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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

A por todas (10 page)

BOOK: A por todas
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Tras colgar la nota me meto en el
chat
para pasar un poco el rato, que yo el punto número nueve lo cumplo a rajatabla. Y es que una nunca sabe cuándo va a hacer nuevas amistades…

Supongo que muchas os estaréis preguntando qué pasó en la tan cacareada fiesta que organicé con motivo de mi treinta cumpleaños. La razón por la que no he comentado nada es porque, por una vez (y ojalá sirviera de precedente), no ocurrió nada reseñable (y cuando digo reseñable me refiero a algo raro, surrealista o esperpéntico). Todo fue como la seda. Vino todo el mundo, reímos mucho, bailamos mucho y bebimos mucho. Y para rematar la noche, aunque ya se acercaba el mediodía, regresé a mi casa muy bien acompañada por una guapísima chica llamada Irene que me abordó mientras bailaba susurrándome al oído: «Si te mueves en la cama como en la pista de baile no quiero estar muy lejos cuando te vayas a acostar» al tiempo que lanzaba una mirada que dejaba claro que no me estaba vacilando. De piedra que me dejó, oye (nos ha jodido, la mayoría de las veces suelo ser yo la que suelta descaradas frasecitas para trastear a las que me gustan). Y, vaya, que si yo bailo bien, ella era una consumada bailarina…

Además, fue uno de esos ligues perfectos que tanto me gustan. Nos pasamos el domingo en la cama, buena música de fondo, comida a domicilio cuando teníamos hambre y algún sueñecito de vez en cuando, que no todo va a ser comer y… comer.

El lunes a primera hora, cuando nos levantamos para irnos a nuestros respectivos trabajos, se despidió de mí con un resuelto «Ya nos veremos» exento de culpabilidad por no querer prolongar el (buen) rollo más allá del fin de semana. Eso me gustó. Que también hay veces que hace falta darle una alegría al cuerpo sin necesidad de hacer la petición de mano después.

Así que mi llegada al primero de los «Tas» (¿los «tas»? ¿los «tas»? ¿qué coño es un «ta»? Pues, pequeñuelas, un «ta» es cuando ya empiezas a entrar en eso que llaman madurez y cuando cualquier año que cumplas acaba en «ta». Para ser más exacta, de los treinta a los noventa.) transcurrió por la puerta grande y sin asomo de depresión por dejar la veintena atrás. Con las ganas que tenía yo de llegar por aquello de que es la edad en que la mujer disfruta más del sexo…

En circunstancias normales a estas alturas ya estaría en la Patagonia, por lo menos. Sin embargo llevo ya unos añitos resistiéndome a cenar con la familia en Nochebuena amparándome en las más variadas y estrambóticas excusas: «Sí, mamá, me tengo que quedar hasta tarde en la oficina porque tenemos una presentación muy importante el día veintiocho»; así que esta vez me he quedado sin escapatoria posible. Y como soy una hija modelo (ejem… para notar la ironía subyacente tendrías que verme la cara ahora, como eso no es factible en una novela, podéis imaginárosla libremente, os doy permiso), he llegado al hogar familiar a eso de las seis de la tarde dispuesta a ayudar a mi madre a preparar la cena y todo lo que haga falta.

El hogar familiar se halla sito en Miraflores de la Sierra desde que, tras la jubilación de mi padre, la segunda residencia se convirtiera en principal y nuestro piso de la calle Hermosilla fuera convenientemente alquilado a un precio exorbitante (sí, vale, llamadme pija si queréis pero yo no tengo la culpa de haber nacido en una familia con una cuenta corriente saneada y abundante. De todas formas, yo me fui de casa a los diecinueve años y me pagué la carrera con el sudorcito de mi frente, así que de hija de papá
na´
de
na´,
¡eh!). La distancia que lo separa de la capital es la causante de que esta noche me quede a dormir y haya declinado varias propuestas de salir a tomar una copa tras la cena para disolver el cordero y los langostinos que anegarán mi estómago antes de la medianoche. Y ya que me quedo a dormir, mi madre ha decidido por mí que también me quedaré aquí el día de Navidad, puesto que vienen mis tíos y una horda de primos y primas prepúberes que aún no han tenido los redaños suficientes para plantarles cara a sus padres y desentenderse de las reuniones familiares. Así que hasta el día veintiséis, por lo menos, no podré volver a la civilización y al anonimato de mi querida ciudad.

Para más inri mi hermano ha decidido que sea esta mágica noche la indicada para presentar en familia a su nueva novia. Novia con la que creo que no lleva todavía ni seis meses pero que ya es lo suficientemente formal como para merecer la distinción de ser presentada a los futuros suegros. Mis padres nunca parecen recordar que a sus treinta y cinco añitos mi hermano Samuel ya ha presentado a no menos de media docena de novias y que ninguna le ha durado más de unos pocos meses tras la presentación en sociedad.

Como es un tema que me toca bastante las narices, mientras pico la lombarda para la ensalada y mi madre observa distraída los progresos de la pierna de cordero a través del cristal del horno, decido soltar alguna puyita así como quien no quiere la cosa.

