Hace un calor picante y molesto. El sol hiere mis pupilas cansadas pese a las gafas. Empiezo a lamentar el haberme olvidado —un año más— de traer un pulverizador lleno de agua para hacer más soportable la marcha.
—¿Compramos una botella de agua? —pregunta Pilar leyéndome el pensamiento.
Asiento con la cabeza y nos metemos en el Retiro, donde hay algunos espabilados haciendo el agosto a base de vender agua y refrescos a precio de oro a los incautos y olvidadizos como yo. Tras refrescarnos momentáneamente, enfilamos Alfonso XII en busca de Alicia abriéndonos paso como podemos a través de la gente que se arremolina en torno a los camiones y plataformas engalanadas para la ocasión. A lo lejos vislumbro el logotipo del grupo de mujeres del GYLA pero, atenta a no perder de vista el susodicho logotipo, no miro lo que hay a mis pies y acabo por tropezarme con un carrito de bebé. Un bebé cuya cara se queda a pocos centímetros de la mía sonriéndome con picardía creyendo que mi torpeza es algún tipo de juego o cucamona dirigida a él. Un crío que me resulta familiar.
—¡Caray, Ruth! ¡Cuánto tiempo sin verte! —dice la voz que debe pertenecer a la dueña de las manos que conducen el carrito. Alzo la cabeza, aún sujetándome en el armazón del carrito y me encuentro cara a cara con Carmen. Con Carmen conduciendo un carrito que lleva adosada una pancarta que reza: «Las madres lesbianas somos familia». Vaya, no la hacía yo tan reivindicativa.
—¡Hola, Carmen! —la saludo adelantándome a darle dos besos—. ¡Qué bien te veo! ¿Qué tal te va?
—¡Muy bien, gracias! ¿Y a ti?
—Bien, bien —digo sin mucho interés—. ¿Ya te has enterado de la movida del GYLA?
—¡Como para no enterarse! ¡Hoy no se habla de otra cosa! —Menea el carro del niño ligeramente—. La verdad es que ahora me alegro de no haber seguido yendo por allí. Aunque yo tampoco es que sea muy reivindicativa…
Señalo la pancarta que lleva en el carro con la mirada.
—Viendo eso no lo parece —apunto sonriendo. Ella también sonríe aunque de un modo más tímido, como si la hubiera pillado incurriendo en alguna falta.
—¡Oh, bueno, eso es cosa de Susana!
—¿¡Susana!? —pregunto pícara—. Así que cuando decías que te iba muy bien, querías decir muy,
muy
bien —añado subrayando el segundo muy.
Como si la hubiéramos conjurado, una pequeña pelirroja con gafas de sol y pelo recogido en una coleta aparece al lado de Carmen con dos botellas de agua que gotean irremisiblemente.
—Susana, mira —le dice Carmen dirigiéndose a ella— . Esta es Ruth. Ruth, esta es Susana.
Nos damos los dos besos de rigor y a continuación Carmen le presenta a Pilar. Y en esas estamos, manos en los bolsillos o sobre el carrito, miradas que se pasean por los alrededores con incomodidad, conversación de besugos que no saben cómo continuar cuando una especie de vendaval con forma humana se abalanza sobre mí y me arrea un muerdo de esos que te dejan sin aliento.
Alicia (porque he supuesto que es ella ya que verla, lo que se dice verla, no la he visto) se separa de mí.
—¡Ya era hora, cariño! ¿Por qué no me has llamado para decirme que estabas por aquí?
—Te estábamos buscando —le explico sintiendo como una mirada escéptica proveniente de Carmen se clava en mí.
—¿Os vais a subir en la carroza conmigo?
Pilar articula una mueca horrorizada.
—Ni, loca, chata… —comienza a decir pero no acaba la frase porque una voz llama a Alicia desde la carroza.
—Ahora vengo —apunta antes de ir hacia donde la requieren.
