Una vez le ha dado de cenar, la mamá le quita el babero, lo limpia, se quita su propio jersey manchado de papilla, coge al niño en brazos y lo arrulla hasta que se oye un sonoro eructo más propio de un experimentado bebedor de cerveza que de un niño que no levanta una cuarta el culo del suelo. El timbre suena. La chica se levanta sabiendo que es la pizza. Mientras el repartidor sube, la chica rebusca en su bolso, saca la cartera, coge un billete de veinte euros. La mamá sigue con el niño en brazos tratando, sin éxito, de dormirlo. El timbre de la puerta hace brotar de su garganta un nuevo llanto. La chica paga la pizza y penetra de nuevo en el salón con ella en las manos. La deposita sobre la mesita baja que hay frente al sofá junto con la bolsa que contiene las bebidas. Va a la cocina por un cuchillo y servilletas. La mamá sigue acunando al niño en sus brazos pero ya se dirige a la habitación. Ella se sienta en el sofá a esperarla. Pero tarda. La chica no se atreve a encender el televisor, no se atreve a encender un cigarro aunque se muera de ganas. Por no atreverse, no se atreve ni a abrir la lata de refresco por temor a que el ruido perturbe el incipiente sueño del niño…
Son más de las once y media de la noche cuando veo a Carmen salir de la habitación de Robertito, apagar la luz, entornar la puerta y caminar casi de puntillas hasta mí. Se deja caer pesadamente a mi lado.
—¡Puuufff!
—suspira profundamente, luego me da un beso—. Ya se ha quedado dormido.
Yo me incorporo y me inclino hacia la mesita para abrir la caja de la pizza.
—Venga, vamos a comer antes de que se enfríe del todo —le digo cortando la pizza y tendiéndole un trozo.
Carmen también se inclina y coge la porción que le ofrezco. Con la mano libre alcanza el mando a distancia y enciende el televisor. Zapea unos segundos mientras mastica el primer bocado para acabar dejando una película cualquiera de un canal cualquiera.
—¿Sabes? —me dice—. Estoy pensando en llevar mañana a Robertito a la cabalgata. ¿Quieres venir?
A mí casi se me sale la Pepsi por la nariz.
—¿A la cabalgata, Carmen? Todavía es muy pequeño, no se va a enterar de nada. Además, con la gente que hay es un agobio, no lo íbamos a pasar bien ni el niño ni nosotras…
Carmen se queda con la mirada perdida, como si sopesara las palabras que acabo de pronunciar.
—Sí, tienes razón. Todavía es muy pequeño…
Y coge otro trozo de pizza.
Comemos en silencio mirando la película. Yo soy la primera en dejar de comer. Me recuesto de nuevo en el sofá, deseando encender un cigarro. No lo hago. Unos minutos después, Carmen también deja de comer. Se apoya en mi hombro y me rodea la cintura con los brazos.
—Qué cansada estoy… —murmura.
—Es que ha sido un fin de semana muy intenso —le digo yo divertida y picara a la vez, estrechándola contra mí. Ella se ríe escondiendo la cabeza en mi jersey.
Para cuando vuelvo a mirar a Carmen veo que se ha quedado dormida sobre mi pecho. Veo la hora en el reloj del vídeo. Más de medianoche. Bueno, al menos este año los Reyes no me dejarán carbón…
—¿Sabes? He descubierto por qué
Nueve semanas y media
se llama así y no
Diez semanas y tres cuartos
o
Tres meses y diecisiete días
.
—¿Por qué?
—Es el tiempo que dura una pareja en pasar de la fogosidad y la tontería supina a abrir los ojos y preguntarse: ¿Qué coño estoy haciendo con esta tía?
—Buenoooo… No me lo digas. Ya te has cansado de ser madre adoptiva, ¿verdad?
—No, Juan, el niño no tiene nada que ver, es una monada pero es que Carmen ya empezaba a verme de un modo que no me gusta.
—¿Es que te pidió que vivieras con ella y le pagaras la guardería al niño?
—No, tonto. Lo que pasa es que quiere algo más estable, ya sabes, compromiso y esas cosas que tanta alergia me dan. Y ya habíamos llegado a la tercera fase.
—¿Qué tercera fase?
—Ya sabes, las tres fases de una pareja: el primer beso, la primera noche y la primera visita a Ikea.
—¿Te llevó a Ikea? ¡Qué fuerte!
—No te rías así que se te va a desencajar la mandíbula, tronco… Pues sí, fuimos a Ikea. Allí las dos con el niño montado en su cochecito eligiendo muebles para la habitación de Robertito. Y de repente como que vi la escena desde fuera y a la escena le siguió una película enterita. Me vi firmando la hipoteca de un adosado en las afueras, abriendo un plan de pensiones, navidades con la familia, a mí embarazada para darle un hermanito al niño, un mono-volumen en la puerta del adosado, vacaciones en la Costa Brava y los niños haciendo castillos en la arena…
—Suena encantador…
—¡No me fastidies, Juan! A lo mejor para ti lo es pero yo aún no tengo ganas de firmar la sentencia de muerte de mi soltería.
