—Hija, eras su primera chica, ¿cómo querías que te mirara?
—Y yo que le pregunto: «¿No has dormido?» y ella, Cándida e inocente, dice que no, que ha estado mirándome. ¡Tía! ¿Cuánto? ¿Cinco, seis horas viéndome sobar?
—Oye, a lo mejor es que tus ronquidos no la dejaban dormir.
—Muy graciosa, Ruth. Con ronquidos o sin ellos no me parece lógico. Pero bueno, nos levantamos y le digo que tengo que bajar a comprar tabaco y coca-cola para la resaca…
—Que a esas horas intuyo que sería monstruosa…
—Intuyes bien. Pues nada, nos bajamos y la tía que no tenía intención de largarse. Volvemos a casa y nos sentamos en el sofá y la tía diciéndome que fumo mucho y que bebo mucho y que ahora que estoy con ella no voy ni a fumar ni a beber sino que voy a estar todo el rato morreándola. Así me lo dice y se queda tan pancha. Y yo que la miro preguntándome de dónde habría sacado eso de «ahora que estás conmigo…».
—¿Pero tú qué haces para liarte con tías tan raras?
—Y yo qué sé, Ruth. Pues nada, la tía que no se da por vencida y empieza a meterme mano. Y yo cambiando los canales con el mando sin mirarla a ver si se daba por aludida. Pero ella nada. Y no va y me dice que si no me pone cachonda. Y yo que la miro, le digo que no de lo más borde y sigo cambiando los canales. Y ella, ahí, inasequible al desaliento.
—¿Y cómo conseguiste que se marchara?
—Diciéndole que estaba muy cansada y que tenía que dormir porque al día siguiente trabajaba. Así que por fin dice que se va, la acompaño hasta el metro y me vuelvo a casa suspirando tranquila. Y media hora después, cuando estaba cenando, va y me llama.
—¿Y para qué le diste tu número?
—Y yo qué sé, tía, porque no sé decir que no… —Se encoge de hombros—. Pues la tía me llamaba para decirme que ya estaba en Chamarán. Y yo que pienso: «Pues nada, ahora coge el tren que va a Avila y lárgate».
—Joder, que tía más plasta, ¿no?
—¡Ja! Eso no es nada. Al día siguiente empezó a llamarme a las nueve y media y yo en el curro. Le quité el sonido al móvil pero me estuvo llamando toda la mañana cada quince minutos. Pero fijo, eh, cada quince minutos exactos. A la hora de comer lo dejó pero por la tarde, cuando llego a casa, vuelve a la carga y ya se lo cojo. «Menos mal, pensaba que no me lo querías coger» me dice. Y yo le digo que es que estaba en el trabajo y no podía coger el móvil.
—Mentirosa.
—Ya pero eso no lo sabe ella. El caso es que la tía empieza a contarme los planes que tiene
para las dos
para el próximo fin de semana, o sea para este. Y a mí que se me ponen los pelos de punta y le digo que no se precipite.
—Tú siempre tan sutil…
—¡Nos ha jodido! A esas alturas no tenía el más mínimo interés en volver a cruzarme con ella. Y la tía que me dice que es que ella quiere una relación y que si puede ser conmigo pues mejor. Y yo: «Pero es que yo no quiero una relación».
—Con ella.
—Exacto. Y ella seguía: «¿Y un rollito?». Y yo: «Tampoco». Y me suelta: «Ya, claro, tú eres como todas». Y yo pensando que a qué todas se refería si nunca había estado con nadie.
—Es que en el ambiente hay mujeres
muuuuu
malas —digo muriéndome de risa—. Tus uñas ya están, cielo.
Pilar se mira las uñas complacida.
—Bueno, ahora el toque final. En la bolsa hay un cinturón de castidad, ayúdame a ponérmelo.
—¿Un cinturón de castidad? —le pregunto extrañada.
—Sí, hija, no pongas esa cara, uno de esos cinturones de broma que venden en las tiendas de regalos, pónmelo por fuera.