—Vaya, vaya, vaya, vaya… —dice Carmen con retintín irónico—. ¿No decías que te caía mal? —pregunta mordaz aunque sólo recibe por mi parte una cara de circunstancias y unos hombros exageradamente encogidos.
—Ya conoces el dicho, los que se pelean se desean… Nos lo decían en el patio del colegio y todavía sigue siendo una verdad como un templo… —apunta Pilar—. Si ya se lo decía yo pero la muy ceporra no quería hacerme caso…
—Bueno, chica, pues que lo disfrutes… —me dice Carmen no muy convencida de lo que ha visto. Lanza una mirada por detrás de nosotras—. Me parece que te llama tu amorcito.
Me giro para comprobarlo. Aliviada veo que Alicia me está llamando con la mano. Nos despedimos de Carmen y Susana y vamos hacia la carroza del grupo de mujeres.
—¿Estaba un poco borde o me lo ha parecido a mí? —pregunto a Pilar cuando ya nos hemos alejado lo suficiente.
—Lo estaba, lo estaba. Pero, ¿qué esperabas? La dejaste una semana antes de San Valentín. Si hubiera sido yo ni te habría mirado a la cara…
Cuando llegamos al pie de la carroza nos encontramos con que Alicia está siendo entrevistada por La Prohibida, supongo que para el vídeo oficial de la manifestación.
—… y por eso hemos decidido dar la cara en un día tan importante, para demostrar que lo ocurrido es sólo obra de unas pocas personas sin escrúpulos que han intentado beneficiarse del esfuerzo de los que luchamos por unos objetivos legítimos…
Me doy la vuelta antes de que a Alicia se le ocurra meterme en su discurso. Pilar también está mirando en otra dirección.
—¿Qué miras?
Pilar señala con la barbilla a un grupito de gente que está a unos diez o quince metros de nosotras y a quienes no reconozco.
—La petarda multimedia y el grupito de bolleras desalmadas… Dios los cría y ellos se juntan… —sentencia suspirando—. Aunque tampoco me extraña. Cuando la petarda vio bailar a la Angie se le caía la baba. Decía que si follaba igual que bailaba, tenía que ser la hostia en la cama… Pues me parece que lo lleva crudo porque con lo especialita que es la otra con las tías…
—Bueno, ¿te subes conmigo en la carroza? —me pregunta Alicia enganchándose de mi brazo, ya libre de micrófonos y preguntas.
Yo le doy un breve beso en los labios y le sonrío.
—No, cielo. Prefiero quedarme en tierra firme. Además, Pilar y yo estamos esperando a Juan y Diego para ver pasar todas las carrozas desde aquí.
—Pues nada… Tú ya sabes dónde estoy. Si no, cuando acabe la mani nos encontramos en la sede del GYLA.
Me da un nuevo beso y luego corre hasta la carroza que está arrancando en ese momento. Ya desde arriba me lanza otro beso. La correspondo agitando la mano, como si fuera una madre que despide a su hija el día que se va de excursión. Pilar se coloca a mi lado y también la mira.
—¿Un mes ya?
—Sí, un mes.
—¿Y cuándo empieza la cuenta atrás? —la miro interrogante a través de las gafas de sol—. No me mires así, tía, todos sabemos que es cuestión de tiempo el que acabes dejándola…
—¡Joder, tronca! —respondo airada comenzando a andar en dirección contraria a la carroza—. Primero das el coñazo diciendo que me tengo que enrollar con ella y ahora me dices que la deje.
—No te digo que la dejes. Eso lo harás tú solita tarde o temprano.
—¿Y si me dura?
Pilar niega con la cabeza al tiempo que sonríe.
—No te durará. Te costó admitir que te gustaba pese a su edad pero su edad será lo que haga que quieras dejarla.
—¿Sabes, Piluca? No te aguanto cuando te pones profunda. No te pega nada…
Mi móvil vibra en mi bolsillo. Es Juan preguntándome dónde estamos. Por lo que me cuenta debemos estar casi al lado. Me pide que levante la mano, se hace el silencio en la línea y unos segundos después tenemos frente a nosotras a Juan y a Diego.