—¡Cómo eres, Ruth! ¡Con lo mona que estarías vestida de premamá!
—¡Y lo que disfrutarías tú comprándole regalos al niño, marujón! Pero no. No ahora. Joder, si ella misma me dijo que después de lo de su marido, no quería otro matrimonio sino disfrutar de su libertad.
—Pero te ha encontrado a ti y habrá pensado que podía valer la pena. Luego dirás que nunca encuentras a la tía adecuada.
—No es eso, Juan. Yo no estoy enamorada. Y no creo que lo pudiera estar. Estaba muy a gusto con ella pero en el fondo sabía que seguía faltando algo.
—¿El qué?
—¡Y yo qué sé! Coño, algo. Mira, es mejor así. Imagínate que seguimos adelante sin que yo esté convencida y ella se enamora de mí y el crío crece y yo me voy encariñando con el crío y él conmigo… No, no, no… Mejor parar aquí que luego arrepentirme cada vez que vea una carta del banco con la letra del adosado.
—¿Algún día dejarás de tener miedo?
—Que no es miedo, Juan. Es falta de ganas.
—Que ya tienes treinta años, Ruth. Tu adolescencia ya no la ves ni usando prismáticos.
—¿Y por tener treinta años tengo que renunciar a la juventud que me quede emparejándome con la primera que parezca buena persona? No, no. Además, no es cuestión ni del niño ni de que no quiera una vida en común con alguien. Es que no estoy segura de que Carmen sea una buena opción.
—Vale, vale, te creo… ¿Y cómo se lo ha tomado ella?
—Pues creo que le ha jodido bastante.
—Normal. Auna semana de San Valentín jode que te deje tu novia.
—Ya… Pero, ¿que querías que hiciera? ¿Esperarme y dejarla después de San Valentín? Hubiera sido igual de cruel, le habría dado más tiempo a hacerse ilusiones.
—No, si tienes razón…
—Me ha dicho que le dé un tiempo, que no la llame, que ella ya me llamará.
—Entonces no te llamará…
—Pues bueno, ¿qué se le va a hacer? ¡Joder! A mí me gusta ir poco a poco, conocernos y esas cosas. No plantearme a los dos meses qué muebles quedarán bien con las cortinas de la habitación del hijo de mi novia.
—No veas si te pones tremenda, corazón. Tampoco es para tanto.
—Para mí sí lo es. Le he dejado las cosas claras, he sido totalmente sincera, le he dado todas las explicaciones posibles y he argumentado mi decisión, es bastante más de lo que muchas han hecho conmigo en el pasado. Si no quiere volver a hablarme quizá es que no merezca la pena tenerla cerca.
—Visto así…
—En fin, Juanito, que te voy a dejar que me muero de sueño.
—¡Pero si son sólo las diez y media! Me parece que también tú estás un pelín tocada…
—Puede ser pero yo me voy al sobre ahora mismo.
—Bueno, pues ya hablamos. Cuídate, cielo.
—Tú también. Un beso.
E
s más de mediodía cuando llego a mi casa. Y lo hago con la clara y sana intención de aterrizar en plancha sobre mi cama y dormir hasta que sea de noche. Y lo intento. Lo malo es que, ya puesta, soy incapaz de cerrar los ojos. Aunque lleve casi treinta horas en pie. Me incorporo a medias sobre el colchón, saco el tabaco de mi bolso y enciendo un cigarro. Ahora es cuando os empezaréis a preguntar qué narices ha pasado para que alguien, que sería capaz de dormir en medio de un bombardeo, en este momento no pueda ni planteárselo (lo de dormir, el bombardeo mejor lo dejamos para otro día). Pues de momento te vas a quedar con las ganas.