—Pero si con el hábito no te lo voy a poder enganchar.
—Tú tranquila, deja la cadena colgando que todo está pensado.
Le pongo el cinturón de castidad alrededor de la cintura.
—Ahora busca en la bolsa un condón.
—¿Un condón? ¿Para qué quieres un condón?
—Tú cógelo y desenróllalo.
—¡Iiiiggggg!
—exclamo abriendo el condón y sacándolo de la funda.
—Ahora átamelo al final de la cadena.
—La madre que te parió, tía.
Le ato como puedo el condón a la cadena del cinturón de castidad y luego me alejo de ella un poco para ver el resultado final.
—Ahora el último toque. En el fondo de la bolsa debe haber una matrícula.
—¿Una matrícula? Pero tía, ¿de qué vas? ¿De monja, de putón o de qué? —pregunto, cada vez más extrañada, sacando de la bolsa una placa de matrícula que pone Renault
21.
—No, de Sor Renault 21. Me la he encontrado en la calle cuando venía hacía aquí. ¿Tienes algún tipo de cuerda?
—Creo que tengo cuerda de tender en algún cajón de la cocina.
—Vale, servirá. Átame la matrícula a la espalda, en el cinturón del hábito.
Obedezco totalmente fascinada ante la inventiva de Pilar.
—Bueno, ¿qué te parece la historia? —me pregunta mientras se lo estoy atando.
—Tremenda. De verdad, Pilar, ¿qué haces para no dar con una tía normal? Estoy segura de que debe haber alguna por ahí…
—¿Y me lo preguntas a mí? Yo qué sé, está claro que no todas tenemos tu suerte.
—¿Tengo que recordarte el numerito que me montó Elena? Por no hablar de otras tantas.
—Ya, pero ahora no te puedes quejar, que tu sueca está un rato buena.
—Por cierto, que debe estar al llegar —digo mirando el reloj.
—¿Y ella de qué va?
—De Bonnie.
—¿De Bonnie?
—Claro, yo soy Clyde, ella Bonnie.
Bonnie and Clyde
—nada, que ella no lo coge—. Olvídalo, ya te dejaré la película.
El timbre del portal suena.
—Ahí tienes a tu sueca —dice Pilar—. Algún día me tienes que decir cómo te lo montas, que yo también quiero una novia como esa.
—Rebecca no es mi novia —respondo pulsando el botón del telefonillo para abrir—. Sólo es… un rollito.
—De otoño, ¿no? Porque aún queda mucho para primavera. Aún así, me voy a pedir una como ella para Reyes.
Abro la puerta del piso para que Rebecca no tenga que llamar cuando llegue.
—Tú misma —respondo encendiéndome un cigarrillo.
Rebecca aparece en el umbral de la puerta. Y va preciosa en su disfraz de Bonnie. El vestido que alquilamos le sienta de miedo y su cabello rubio hace que hasta se parezca a Faye Dunaway. Incluso ha encontrado medias con costuras. Un disfraz impecable. Me planta un beso en los morros en cuanto entra.
—¡Estás guapa! —luego duda—. ¿O guapo?
—Lo que tú quieras, cielo —le digo divertida volviendo a besarla. Luego Rebecca repara en Pilar y da un respingo.
—¿Y ella qué va?
Es rara.
—Pertenezco a las Hermanas Calzaditas de las Heridas Sangrantes del Convento de Nuestra Señora de Guardalarraja, para servirla a Satán y a usted —le responde Pilar de tirón y haciendo una reverencia. Yo me doblo de risa pero Rebecca no parece comprender.
—¿Qué ella dice?
—me pregunta extrañada.
—Nada, cielo, déjala, que la Pilar está de la olla.
—¿De la olla?
—Sí, cariño, chalada —le digo llevándome un dedo a la sien—. Bueno, venga, vámonos. Tú te dejas aquí todo esto, ¿no? —le pregunto a Pilar.
—Sí, claro. Ya vendré mañana a por todo.
