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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

A por todas (12 page)

BOOK: A por todas
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—Y lo que te diviertes tú contándonos tus aventuras y desventuras por ese barrio de lujuria y perdición por el que te meneas…

—¡Lo que os divertís vosotros escuchándome, cabrito! Que estoy empezando a pensar muy seriamente escribir monólogos y cobrar entrada para quien quiera enterarse de mi vida.

—Yo pagaría encantado, ya lo sabes, nena.

—En fin, Pedrito, ¿cuándo vuelves a Madrid?

—Después de Reyes, que les he comprado a mis sobrinos un cargamento de regalos y quiero ver las caras que ponen cuando los vean.

—Pues nada, cuando vuelvas te invito a cenar, que lo prometido es deuda.

—¿De verdad, Ruth? ¡Qué honor!

—No te pongas irónico. Seguro que pensabas que se me había olvidado.

—Pues para serte sincero, sí, lo pensaba.

—Pues ya ves que no, así que vete pensando a qué sitio quieres que te lleve.

—Lo pensaré. Te dejo ya, que he quedado con unos colegas para tomar unos chatos.

—Dame un toque cuando vuelvas.

—Vale. Cuídate, preciosa y no te metas en líos.

—Yo no me meto en líos, Pedro, los líos vienen a mí.

—Excusas, excusas… Hablamos,
ciao
.

—Adiós.

¿Juegas conmigo?

—L
a verdad es que nunca he entendido a esas tías que te comen el coño todas las noches y que luego no son capaces de compartir una cerveza contigo porque tendrían que beber del mismo orificio que tú…

El camarero que en este momento nos esta sirviendo las consumiciones finge no haberme oído aunque a duras penas puede contener una imperceptible sonrisita que, casi seguro, se convertirá en sonora carcajada en cuanto desaparezca de nuestro campo de visión. Carmen, por su parte, se sonroja como una adolescente que descubre que su madre ha estado leyendo su diario a escondidas. No entiendo muy bien su reacción. Desde que nos conocemos hemos compartido muchas cervezas.

—No, si ya conoces el dicho: «No hay guarra que no sea escrupulosa» —dice una.

—Pero mira que eres bruta, Ruth —dice otra.

—Joder, tía, que comer el coño no es de guarras —replica una tercera.

—Claro que no —apostillo—. Pero cuando le coges el tranquillo… Mmmm —adopto expresión de éxtasis—. ¡Qué vicio!

Mientras digo esto último mi mano, entidad independiente y siempre caprichosa, se desliza lentamente por el muslo de Carmen con una dirección inequívoca. Ella da un respingo, temerosa, tal vez, de que las demás se den cuenta. Pero la mesa y mi postura, algo echada hacia delante, ha resultado suficiente para ocultar mi gesto.

Y es que a Carmen aún le faltan un par de hervores. Tiene treinta y dos años y no hace ni dos meses que ha llegado al colectivo. No es que llegase, como otras muchas, porque tuviese inquietudes políticas o reivindicativas ni porque fuese nueva en la ciudad y quisiera conocer gente. Ni siquiera era por ese típico hastío que produce el ambiente al cabo de cierto tiempo de pulular por él y que te lleva a buscar nuevas formas de socialización que te permitan relacionarte con otras lesbianas sin necesidad de pasar por el interminable (y a menudo extenuante) vía crucis de los bares de copas.

No, Carmen esta en trámites de divorcio. Aunque su historia dista mucho de ser la del típico matrimonio forzado por la necesidad de ocultarse a sí misma un lesbianismo latente. Se casó medio enamorada del que luego fuera su marido durante casi seis años, un funcionario de medio pelo en la Administración Pública, y la convivencia durante ese tiempo resultó rutinaria pero pacífica. Desde muy jovencita Carmen sintió que siempre había una u otra amiga a la que profesaba un sentimiento que iba más allá de lo puramente fraternal, incluso tuvo pequeños escarceos con algunas de ellas que nunca pasaron de unos cuantos besos y unas pocas caricias (nada realmente importante, lo que los freudianos denominarían como la típica fase homosexual adolescente, etapa pasajera y no determinante, un mero aprendizaje erótico-festivo encaminado a una madurez sexual y emocionalmente hetero,
of course)
.

En la primera reunión a la que asistió dijo que en su fuero interno siempre supo que la atraían las mujeres. Sin embargo esa certeza que se alojaba en lo más hondo de su mente nunca fue tan acuciante como para hacer algo al respecto. Los días de su primera juventud se repartieron entre sus amigas de toda la vida, sus clases en la facultad y breves y esporádicas aventurillas con muchachos de su edad; chicos que la asediaban en los bares de copas porque su costumbre era hacerlo con cualquier espécimen femenino que se encontrara en tres kilómetros a la redonda. Al poco de cumplir los veinticinco, cuando su estatus de mujer adulta era total, puesto que ya llevaba más de un año en el mercado laboral, accedió a que uno de esos muchachos de camisitas de cuadros y Levi's 501 se convirtiera en su novio formal.