Me levanto y voy a la cocina por una coca-cola (una normal, con toda su cafeína, sus calorías y su azúcar, me gustan las cosas en su estado natural). Apago el cigarro en uno de los ceniceros de la encimera y vuelvo al dormitorio por el paquete de tabaco. Otro cigarro y me siento frente al ordenador. Me meto en la página de mi
blog
y abro la plantilla:
Sábado, 14 de febrero
.Gatillazo antes de empezar
¿Alguna vez la policía te ha fastidiado un polvo? Pues a mí sí. Es más, acaba de hacerlo. ¿Que cómo? Deteniendo a mi ligue y llevándoselo a comisaría. No, no es que ahora me haya dado por salir con delincuentes pero tal y como están las leyes hasta respirar llegará a ser delito
.Imaginaos un típico viernes. Has salido de trabajar y no tienes muchas ganas de juerga. Pero te llama un amigo para que te tomes algo con él. Y como hace mucho que no le ves, pues claro, accedes. Te vas con tu amigo a cenar y luego a tomar una copa, que se convierte en otra por obra y gracia de tu camarera favorita y más tarde en una tercera porque tu amigo está de buen humor y no quiere dejarte escapar tan fácilmente ahora que ha conseguido engancharte. Y al final acabáis los dos en el ligódromo de siempre (los que me conocéis ya habréis adivinado cuál es). Tú ya estás animada, os habéis encontrado con algunos conocidos y la noche se ha vuelto de repente de lo más interesante. Hay un grupito de inglesas con ganas de marcha y tú te dedicas a tontear con la que parece ser su cabecilla, una rubita de no más de dieciocho años que es como una mezcla de la actriz de
Fucking Åmål y
la Baby Spice (y eso que a ti nunca te han entusiasmado las rubias) y que te silba y jalea cada vez que bailas. También hay otras que no están nada mal mirándote como si esperaran el momento oportuno para lanzarse sobre ti. Vaya, parece que has hecho bien no yéndote a casa. Y justo en lo mejor a tu amigo le da el bajón, te dice que está cansado y que se va a dormir. Pero tú no. No puedes irte ahora. Ya estás aquí y no te apetece dormir sola esta noche si con sólo sonreír a una u otra podrías evitarlo. Así que te pides otra copa y decides que no te irás hasta que te echen. Cuando vuelves con las inglesas ves que tu primer objetivo ha encontrado una ocupación mejor aprovechando tu ausencia. Te encoges de hombros porque en el fondo te da igual. Tampoco te gustan tan jovencitas. Una chica que está sentada en un taburete comienza a mirarte de un modo que no deja lugar a dudas acerca de sus intenciones. Poco a poco, haciéndote hueco entre la gente, te vas aproximando a ella. Ni que decir tiene que te cuesta nada y menos acabar en sus brazos. Primera base
.El ligódromo enciende sus luces más fuertes, lo que indica que os están invitando amablemente a que abandonéis el local. Tu ligue (no importa el nombre, aunque la verdad es que no te enteras de él hasta que más tarde la policía le pide la documentación) y tú decidís iros a un
after.
Allí descubres que la chica debe ser tan conocida como tú por esos lares porque saluda a gente que ni siquiera tú conoces. Vais a los servicios donde tu ligue saca ciertos polvos blancos que hace mucho que no pruebas. Te dices ¡qué demonios! y aceptas el ofrecimiento, que se repite un par de veces más hasta que casi a las nueve de la mañana decidís de mutuo acuerdo que ya es hora de iros a casa. A la casa de ella. Y no a dormir, claro está. Salís del after y la claridad del día os hiere las pupilas. Enfiláis Hortaleza. Casi estáis llegando a Alonso Martínez cuando tu ligue se para junto a un coche negro. Lo abre y entráis dentro. Un CD de Joaquín Sabina se mancha con más polvos blancos. Tú piensas que hace mucho que no te pasabas tanto pero, bueno, un día es un día. Tras dejar la cara de Joaquín Sabina limpia de cualquier resto de polvo blanco os volvéis a besar con ganas, tantas que casi piensas que te va a violar allí mismo. Pero no. Sólo has llegado a la segunda base
.Arranca el coche y, antes de que te hayas podido dar cuenta, os encontráis en la Castellana, casi desierta a esas horas. Notas que a tu acompañante le ha entrado complejo de Carlos Sainz y está adelantando a los otros coches como si estuviera en el circuito de
Le Mans.
Llegáis a Gran Vía dejando atrás varios semáforos en rojo. Te estás riendo cuando oyes sirenas de policía a tu espalda. Al principio no te das por aludida hasta que ves a un uniformado motorista que se pone a vuestra altura y le dice a tu conductora que pare. Estáis ya en San Bernardo y os paráis justo frente a un Sprint. Dos son los policías que se bajan de sus sendas motitos, uno habla por radio mientras el otro le pide la documentación del coche a tu compañera…El resto es fácil de imaginar, viene un furgón policial con el cacharro ese para hacer el control de alcoholemia, tú piensas que va a ser rápido pero qué va, sopla una vez, vuelve al coche y te dice que hay que esperar quince minutos más para una segunda prueba. Con la que lleva encima es obvio que da positivo las dos veces (aunque, en su descargo, habría que decir que por muy poco). Tras casi una hora paradas llega una grúa y le dicen a tu nueva amiga que se la tienen que llevar a comisaría para que preste declaración. Tú no puedes ir con ella pero puedes esperarla en no sabes qué sitio de Legazpi. Le pides el móvil para poder llamarla cuando termine y ella te pide el tuyo. Los polis se la llevan, la grúa se lleva el coche y tú, qué remedio, coges un taxi que te lleve hasta Legazpi. Y allí esperas y esperas y esperas… Hasta que sientes que no puedes más. Intentas hablar con ella pero no responde al móvil. Le mandas un mensaje y le dices que lo sientes mucho pero que te vas a casa a dormir…
Así que, pequeñuelos y pequeñuelas, ya sabéis la moraleja de esta historia: por mucha prisa que tengáis por echar un polvo, no corráis con el coche. Más vale echarlo quince minutos más tarde que ver cómo la policía se lleva a tu libido dentro de un furgón policial
.Y no habrá tercera base…
Apago el ordenador tras comprobar que este último
post
se ha colgado con normalidad. Regreso a la cocina a por más coca (cola, no os asustéis, esas cosas sólo las hago muy de vez en cuando) y estoy examinando unos folletos de comida rápida cuando suena el teléfono del salón.