—¡Hola, preciosas! —nos dicen agarrándonos por la cintura y alzándonos a pulso.
—¡Tardones! —protesto yo cuando mis pies vuelven a tocar el suelo.
—Anda, dame un trago de agua —dice Diego haciendo caso omiso de mi queja y cogiéndome la botella que llevo en la mano.
Nos colocamos en la mediana ajardinada de la calle y nos disponemos a ver la salida del resto de las carrozas que aún quedan. Juan, detrás de Diego, le rodea la cintura con los brazos y apoya la barbilla en su hombro. Pilar saca una cámara de fotos y se pone a enfocar a un autobús de dos pisos de una conocida discoteca. Yo me enciendo un cigarro para matar el tiempo.
—Hola, Ruth —me dice una chica que se pone a mi lado.
Me giro y mi mandíbula casi amenaza con descolgarse al ver lo que tengo delante.
—¡Irene…! —trago saliva—. ¡Esther!
Irene mira confundida a Esther. Ella me mira a mí sorprendida.
—¿Os conocéis? —pregunta Irene volviendo a mirarme.
—Sí —respondemos las dos al unísono entre risas incómodas.
Miro a Irene en actitud retadora.
—¿Qué haces tú aquí? ¿De turismo en la semana grande? —le inquiero con acritud.
Irene sonríe intimidada (¿Irene? ¿Irene intimidada?). Baja la mirada un segundo y vuelve a posar sus ojos en mí.
—Sé lo que piensas… —me dice con voz conciliadora.
—¿Ah, sí?
—Ya no estoy con tu hermano, si es lo que te preocupa. Y no, no sabe nada. De lo nuestro, quiero decir.
Me alivia lo que oigo pero no impide que mantenga una actitud defensiva.
—Me alegro. Por él, sobre todo. No me parecía justo lo que le estabas haciendo…
—Y yo me alegro de que no le dijeras nada…
—¿No esperarías que le dijera que su novia le había puesto los cuernos conmigo…?
—Pues sí, me lo esperaba. Parecías muy enfadada…
—Lo estaba… —dejo la frase en el aire y señalo con la mirada a Esther que habla con una chica, no sin sonreír al recordar cierto incidente con cierto disco de Lolita—. ¿De qué conoces a Esther?
—¡Oh! —exclama ella—. Nos conocimos en el Escape. Llevamos unas semanas.
—Así que es tu novia… ¿Y le serás fiel? —pregunto socarrona.
Irene me dedica una sonrisa forzada y algo molesta.
—Nos estamos conociendo. El tiempo dirá…
Y los discos de Camela te harán salir corriendo, pienso para mis adentros. Afortunadamente, la conversación no se prolonga. Esther, que no parece tener nada que decirme, agarra a Irene del brazo y la conmina a ir con no sé quién. Hace un leve gesto con la cabeza hacia mí, como si se despidiera, y ambas se alejan. Yo resoplo con bastante angustia.
—¡Joder! ¿A quién más me voy a encontrar hoy?
Pilar me mira divertida.
—Pues no lo digas muy alto, a ver si va a aparecer la del control de alcoholemia para intentar ligar contigo otra vez… —sugiere entre risas.
—Calla, calla, Pilar, ¡por favor!
Juan y Diego nos miran y se ríen con cara de no entender nada de lo que decimos.
Las carrozas parecen no acabarse nunca. La cabecera ya debe de andar por el final de Gran Vía (debido a las obras de Sol, este año han cambiado el recorrido tradicional de Puerta de Alcalá-Cibeles-Sol) y en Alfonso XII aún queda gente. Cansados de permanecer todo el rato en el mismo sitio les propongo a los demás ir adelantando por la acera para llegar hasta Callao, punto en el que todo se disuelve.