Quince meses después se vio a sí misma como mujer casada y con doble jornada laboral (por un lado el pago de la hipoteca requería el sueldo de ambos y por otro su madre ya se había encargado durante los veintiséis años anteriores de convertirla en una perfecta ama de casa). Carmen aceptó su nueva vida con naturalidad. Al fin y al cabo, era la evolución lógica que todo el mundo esperaba, la que ella misma asumía como la más acertada. Y no es que no supiera de la existencia de gays y lesbianas, al contrario, desde la facultad su mejor amigo, aquel con quien siempre contaba (muy por encima, incluso, de sus encorsetadas y heterosexualísimas amigas del alma), a quien le relataba sus penas, cuando las tenía, y sus alegrías, que tampoco eran pocas, era un gay confeso y desarmarizado, amén de un dispensador de plumas que dejaba tras de sí un reguero con el que se podrían haber hecho edredones para todas las camas de una familia numerosa (de las de antes). Entonces, ¿por qué Carmen no dio el primer paso hasta ya iniciada la treintena si no habría tenido problemas para transitar el camino? Pues sobre todo, como dijo ella el día que la conocí en la reunión, por comodidad y por la costumbre de una vida ya dispuesta ante la sociedad. A pesar de la fascinación que le habían producido algunas de sus amigas, nunca había encontrado a una mujer que la atrajera lo suficiente como para replantearse su sexualidad y darle otro enfoque, más acorde con sus verdaderos sentimientos.

—¡Oh, sí, claro que encontraba atractivas a algunas mujeres! —nos contaba a las diez o doce reunidas allí el día de su primera visita—. Incluso mi marido me pedía opinión cuando nos cruzábamos con alguna chica guapa. «¿Qué te parece esa?», me preguntaba —y Carmen se reía al contarlo—. Y yo le respondía lo que me parecía la chica en cuestión. «Pues es guapa de cara pero tiene el culo escurrido» o «Tiene unos pechos bonitos». Cosas así… Hasta a veces era yo quien le llamaba la atención para que mirase a tal o cual chica.

Alicia, tan descreída y escéptica como siempre, la miraba de soslayo esbozando una mueca de incredulidad.

—Pero, ¿a él no le parecía raro? Quiero decir, por muy liberal que sea un tío no le puede resultar indiferente que su mujer haga comentarios de ese tipo, sobre todo si la supone heterosexual. Si yo hubiera sido él me habría dado cuenta enseguida de que me había casado con una lesbiana en potencia… Aunque, bueno, claro, ya se sabe que los tíos no suelen ser muy listos —añadió casi para sí misma con ese tono de menosprecio que suele utilizar para referirse a los hombres.

—No, a él no le preocupaba. Supongo que pensaría que estaba casado con una mujer muy enrollada y comprensiva —explicó ella con una sonrisa inocente.

—Vamos, que era como el de
Friends
—apostillé yo, que no me había perdido una sola palabra de su relato y era incapaz de no buscarle un símil audiovisual a su historia.

—¿Como quién? —preguntó Alicia con cara de no tener ni la menor idea de lo que yo acababa de decir. En cambio Carmen la cazó al vuelo, lo cual me gustó.

—Sí, justo —afirmó riéndose con ganas—. Además, a los dos nos encantaba esa serie. Y, curiosamente, el personaje que mejor le caía era el de Ross. Pero, por lo que se ve, nunca se le ocurrió que iba a tener algo en común con él…

La verdad es que a todas nos pareció una historia bastante divertida. Al menos distaba de otras que ya habíamos oído y que supuraban tristeza por los cuatro costados. Convivencias conyugales impuestas por la familia, por la incapacidad de autoaceptarse, por el miedo a ser distinta a las demás. Historias de odios y engaños, infidelidades y ocultamientos, hostilidades y malos tratos. Protagonistas que llegaban al colectivo cuando ya no podían más, buscando refugio, apoyo, consejo, consuelo. Carmen poco tenía que ver con ellas.

Su marido no era un déspota ni se comportó jamás de un modo agresivo con su mujer. Ella lo definía como un buenazo, quizá algo soso, quizá poco interesante, con unas expectativas poco ambiciosas con respecto a su vida. Se conformaba con su trabajo de lunes a viernes, su mesecito de vacaciones durante el verano y su plato de comida en la mesa. Su casa, su mujercita y el hijo que esperaban.

Porque Carmen tenía un hijo, Robertito, una monada de cabello ensortijado y enormes ojos marrones que observaban el mundo con una perenne expresión de sorpresa y que ya tenía quince mesecitos.