—Pues venga, arreando, que a las doce nos esperan.
Salimos de la casa y llegamos hasta la calle.
—¿Pillamos un taxi o nos vamos andando? —les pregunto.
—¿Tú crees que un taxi se va parar con las pintas que llevamos?
—Con las pintas que llevas tú, chata —puntualizo—. Que Rebecca y yo vamos de lo más discreto.
—Será que ella va de lo más discreto porque tú, para ir de tío, te has pasado con el maquillaje.
—¿Es que nunca has oído que la mujer está más femenina cuando se viste de hombre? —respondo coqueta—. Venga, vamos andando, ya verás tú qué divertido va a ser desfilar por toda la calle Fuencarral hasta Chueca.
En el Nike nos esperan Juan, Dani, Cosme, María y mi tocaya Ruth. Ninguno de ellos va disfrazado por lo que, cuando nos ven llegar, las risas son generalizadas. A pesar del realismo de la imitación que Rebecca y yo hacemos de Bonnie y Clyde, la que se lleva todo los halagos es Pilar en su creación de monja putón. Ella, muy metida en su papel, sigue repitiendo la misma retahila acerca de su congregación. A pesar de todo, Juan se acerca a mí y me dice que estoy muy sexy.
—Y tu sueca es la bomba, cielo, cada vez te las buscas más guapas —añade susurrándome al oído.
—Es que una tiene buen gusto…
—Ya lleváis un mes, ¿no? —pregunta alzando las cejas con picardía.
—Sí, Juan, un mes pero no te hagas ilusiones, en febrero se las pira.
—Aún queda mucho para febrero…
—Sí, aún puedo conocer a otra que me guste más —le digo riendo y sacándole la lengua.
Pilar dice que se va dentro con Dani a pedir una copa. Yo le tiendo veinte euros y le digo que nos saquen a Rebecca y a mí dos vodkas con naranja. Me pongo a hablar con unos y con otros hasta que una voz a mi espalda me saca de mis tareas de relaciones públicas.
—¡Dichosos los ojos! —me dice esa voz, la cual reconozco demasiado bien.
Antes de darme media vuelta sé quién ha dicho eso. Reconocería esa voz aunque hubieran pasado mil años. Cuando la miro a los ojos me encuentro con una expresión socarrona. Olga. ¿Quién si no?
A ver, para las más despistadas, Olga es mi ex novia. La ex novia por excelencia para ser más exacta. La mujer con la que conviví cerca de cuatro años. La mujer con la que pensé que pasaría el resto de mi vida. La mujer que luego demostró que no tenía intención de pasar conmigo mucho más tiempo del que ella considerase necesario. Hace unos cinco años que rompimos, pero desde hace dos o tres hemos vuelto a dirigirnos la palabra. La verdad es que no sé muy bien para qué. Cada nuevo encuentro sólo es una lucha por demostrar a cual de las dos le van mejor las cosas. La miro y sonrío falsamente.
—Hola, Olga. ¿Qué? ¿Vas de Agatha Ruiz de la Prada, no? —le pregunto observando su disfraz, un body ajustado de color verde, una falda con vuelo del mismo color con dos enormes corazones rosa de porespan y el corto cabello de punta y teñido de rojo.
—Muy observadora, Ruth —me dice ella con sorna.
Miro a su novia, la omnipresente Eva, que no va disfrazada pero que aferra la mano de Olga como si temiera que alguien se la pudiera robar. La saludo con un movimiento de cabeza. Ella me corresponde del mismo modo.
—Muy original tu disfraz —me dice Olga—. Clyde, supongo. Y supongo también que la rubia es Bonnie —añade mirando a Rebecca e intuyendo que está conmigo.
—Tú también eres muy observadora —le respondo utilizando la misma dosis de ironía que ella—. Bueno, ¿qué tal te va todo?
—Bien, bien —responde ella escuetamente—. Sigo currando en lo de siempre y viviendo donde siempre. Todo bien. Aunque bueno… Hay algo más…
La miro con curiosidad. Ella se hace de rogar y se ríe.
