policlorados líquidos. Los transformadores debían desmontarlos pieza a pieza profesionales preparados; ingenieros electrónicos, para ser exactos. Hombres como Efraín Reyes antes de que muriera.
Arkeley había obtenido el permiso de los propietarios para registrar el lugar. Le habían entregado la llave del candado de la reja principal. Existía una cierta preocupación ante la posibilidad de que Reyes hubiera cambiado el cerrojo, pero la llave funcionó sin problemas. Arkeley empujó la pesada puerta y entró.
Reynolds puso el Granola Roller en marcha y avanzó, aunque todo el rato se mantenía a ocho metros de distancia de Arkeley. El federal avanzaba a paso ligero, como si supiera qué estaba buscando. Cruzaron por un estrecho pasillo flanqueado por dos hileras de altas cajas de empalmes cubiertas con unas piezas redondas de material aislante que parecían las agujas de una iglesia futurista. Al otro lado estaban los transformadores propiamente dichos, unos bloques de metal gruesos y macizos colocados en hileras perfectas.
—Creía que habíamos salidos a cazar vampiros, no el monstruo de Frankenstein —bromeó DeForrest, pero nadie le rió la gracia—. ¿Para qué sirven todos estos cacharros?
—Sirven para reducir el voltaje de la electricidad que llega de las centrales eléctricas —explicó Caxton—, para luego poder mandarla a las casas.
Pego la cara a la rendija de la ventana e intentó ver lo que Arkeley debería de estar viendo. Nada se movía en la subestación salvo las hojas amarillentas que arrastraba la brisa y que se perseguían unas a otras de aquí para allá.
Al fondo del pasillo había una vieja caseta de interruptores. En su día debía de haber albergado los cortacircuitos originales de las subestación y tal ven incluso los fusibles, si el lugar era lo bastante antiguo. Se trataba de una construcción de una sola planta, de ladrillo oscuro y con ventanas con parteluz que no dejaban penetrar demasiada claridad.
Tenía que ser el lugar que buscaban. Detrás de la caseta había una alambrada de tela metálica y, al otro lado, campos de maíz de tono amarillento de dos metros y medio de alto, rodeados de vegetación que se extendía en todas direcciones. Si Reyes se escondía en la subestación, estaría en la caseta de los interruptores.
Arkeley se acercó a la puerta y la abrió. Hubiera lo que hubiera en el interior, el sol aún no lo había alcanzado. El agente federal desenfundó el arma y sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta.
—Voy a entrar, si alguien desea acompañarme que lo haga —dijo Arkeley por radio.
—Eso no es lo que habíamos planeado —respondió la capitana Suzie—. Ni tampoco es lo que quería el comisionado. Podría ser peligroso.
—Pero ha salido el sol —dijo Reynolds—. No hay ningún peligro. Es de día, los vampiros no pueden salir durante el día.
—Eso es cierto —corroboró Caxton.
—Me da igual, permaneceremos dentro del vehículo —dijo la capitana Suzie, que clavó los ojos en Arkeley como si pudiera devolverle la mirada desde el asiento trasero del vehículo blindado.
El agente federal se adentró en la oscuridad. Ninguno de los miembros del equipo de emergencias se movió.
—¿Agente? —lo llamó la capitana Suzie—. ¿Agente? Responda, agente. Déme su estado actual. Déme algo, lo que sea.
—Agente especial —la corrigió la voz de Arkeley, que seguía fuera de su campo de visión—. No tengo demasiado que añadir; he encontrado una gran cantidad de telarañas y aparatos oxidados. Un momento, acabo de encontrar una trampilla. Al parecer hay un piso subterráneo. Voy a bajar.
Caxton abrió la puerta del vehículo y saltó al exterior antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. La capitana intentó agarrarla, pero Caxton se le escurrió de entre las manos. Se dirigió hacia la caseta mientras por la radio le llegaban a gritos órdenes de regresar.
Se encontraba ya frente a la puerta abierta de la caseta de interruptores cuando por el rabillo del ojo vio que algo se movía. Dio la vuelta, con el rifle en posición de disparo, y lo vio de nuevo. Al otro lado de la alambrada, sin lugar a dudas, había algo que se movía. Miró a derecha e izquierda y vio que alguien había hecho un agujero en la verja. Era lo bastante grande como para que un hombre adulto pudiera pasar agachado. Se acercó hasta aquel punto y agarró la alambrada con los dedos.
