Estoy saturada.
Me dejaría torturar antes que admitirlo en voz alta pero sí, he pensado mucho en Sara durante estos dos meses. Aunque sigo creyendo que hice lo más correcto, hay momentos en los que no me la puedo sacar de la cabeza…
Hace ya cierto tiempo salí con una chica que, a la semana de estar juntas, me puso una canción para que la escuchase. Se trataba de un petardo tema de McNamara titulado
Gritando amor
. El estribillo venía a decir algo así: «Una semana es un tiempo prudencial para reconocer la nueva realidad». Con ella, esta chica trataba de decirme que aunque me conocía desde hacía apenas una semana, había decidido apostar por mí y lanzarse de cabeza a la piscina. Poco importa que dos o tres meses después, esa misma chica decidiera consigo misma que quería salirse de la piscina y me dejara en extrañas y poco claras circunstancias. En el momento en que me puso la canción, para que la escuchase, consiguió emocionarme. Por lo que aquello significaba para ambas.
Una semana es un tiempo prudencial.
Y una semana fue el tiempo que yo necesité para decidir que era mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Muchos me tacharán de cobarde, otros dirán que soy precavida y para unos pocos tan sólo seré una estúpida. No me importa. Era mi decisión. Y era —es— mi vida. Con sus errores y las consecuencias que puedan venir después.
Mi hermano y yo metemos nuestras bolsas de viaje en el maletero de su coche y nos acercamos a papá y mamá que, de pie en la entrada, nos miran con esa expresión de orgullo que a veces aparece en sus rostros cuando nos ven juntos. Esa mirada de satisfacción de algunos padres cuando ven que, después de todo, han hecho un buen trabajo y han conseguido que sus hijos dirijan su propia vida con acierto. Les cuesta, lo sé, les cuesta mucho, aunque sea sin palabras y sólo a través de gestos, decirnos que están orgullosos de nosotros. Y a mí, a veces, cuando los veo mirarnos así, me resulta complicado no enternecerme. Hoy me dejo llevar y les doy a ambos fuertes abrazos. Samuel, quizá contagiado por mí, también los abraza enérgicamente. Por el rabillo del ojo veo que mi madre intenta reprimir una pequeña lagrimilla que amenaza con escapársele. Antes de que la escena vaya a más y se convierta en el final del capítulo de alguna serie americana, Samuel y yo nos montamos en el coche y ponemos rumbo a Madrid.
Durante los primeros minutos lo único que suena en el coche es la música de Café del Mar que mi hermano lleva en el cargador de CD's. Se me empieza a hacer un nudo en el estómago y me revuelvo incómoda en el asiento. Finalmente, me armo de valor y alargo la mano para bajar el volumen de la música.
—Oye, Samuel, no te he preguntado qué tal estás…
Mi hermano me mira un instante con extrañeza para volver a retornar la vista a la carretera.
—¿Por qué lo dices?
—Por lo de Irene. Ya sé que no estáis juntos.
Vuelve a mirarme extrañado.
—¿Cómo lo sabes? Si no les he contado nada a papá y mamá…
Me callo un momento y tomo aire.
—Me lo dijo ella. Me la encontré hace un par de meses.
—¿Ah, sí? —frunce los labios con algo de resquemor—. Y… ¿qué tal está?
—No hablamos mucho pero supongo que bien…
—Pues muy bien… Al menos ella lo está… —espeta en tono de pocos amigos.
—¿Y tú cómo estás?
—¿Yo? Aquí sentado, conduciendo de camino a Madrid.
—En serio, Samuel.
—En serio, Ruth. Estoy entero. Pero he pasado unos meses horribles. Me dejó sin darme una explicación justo cuando estábamos a punto de firmar la hipoteca del piso. Y después de eso no se ha dignado ni a quedar conmigo para hablar…
—¿No te dio ninguna explicación?