Diez minutos después nos hemos detenido en el Vips que hay al lado de Cibeles a tomar unas cañas y refrescarnos. Luego reemprendemos la marcha bajo un sol que aún se resiste a dejar de castigarnos con sus rayos. A la altura del Cuartel del Ejército una mano me agarra del brazo y detiene mi particular maratón por alcanzar el principio de la mani.
—¡Eh, chicos, esperad! —les grito a los demás cuando veo que se trata de mi amiga Ángela.
Ángela va acompañada de Jose, Chus, Laura y, lo más sorprendente, Silvia. Una Silvia que me mira con temor y recelo y, quizá, un poso de resquemor por creerme la responsable de que su novia la pillara en una infidelidad. Como si ella no hubiera dejado pistas suficientes para que Ángela llegara, como llegó, a esa conclusión por sí sola. Mi amiga se separa del grupo para acercarse a mí.
—¿Qué tal, corazón? —le pregunto dándole dos besos—. ¿Cómo va todo? —añado mirando de soslayo a Silvia.
—Bien, bien —me asegura con una sonrisa ilusionada.
—¿Seguís juntas?
Ángela suspira y baja la mirada.
—Sí —responde finalmente poniendo sus ojos a la altura de los míos—. Nos estamos dando otra oportunidad. Dice que está muy arrepentida y yo quiero creerla… —deja la frase en el aire.
—¿Y si te lo vuelve a hacer? —aventuro yo, aunque al momento me arrepienta de ser tan aguafiestas.
—Pues ya sabe lo que le espera. Le he pasado esta pero no pienso pasarle ni una más —afirma con dureza.
Juan, Diego y Pilar se han puesto a hablar con Jose, Chus, Laura y Silvia y deben estar contando algo divertido porque no dejan de reírse.
—¿Os venís a Callao? —le propongo a Ángela—. Queremos oír el manifiesto. Que después de lo que ha pasado no sé ni quién lo leerá…
—¡Ah, sí! Menuda movida se ha montado… Espera que se lo comento a estos.
Ángela habla con los suyos y al instante estamos los nueve enfilando Gran Vía. Pegamos botes y bailamos al pasar junto a las carrozas sin dejar de avanzar entre el gentío. Para cuando llegamos a Callao vemos que han colocado un pequeño escenario y una pantalla de vídeo. Un hombre, una mujer y una transexual aparecen en la imagen. Me resultan vagamente conocidos, quizá de haberlos visto alguna vez por el GYLA, pero no son ninguno de los cabecillas de siempre.
La mujer ha tomado ahora la palabra y, enardecida, lee en un papel lo que debe ser el final del manifiesto:
—… y es por eso por lo que, pese a todo, pese al daño que nos han hecho los intereses inmorales de unos pocos que pretendían lucrarse gracias a nuestro esfuerzo, estamos hoy aquí más de un millón y medio de gays, lesbianas, transexuales, bisexuales y heterosexuales. Para demostrar que estamos unidos, que seguiremos unidos y que somos merecedores de todo lo que hoy estamos reivindicando. Porque somos personas. Porque somos seres humanos. Porque tenemos derecho a vivir nuestra vida tal y como queramos.
—Así que ya se acabó, ¿no?
—¡Cómo lo sabes, Pedrín…!
—De verdad, tía, no te entiendo. Primero dices que te cae mal, luego la odias y al final acabas liándote con ella. Y, vamos, seguro que ahora se convierte en tu mejor amiga…
—Pues no te extrañe, porque hemos quedado muy bien…
—¿Muy bien? ¿Es que en vez de cortar una relación habéis cerrado un trato comercial?
—No seas bruto, tío. Si la cosa es muy sencilla. Alicia no es tonta y me notaba rara. Fue ella la que me dijo si me pasaba algo, si lo veía claro o si prefería dejarlo antes de que la cosa fuera a más…
—¿Con esa frialdad? ¡Esa tía no es humana, es un robot! ¿No intentó hacer algo?