—Arkeley —lo llamó—. He encontrado una salida posterior a la subestación. Y hay alguien al otro lado de la verja.
—Caxton, regresa al coche, joder —dijo él—. Ya le he dicho que.
Pero la agente dejó de escucharlo. Había algo que se movía sigilosamente por el maizal y no era un animal. Se trataba de una persona, tal vez de varias, o. o tal vez de varios siervos. Caxton pasó por el agujero de la verja e inmediatamente oyó un siseo, el ruido de varios cuerpos deslizándose por entre los tallos de maíz. Se desplazó, con un ojo en la mirilla del rifle, y entonces los vio: eran seis siervos, tal vez siete, todos vestidos con sudaderas con capucha. Estaban arrastrando algo a través del maizal, algo grande y hecho de madera oscura con tiradores de latón.
Era un ataúd.
Caxton se llevó el rifle al hombro y disparó una ráfaga de tres balas, pero no le dio a nada, aunque tampoco lo esperaba. Los siervos no se detuvieron y pronto se perdieron de vista, detrás de varias hileras de tallos de maíz. Con la fuerza del arma que tenía entre las manos habría podido arrasar la mitad del maizal, pero sabía que no debía hacerlo. Le habían enseñado que la bala de un rifle puede viajar casi un kilómetro antes de que la gravedad la haga caer. No podía disparar a discreción sin tener la certeza de que no había inocentes a menos de un kilómetro a la redonda. Así pues, no pudo hacer más que contemplar cómo los siervos se llevaban en ataúd a rastras por el maizal.
—Arkeley —dijo a través de la radio—. Arkeley, por favor, responda. Acabo de avistar a un grupo de siervos que se llevan un ataúd a rastras. Por favor, necesito directrices. Arkeley, ¿qué debo hacer?
— ... huesos, cuerpos humanos en. no parece que sean recientes, mucho polvo —dijo éste.
Caxton imaginó que debía estar refiriéndose al sótano de la caseta de interruptores y lo que había encontrado allí. Probablemente no la había oído, pues ella misma apenas lograba entender fragmentos de lo que él estaba diciendo. Era muy posible que parte de la señal de radio se perdiera por la capa de tierra que había entre ambos, pero aquello era irrelevante. Los siervos estaban escapando. Echó un vistazo a través de la alambrada y vio el vehículo blindado. Un miembro del equipo de emergencias había abierto la puerta y la miraba boquiabierto.
—Capitana Suzie, necesito refuerzos —dijo Caxton—. ¡Se están escapando!
—Tengo órdenes de permanecer en el vehículo pase lo que pase. Nuestra seguridad es más importante que cazar a su vampiro. Y las órdenes también la incumben a usted, agente.
—Si no logramos atraparlo ahora, Reyes va a escapar —replicó Caxton—. ¡Si le damos caza ahora, a la luz del día, podremos destruirle el corazón!
—Ha dicho que había tal vez siete de esas criaturas. Nosotros somos tan sólo tres. Vuelva aquí de inmediato, Caxton. Si no obedece una orden del comisionado, a lo mejor obedecerá una mía. Regrese ahora mismo.
Caxton miró alternativamente el vehículo blindado y el maizal. Aún oía el crujir de los tallos, pero el ruido era cada vez más lejano. No sabía qué hacer. Sin embargo, sí sabía qué habría hecho Arkeley en su situación. Sabía sin lugar a dudas lo que habría hecho.
Se abrió paso por entre los tallos y salió corriendo tras los siervos, arrastrando las botas por el barro oscuro.
Las fibrosas hojas de maíz le arañaban el casco y las muñecas desnudas. Los gruesos tallos se le resistían y estaba segura de que si no atrapaba pronto a los siervos, iba a tropezar y se torcería un tobillo, o incluso se lo rompería. Sería una auténtica estupidez lesionarse debido a su sed de venganza, se dijo. Cuando cayó por tercera vez, con las manos hundidas en el barro, se obligó a aminorar la marcha. Era imposible que los siervos avanzaran tan rápido como ella, ¿no? Sus cuerpos debilitados no podían correr tanto, y mucho menos si encima tenían que arrastrar el ataúd. Pasó por entre una hilera de tallos y el rifle se le quedó enganchado. Fue tan sólo un instante, pero a punto estuvo de hacerla caer.