—Ni una. Bueno, sí, que, en su opinión, era mejor que lo dejáramos antes de que nos hiciéramos daño —inspira profundamente—. Lo que no entiendo es por qué coño íbamos a hacernos daño, si todo iba bien…
Dejo la mirada perdida un momento. No estoy segura de cómo reaccionará si le digo el verdadero motivo que llevó a Irene a dejarlo. Pero también pienso que si yo estuviera en su situación me gustaría que me dieran alguna pista que aclarase el comportamiento de la persona que me ha herido.
—Mira, Samuel, hay algo que debería haberte dicho antes pero que no me atreví a hacerlo por miedo, por no saber cómo te lo ibas a tomar si lo sabías. Y si te enfadas conmigo, lo entenderé, pero para mí era una situación bastante incómoda.
Mi hermano me mira cada vez más intrigado.
—¿Qué coño tenías que decirme? Ruth, de verdad, deja de dar rodeos que me pones de los nervios.
—¿Recuerdas la cara que puse cuando trajiste a Irene a la cena de Nochebuena?
—¡Como para olvidarme! —se ríe—. Si se te caía la baba, Ruth.
—No se me caía la baba, Samuel. Irene y yo ya nos conocíamos.
Sus ojos se clavan en mí y su rostro refleja una estupefacción inusitada en él.
—¿Qué quieres decir con que ya os conocíais?
—Quiero decir que Irene y yo nos conocimos en Chueca el día de mi cumpleaños.
—¿Y? —pregunta sin dejar de mirarme.
—Mira hacia delante, por favor —le ordeno advirtiendo que ya lleva un rato sin prestar atención a la carretera. Él echa un breve vistazo y vuelve a mirarme—. ¡Joder, Samuel, no me lo pongas más difícil! ¡Nos acostamos! ¡Me entró en una discoteca y acabamos en la cama pero yo no podía saber que era tu novia!
Al oírlo Samuel centra su mirada en el asfalto apretando los dientes. Cerca de un minuto después, toma aire y abre la boca para hablar.
—¿Me estás diciendo —comienza sin apartar la vista del frente— que Irene es lesbiana?
—Lesbiana, bisexual, ¿yo qué sé? La cuestión es que te era infiel. No creo que yo fuera la única…
—Así que esa es la explicación a su huida…
—Seguramente.
—¿Y por qué no me lo dijo?
—No sé, supongo que tendría miedo… Entiéndeme, no voy a justificarla, yo fui la primera que le dije aquella noche que no te mintiera.
—¿Y por qué cojones no me lo dijiste, Ruth? —explota por fin golpeando el volante. Yo empiezo a ponerme aún más nerviosa.
—¡Joder, Samuel! ¡No lo sé! ¡No sabía cómo te lo ibas a tomar! ¡Yo no tuve la culpa! ¿Cómo demonios iba a saber que era tu novia cuando la conocí?
—¡Ya sé que tú no tienes la culpa, joder! ¡Pero me lo tenías que haber dicho en ese mismo momento!
—¡Lo sé y lo siento! ¡No puedo decirte más! Me equivoqué, ¿vale? Fui dejando pasar los días sin llamarte y cada vez me resultaba más difícil. Y luego me la encontré y me dijo que ya no estábais juntos pero que no te había dicho nada de lo que pasó entre nosotras. Lo que no pensé es que tampoco te había dicho nada del verdadero motivo.
—Estaba con otra, ¿verdad? —me pregunta apretando los labios hasta convertirlos en dos imperceptibles surcos de piel rosada.
—¿Cuando me la encontré? —pregunto retóricamente—. Sí, estaba con otra —le confirmo. Y pienso que tampoco le hace falta saber que yo también estuve con esa otra.
—¡Hija de puta! —farfulla. Yo no me atrevo a decir nada.
Pasamos varios minutos en silencio. Ambos miramos al frente, el perfil de Madrid se empieza a dibujar a lo lejos. El ronroneo del aire acondicionado y un débil hilo de música
chill out
es lo único que se escucha en el interior del auto aparte de nuestras respiraciones contenidas.