—A ver cuándo puedo yo traer a alguien a cenar a casa, que también soy hija vuestra… —digo sin levantar la vista de la lombarda, con un tono de completa inocencia.

—Cariño —me responde mi madre en el mismo tono—, sabes que puedes hacerlo cuando quieras. Pero como nunca te hemos conocido una pareja estable…

Alzo la vista llena de estupor.

—¡Mamá! —exclamo—. Estuve cuatro años con Olga. Vivíamos juntas, ¿no te parece suficiente estabilidad?

—Ruth, cielo, no
sabíamos
que era tu pareja —me dice mi madre con una mirada llena de candor—. Si alguna vez nos hubieras dicho que era algo más que tu compañera de piso yo misma la habría invitado a casa de mil amores.

Se me queda la boca abierta como si fuera a protestar pero enseguida noto que me he puesto roja como un tomate y, avergonzada, vuelvo a bajar la cabeza hacia la lombarda. Eso es algo que odio de las madres. Da igual los años que tengas, siempre consiguen pillarte en un renuncio. Y sí, es cierto, durante todo el tiempo que estuve con Olga siempre les dije a mis padres que era mi compañera de piso lo cual no implica que mis padres no se dieran cuenta de lo que ocurría aunque, como es obvio, se hacían los tontos y pasaban por alto el hecho de que el que debía ser mi cuarto estuviera siempre atiborrado de trastos y de ropa sin planchar y que apenas albergaba algún vestigio de que allí durmiera alguien todas las noches.

La verdad es que si no se lo dije fue más por una cuestión de orgullo que por temor a que me dieran la espalda. Mis padres siempre han ido de progres. Se han enorgullecido de haber sido miembros del partido comunista en su juventud y de no ser bien vistos por sus convicciones políticas en un ambiente tan tradicional y conservador como el que se respira en el barrio de Salamanca. Una hija lesbiana tan sólo les hubiera servido para consolidar su imagen de liberales de cara a la galería. Y yo no estaba dispuesta a darles tan retorcida satisfacción.

Mis temores se vieron confirmados cuando, tras la ruptura con Olga, me convertí en un alma en pena. Un alma en pena que, además, se quedó en la calle de la noche a la mañana porque la zorra de Olga me dio veinticuatro horas para sacar mi culo y mis mierdas de su piso. Un alma en pena que, por primera vez en su vida, buscó los brazos de su madre para llorar a gusto. Como ya me suponía, mi madre, lejos de poner el grito en el cielo, me consoló amorosamente y actuó del mismo modo que si mi ruptura hubiera sido con el hijo de un matrimonio amigo suyo al que, desde la adolescencia, intentaron meterme, sin éxito, por los ojos. Y, para colmo, sé que a partir de entonces mi madre ha sido capaz de hablar sin pudor ni rubor alguno del tema con sus amigas. A veces me la imagino tomando el café con alguna de esas marujas estiradas a las que a veces frecuenta y diciendo: «Pues sí, Ruth está saliendo con una chica muy guapa y muy inteligente. Se dedica a la medicina, ¿sabéis? Dicen que se van a ir a vivir juntas. A ver si es verdad y por fin esta hija mía sienta de una vez la cabeza», ajena a la incomodidad de sus interlocutoras, que desvían las miradas y se refugian del comentario dando pequeños sorbos a sus capuchinos. La leche, oye, mi madre es la leche.

En cuanto a los hombres de la familia, mi padre es al único al que a veces le resulta embarazoso hablar de ello. Nunca me pregunta a mí directamente sino que espera a que yo ponga al día a mi madre y que esta le haga un informe detallado de mis últimas andanzas. En cambio mi hermano se lo toma a guasa. Le parece como muy divertido lo de tener una hermana bollera con la que hablar de mujeres. Cada vez que coincidimos es raro que no me llame la atención para preguntarme mi opinión acerca del
sex-appeal
de cualquier tía que merodee cerca de nosotros. No en vano fue el primero en saber de mis gustos y no porque yo se lo confesara en un arrebato de sinceridad fraternal sino porque me pilló en la cama con una chica.

Fue el verano anterior a mi primer curso en la universidad, cuando aún vivía en la casa familiar. Mis padres estaban fuera de Madrid, no recuerdo muy bien dónde, y mi hermano había subido a la casa de Miraflores para pasar el fin de semana con algunos compañeros de facultad. Yo, por mi parte, había aprovechado la ausencia de unos y otros para montarme mi propio fin de semana a lo nueve semanas y media con la medio novia que tenía en aquella época. Y entonces, lo típico, mi hermano que vuelve antes de lo previsto y yo que, enfrascada en juegos sexuales que acaparan toda mi atención, no lo oigo entrar. Él, intrigado por mis gritos y pensando quizá que me pasaba algo, abre la puerta de mi cuarto de sopetón. Yo no había echado el pestillo. No pensé que fuera necesario.