—¿Qué es lo que pasa?
Olga me mira, luego mira a su novia, traga saliva y abre la boca para hablar.
—Estoy embarazada.
Se me abren los ojos como platos. Olga embarazada. Olga, la persona con menos instinto maternal que he conocido, esperando un hijo.
—Sí, ya sé que te sorprenderá pero ya sabes cómo son las cosas. Ya tengo treinta y cuatro años y eso empieza a ser una edad. Las cosas nos van bien y Eva y yo pensamos que era el mejor momento. Así que nada, dentro de unos meses tendremos un pequeñín revolucionando la casa…
La verdad es que no doy crédito a lo que estoy oyendo. Durante años escuché a Olga despotricar sobre las parejas de lesbianas que decidían tener descendencia. Argumentaba que si la sociedad nos había colocado en una posición en la que nos resultaba difícil casarnos y tener hijos, razón de más para dar las gracias y no tener que adaptarnos al modelo familiar hetero. Y ahora me viene con que está embarazada.
—Por inseminación, supongo —le espeto.
—¡Ruth! —exclama como si me reprendiera—. ¡Por Dios, no pensarás que voy a utilizar el método tradicional! Inseminación, claro. Donante anónimo y un montón de carísimos intentos.
—Bueno, pues enhorabuena, si es lo que queréis… —le digo con la más falsa de las sonrisas.
—¿Y tú qué? —me pregunta picara mirando hacia Rebecca—. ¿No te animas?
¿Esta tía se pincha nesquik o es que la gomina le ha llegado a las capas más profundas de su cerebro de mosquito?
—¡Yo no, por Dios! Todavía no me ha llegado el momento. Además, aún no he cumplido los treinta, todavía tengo tiempo —le recuerdo.
—Ya te llegará, con lo que te gustan a ti los niños…
—Sí, los de los demás, juegas con ellos un rato y luego se los llevan —le digo con ironía.
—¡Cómo eres, Ruth! —responde ella con falsedad. Noto que alguien está detrás de mí—. ¡Hola, Juan! ¿Qué tal estás? —pregunta ella antes de que me haya dado tiempo a girarme.
—Hola, Olga —dice Juan en tono comedido. Aunque finja normalidad sé que ver a Olga le repatea—. ¿Qué tal te va?
—Muy bien, la verdad. Le estaba contando a Ruth que voy a ser mamá.
—¿Vas a adoptar? —pregunta extrañado.
—No. Estoy embarazada —le suelta con una pequeña risa.
Los ojos de Juan se abren tanto o más que los míos un rato antes. Pero él no es capaz de decir nada hasta pasados varios segundos.
—Bueno… Enhorabuena… Supongo… —le dice Juanita completamente descolocado.
—Muchas gracias —responde ella agarrando a su novia por la cintura—. Os vamos a dejar ya. Hemos quedado con unos amigos y no queremos llegar tarde.
Yo asiento con la cabeza, feliz de perderla de vista de una vez.
—Pues nada, a ver si nos vemos otro día con más calma —le digo con toda la hipocresía de la que soy capaz.
—Cuando quieras, Ruth. Si eso ya te llamo un día para que vengas a casa a tomar café.
«Ni en sueños, chata, soy muy joven para morir envenenada» me digo para mis adentros.
—Vale, un día de estos.
—Pues hasta otra, chicos.
—Adiós —respondemos Juan y yo al unísono con voz queda.
Olga y su novia se dan la vuelta y comienzan a alejarse de nosotros. Juan y yo nos lanzamos una jocosa mirada.
—Dime que has oído lo mismo que yo —le espeto.
—Sí, Ruth. He oído lo mismo que tú.
—Olga…
—Embarazada…
—¿No hay una sociedad protectora de bebés o algo así? —pregunto con sorna, ambos hemos vuelto la mirada en la dirección por la que han desaparecido Olga y su novia.