—Lo siento, Samuel —repito mirándole con expresión desvalida. Él me mira a los ojos, algo más calmado pero con un pequeño poso de resentimiento en su tono de voz.
—Ya, Ruth. Está bien. No te disculpes más. Está claro que tú no podías saber que era mi novia. No es eso lo que me cabrea. Lo que me jode es que no me lo dijeras. Si me lo hubieras dicho no habría seguido con ella cinco meses más mientras me ponía los cuernos con la mitad de las tías de Madrid… He estado haciendo el ridículo todo este tiempo intentando hacerla feliz y ella por ahí, sin importarle lo que me estaba haciendo… —Su rostro adopta una expresión de tristeza y rabia contenida—. Espero no encontrármela un día de estos porque la voy a poner de vuelta y media…
—No merece la pena, Samuel.
—Ya lo sé pero al menos déjame el consuelo de pensar que la podré mirar a la cara y llamarla jodida bollera reprimida…
Carraspeo ligeramente ofendida.
—No carraspees, Ruth. No te estoy insultando a ti sino a ella. ¿O es que a ti no te parece una bollera reprimida?
—Pues sí —admito con una pequeña sonrisa.
Samuel me da un amistoso golpe en la rodilla.
—Pues ya está, Ruth. No le demos más vueltas. Irene ha jugado con los dos.
—Ha jugado contigo, Samuel. Conmigo sólo estuvo una noche.
—Da igual. Con lo que hizo ha demostrado el tipo de persona que es. No creo que debamos perder ni un minuto más hablando de ella. No lo merece.
Y dicho esto vuelve a reinar el silencio entre nosotros. A pesar de que la furia de Samuel ya ha descendido, no volvemos a hablar hasta que llegamos a mi casa. Samuel para el coche en doble fila y pone el intermitente mientras nos despedimos.
—Venga, hermanita. A ver si nos vemos más a menudo, ¿vale? —me dice dándome dos besos.
—Eso esta hecho —le digo con una sonrisa—. Ábreme el maletero, anda.
Samuel mete la mano en un punto inconcreto situado debajo del asiento y escucho cómo se abre el maletero.
—Nos vemos —me despido saliendo del coche y cerrando la puerta.
Saco mi bolsa del maletero mientras oigo mi móvil sonar dentro del bolso. Cierro la portezuela y con la otra mano saco el teléfono. En la pantalla veo que es Pedro. Subo a la acera y contesto. Mi hermano quita el intermitente y veo que comienza a alejarse San Bernardo abajo.
—¡Coño, por fin!
—Hola, Pedro.
—¿Dónde estás que oigo tanto ruido?
—Me estoy bajando del coche de mi hermano.
—Pero, ¿dónde estás?
—En la puerta de mi casa.
—¡Ah, vale! Joder, tía, cuando decías que te querías desconectar del mundo lo decías en serio, ¿no?
—¡Hombre, claro!
—¿Y qué tal? ¿Ya has cargado las pilas?
—Más o menos. ¿Y tú qué tal? ¿Cómo ha ido el final del verano?
—Pueees… ¡Muy bien, Ruth!
—¡Coño! Por tu voz deduzco que me vas a dar una buena noticia…
—¡Vaya que sí!
—Pues suéltala de una vez, ¡leche!
—He conocido a alguien…
—¿Sí?
—Sí. Es una compañera de la comisaría…
—¿Compañera de curro? ¿Y cómo ha sido?
—Pues nada, teníamos el mismo turno y algunos días al salir nos hemos ido a tomar una caña y una cosa lleva a la otra y al final, pues ya sabes, pasa lo que pasa…
—Me alegro por ti, Pedro, ya iba siendo hora de que tuvieras suerte… ¿Y qué tal? ¿Cómo lo ves?
—De momento, muy bien. Ya la conocerás, a ver si este finde podemos quedar todos y os la presento…
—Se te ve muy emocionado, corazón.