No es que nos encontrara a las dos en la cama de charla íntima, besándonos y haciéndonos arrumacos. Eso hubiera sido muy
light
. El cuadro que se encontró tras la puerta de roble macizo de nuestra casa de la calle Hermosilla era más digno de una película porno de lesbianas dirigida a un público masculino y heterosexual que de los quehaceres dominicales de una futura estudiante de publicidad. Las dos desnudas sobre mi cama, la cabeza de mi novia enterrada entre mis piernas mientras yo agarraba su pelo con una mano y con la otra me acariciaba los pechos. Creo que me estaba corriendo cuando él entró. Fue visto y no visto. Con la misma rapidez con la que abrió, cerró la puerta. Cuando mi novia alzó la cabeza para averiguar qué ocurría se la encontró ya cerrada.

Y a partir de entonces mi hermano se dirigió a mí como si yo fuera alguno de esos amigotes suyos que babean cantidades industriales de saliva ante cualquier espécimen femenino que se encuentre en un radio de cinco kilómetros. Un día le paré los pies y le expliqué que las lesbianas NO éramos tíos dentro de un cuerpo de mujer y que NO me hacía gracia que me hablara en según qué términos. No dejó de hacerlo pero al menos cambio las formas. Y así hasta ahora.

La mesa hace rato que está dispuesta y mi hermano, para no faltar a las buenas costumbres, aún no se ha dignado a aparecer. Su móvil da señal pero él no responde, así que suponemos que estará conduciendo de camino hacia aquí. Desde la televisión encendida, el Rey nos da su sempiterno discursito de todos los años y mi padre finge escucharlo con atención porque siempre le ha considerado «un rey republicano», pese a que siempre he pensado que esa definición se contradice en sí misma.

El timbre de la puerta suena cuando yo estoy en la cocina acabando de colocar unos enormes langostinos imitantes en una fuente. A lo lejos oigo una barahúnda de voces entre las que reconozco el tono jovial que mi hermano siempre emplea para restarle importancia a sus faltas. Oigo también a mi madre decir la socorrida frase de «por fin te conocemos, con todo lo que Samuel nos ha hablado de ti». Agarro la bandeja con las dos manos y salgo de la cocina. Siempre me ha gustado dar la impresión a las novias de mi hermano de que tengo cosas mucho más importantes en las que ocupar mi tiempo que esperar tras la puerta a que hagan su aparición en escena. Y esta no va a ser la excepción.

Entro en el salón casi al mismo tiempo que ellos y si no tiro la bandeja de langostinos imitantes al suelo es porque en el momento en que mis ojos reparan en la fémina que acompaña a mi hermano la estoy dejando sobre la mesa. Durante unos segundos los ojos se me quedan clavados en ella y no puedo ni moverme. Mi hermano, divertido como siempre, intenta sacarme del letargo llamando mi atención.

—¡Ruth! ¡No te quedes ahí, mujer! ¡Ven que te presento a Irene!

Sí, lo habéis adivinado. El hecho de que la novia de mi hermano y mi ligue de cumpleaños compartan el mismo nombre no es una cuestión de casualidad. Porque no sólo es que compartan nombre sino que, mira tú por dónde, comparten también el cuerpo y la mirada retadora con la que Irene me está observando ahora mismo. ¿Se atreverá a decir que ya nos conocemos? Porque yo, por mi parte, me pienso hacer la tonta como nunca en la vida.

—Irene —le dice mi hermano a su novia—, esta es mi hermana Ruth.

—Encantada —dice ella mientras me da dos besos y un apretón en el costado que pasa inadvertido para todos los presentes excepto para mí, claro está—. Vaya, tienen ustedes unos hijos la mar de guapos —exclama sonriéndole a mis padres.

—¡Irene, por favor! —la reprende mi madre—. No nos llames de usted. Tú como si estuvieras en tu casa…

Tendrá jeta, la tía… Ni yo me atrevería a tener semejante descaro en una situación como esta.

—Bueno, bueno, vamos a sentarnos que la cena ya está casi lista —resuelve mi madre dándonos palmaditas en la espalda y reuniéndonos en torno a la mesa.

Nos sentamos. Mis padres, uno en cada extremo, la parejita feliz en uno de los laterales, ella al lado de mi madre y él al lado de mi padre. Y yo, qué remedio, solita en el otro lateral, también al lado de mi madre y —¡horror!— frente a Irene, que no deja de lanzarme enigmáticas miradas.

Un sudor frío comienza a recorrerme la espina dorsal. No sé por qué, pero intuyo que ahora que Irene ha descubierto quién es la hermana de su novio, va a intentar por todos los medios ponerme nerviosa.

Por suerte y pese a mis temores, la cena transcurre con normalidad. Con toda la normalidad que puede haber en una reunión familiar en la que la novia del hijo mayor ha compartido cama también con la hija pequeña y en la que las únicas que están al corriente son justamente ellas dos. O lo que viene a ser lo mismo, la incomodidad que me domina ha hecho desaparecer mi verborrea y todas las preguntas capciosas que suelo elaborar para demostrar la poca inteligencia de las bobas acompañantes de mi hermano. Presiento que si lo hiciera con Irene tendría que ser yo la que agachara las orejas y tuviera que salir del salón con el rabo entre las piernas en busca de un entorno menos beligerante.

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