En cierto modo el nacimiento del niño marcó el declive del matrimonio. Carmen se concentró en Robertito dejando a su marido de lado. Pero mientras se concentraba en sus nuevas tareas maternas, comenzó también a pensar en sí misma. El suyo había sido un embarazo deseado y buscado, sin embargo no podría decirse lo mismo de su matrimonio. Aunque Roberto, su marido, se deshiciese en atenciones para con ella y el niño, Carmen se sentía inmersa en una situación de vacuidad absoluta. Robertito crecería, comenzaría a ir al colegio, luego al instituto y a la facultad, un día encontraría a alguna chica guapa y se casaría con ella. Tendría su vida. Y si ella ya comenzaba a estar harta de la existencia que llevaba, ¿cómo estaría para entonces? Un escalofrío de pánico le recorría la espalda cada vez que lo pensaba. El bebé la llenaba, la colmaba de sentimientos, despertaba un instinto maternal que hasta hacía poco ni creía poseer ni echaba de menos. Pero en el fondo de su ser sabía que no podía dar sentido a su vida solamente con su hijo. Hay muchos tipos de amor pero no se pueden sustituir unos con otros. Puedes tener uno o puedes tener varios pero no suplir la carencia de uno intentando ser llenada con otro. Quería a su hijo. Pero no estaba enamorada de su marido.

Ya desde el sexto mes de embarazo habían dejado de hacer el amor. Y desde que dio a luz al niño ella no había sentido el más mínimo atisbo de deseo hacia Roberto. Muy al contrario, cada vez miraba con más ahínco a las mujeres. Las miraba con lujuria, lascivamente, sintiendo que una pulsión sexual más poderosa que ella misma la dominaba.

A través de Internet intentó buscar una mujer con la que comprobar que lo que sentía no era una confusión momentánea (hay que ver cómo las personas nos ponemos obstáculos incluso cuando en nuestro fuero interno sabemos perfectamente lo que ocurre). Probó en los
chats
y tras hablar con unas y con otras, decidió conocer a una de ellas en persona.

Se citaron en el Café Central, muy cerca de donde vivía Carmen entonces. La otra mujer había llegado antes y la estaba esperando en una mesa. Se sentó junto a ella. Ninguna de las dos estaba nerviosa. La otra porque no era la primera vez ni sería la última que conocería a una mujer de ese modo, Carmen porque empezaba a tener la convicción de que era así como quería comportarse. La conversación surgió sin problemas. A la media hora Carmen supo que esa sería la primera mujer con la que se acostaría. Antes de que hubiera pasado una hora, la otra le propuso ir a su casa a continuar la charla. A Carmen no le hizo falta pensar. El niño estaba oportunamente exiliado en casa de su madre, su marido estaba trabajando y el deseo apremiaba. Pagaron sus consumiciones y salieron a paso rápido del local. En la calle Atocha pararon un taxi que veinte minutos después las estaba dejando en casa de la mujer.

Aquella mujer no era nada excepcional, ni más bonita ni más vulgar que cualquier otra, con una lista de virtudes y otra de defectos igual a la de la propia Carmen. Continuaron viéndose durante un par de meses. No porque Carmen no tuviese aún clara su orientación (que la tenía y mucho) ni porque se hubiesen enamorado la una de la otra (porque nunca pasaron de sentir un mero encariñamiento) sino porque se encontraban cómodas cuando estaban juntas. Para cuando la relación se rompió Carmen aún no había hablado con su marido. Es más, lo evitaba. No tenía muy claro cómo afrontarlo, qué razón darle para explicarle su deseo de tirar su matrimonio por la borda. ¿Le diría solamente que ya no estaba enamorada de él, que, de hecho, nunca había llegado a estarlo realmente? ¿O a eso le añadiría la confesión de que le gustaban las mujeres? Que ella recordara, Roberto nunca había hecho comentarios ofensivos hacia gays y lesbianas y a Miguel Ángel, el amigo homosexual de Carmen, siempre lo había tratado con toda normalidad. Sin embargo una cosa es que puedas tomarte una copa con el amigo mariquita de tu mujer y otra muy distinta es que sea tu propia mujer la que te diga que te deja porque acaba de reconocerse a sí misma como lesbiana. Ante eso incluso el más tranquilo de los hombres podría enfurecerse. El lesbianismo todavía es, para muchos, algo que atenta terriblemente contra la propia virilidad.

Fue dejando pasar los meses mientras buscaba la forma más adecuada de decírselo. Pero incluso alguien como Roberto tenía que darse cuenta de que algo raro ocurría. Desde que nació el niño el sexo entre ellos dos había sido tan esporádico que casi parecía inexistente. Habían convertido su convivencia en una relación fraternal de dos amigos que compartían piso. Y gastos. Y un hijo que, casualmente, era de los dos.

Una noche, al acostarse, Roberto comenzó a ponerse meloso con Carmen, intentando que hicieran el amor. Ante la negativa de esta, Roberto no pudo más.

—¿Me vas a contar qué es lo que te pasa? —le preguntó encendiendo la luz.

—Nada —respondió Carmen girada sobre su lado de la cama.

—No me digas que nada, Carmen. Te pasa algo. Y la única forma de que pueda ayudarte es que me lo cuentes.

—No hay nada que contar. Estoy muy cansada. Anda, duérmete —le dijo todavía dándole la espalda, aparentando tranquilidad.

Roberto, quizá ya cansado de la situación que se venía prolongando desde hacia tantos meses, debió de decidir que era el momento de poner las cartas sobre la mesa. Puso la mano sobre el hombro de Carmen y la giró suavemente para poder mirarla a los ojos. Ella no opuso resistencia, quizá también porque ya estaba harta de la misma situación.

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