—Lo estoy, lo estoy… Bueno, ¿y tú qué? Has vuelto a saber algo del bombonazo ibicenco…
—Era de Barcelona y no, no he vuelto a saber nada de ella. Si ya te dije que no nos dimos los teléfonos.
—Es que te juro que hay veces que no te entiendo…
—Pues ya sois dos… Tú no te preocupes… Este año me lo quiero tomar con más calma. Pendonear menos y conocer más a la gente, a ver si es verdad eso que dicen de que hay personas normales pululando entre nosotros…
—¿Dónde estás, Ruth? Te oigo fatal…
—Estoy subiendo en el ascensor… Espera que ya queda poco…
—Vale…
—…
—…
—Ya está, ya estoy abriendo la puerta de casa.
—Hogar, dulce hogar, ¿eh?
—Ya te digo, tío. Tenía unas ganas de volver y que mi madre me dejara de dar la murga…
—Es que ya sabes lo que dicen, la familia y el sol cuanto más lejos mejor…
—Sí, tío, en pequeñas dosis está bien pero una semana entera con ellos pone de los nervios a cualquiera… Pero, oye, que te iba a decir, que hoy es lunes, ¿voy a tener que esperarme hasta el fin de semana para verte?
—Bueno, no sé… yo salgo a las cuatro de currar, si no es muy tarde para ti, podemos quedar a comer y así charlamos un poco…
—Vale, bien, pues me doy una ducha y me paso a buscarte por la comisaría a las cuatro.
—Pues entonces nos vemos dentro de un rato.
—Venga, hasta luego.
—Un beso.
T
ras colgar a Pedro y dejar las maletas en la entrada lo primero que hago es tirarme en el sofá. Saco el tabaco del bolso y me enciendo un cigarrillo. Durante varios minutos fumo pausadamente saboreando cada calada y deleitándome con las volutas de humo que hago con mis labios. Necesito unos minutos más de inactividad antes de volver a la vida cotidiana. El mando a distancia que descansa sobre la mesita del salón me tienta pero, tras pensarlo un segundo, lo descarto. No me apetece ver ningún programa para marujas aburridas. En cambio, alargo mi brazo hasta el contestador automático para escuchar los mensajes que me hayan podido dejar estos días. El aparato empieza a escupir recados enseguida. El primero es de Pilar.
«¡Joder, tronca! ¿Dónde te metes? Que llevo una semana llamándote para nada. ¿Piensas estar con cobertura próximamente? Te lo digo porque tengo bastantes novedades… ¡No te lo vas a creer! He empezado a salir con una chica y, alucina, tía, ¡es normal! Todavía estoy que no me lo creo… Y bueno, pues eso, que a ver cuándo estabas disponible para que la conocieras y dieras el visto bueno, no vaya a ser que a mí se me haya pasado algo por alto…», se ríe. «Así que en cuanto vuelvas a plantar tu culo en ese fantástico y cómodo sofá que tienes, ya puedes agarrar el teléfono para llamarme y quedar conmigo, ¿eh? Bueno, te dejo, que ya te he dado demasiada información… ¡
Ciao!»
Pitido de final de mensaje. El siguiente es de, ¡no, por favor!, Olga.
«Hola, Ruth…», pausa. «Soy Olga», nueva pausa. «Nada, que te llamaba porque… bueno, no te he visto en todo el verano… Supongo que habrás estado por ahí de vacaciones.» Supones bien. «Te llamaba porque quería saber si uno de estos días tendrías un ratito para venir a casa y conocer a la niña…» Qué pesada eres, tronca. «Bueno, pues llámame cuando puedas y hablamos y vemos cuándo podemos quedar, ¿vale?» Consultaré mi agenda, nena. «Nada más, un beso, Ruth.»
Qué comedida te has vuelto, Olga. Si hasta pareces un ser humano. El siguiente mensaje salta pero al principio no habla nadie. Lo típico, el que llama y no quiere hablar con un contestador automático y no se da cuenta de que el pitido ya ha sonado. Pero no. Una voz de mujer comienza a hablar: