—¿Diga? —respondo.
—Hola, Ruth, ¿qué tal? ¿Te he despertado? —me pregunta la voz de mi amiga Ángela al otro lado de la línea.
—¡Ah, eres tú! —le contesto—. No, no me has despertado. No se puede despertar a alguien que no se ha acostado todavía…
—Vaya, vaya, así que la niña aún no se había acostado… Mmmm, aún así espero que eso no te impida asistir a mi fiesta.
—¿Tu fiesta? ¿Qué fiesta? —pregunto con total ignorancia.
—Mi fiesta de cumpleaños, cabeza de chorlito. Es esta noche. Bueno, más que fiesta es una cena. Luego saldremos por ahí. Te lo dije el otro día, ¿no te acuerdas?
Intento hacer memoria. Sí, supongo que es posible que me lo dijera aunque no pondría la mano en el fuego por ello. Por recordarlo, quiero decir.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo! —miento—. Vale, guay, ¿quién va a ir?
—Pues los de siempre… Jose, Chus, mi vecina Laura y un par de amigas de Silvia muy monas y muy solteras que seguro que te gustan —esto último lo dice soltando una sonora carcajada.
—Oye, bonita, que iría de todas formas aunque sólo estuviérais Silvia y tú —respondo fingiéndome ofendida.
—Ya, ya, pero sé que te gusta que haya otros alicientes…
—Bueno, fuera coñas, ¿a qué hora quieres que vaya?
—A las diez, intenta ser puntual que ya nos conocemos.
—Vale, tranqui. A las diez en punto estaré allí.
—Muy bien, pues luego nos vemos.
Ciao
.
—Adiós.
Cuando cuelgo el teléfono noto cómo vuelvo a animarme. Sí, puede que el fin de semana esté aún a tiempo de arreglarse.
Tras un pedido de comida china que dejo a medias y una siesta que, a todas luces, me resulta insuficiente, me meto en la ducha y comienzo a arreglarme. Hacia las nueve y cuarto salgo de casa, paso por el Vips de Quevedo para comprar una botella de vino y algún regalo para Ángela. Como música no me atrevo a regalarle (entre ella y Silvia podrían montar una sucursal de la Fnac solitas) me decido por el último libro de Lucía Etxebarria, confiando en que nadie haya tenido la misma recurrente idea.
A las nueve cincuenta y ocho me estoy bajando del taxi en la calle Atocha, a las nueve cincuenta y nueve llamo al telefonillo y son exactamente las diez en punto cuando franqueo la puerta de su piso.
—¡Puntual como un reloj! —exclamo, pero es Silvia quien me abre la puerta. Bueno, Silvia y su dichoso perro dando unos saltos que de seguro batirían algún tipo de récord.
—Ángela se está duchando —me informa Silvia.
—¡Ah, vale! —Le doy los dos besos de rigor, le tiendo la botella de vino y entro en el salón.
Sentada en una silla está la vecina de Ángela, Laura. En el sofá se acomodan Jose y Chus y una chica en la que se me quedan pegados los ojos inevitablemente. Alta (a pesar de que la veo sentada) y más esbelta que delgada (nunca me han gustado las chicas escuálidas). El cabello, negro y corto, lo lleva engominado dejando colgar algunos rizos que de rebeldes sólo tienen la intención. Y los ojos, joder, qué ojos. Grandes, azules, ese azul a medio camino entre el verde y el gris. Va vestida con unos vaqueros ceñidos pero acampanados en los bajos y una camiseta ajustada blanca con la frase
Only women
estampada en el pecho con letras rojas. Vamos, que nada más verla se me hace la boca agua.
—Vaya, parece que soy la última en llegar. —Me acerco a los chicos para comenzar la ronda de saludos—. ¿Qué tal, Chus? —Le doy dos besos a Chus, otros dos a Jose y mentalmente pienso: ¡Que me la presenten ya, coño!
—No, no eres la última —me dice Laura cuando le llega a ella el turno de los besos—. Falta Raquel, una amiga de Silvia.
—Ruth, tú no conoces a Esther, ¿verdad? —me pregunta Silvia. La miro con candidez. Silvia, cariño, siempre me has caído como una patada en el estómago pero en este momento te comería a besos.
—No, no nos conocemos —respondo mirando a la aludida con ojitos de buena persona.
Silvia vuelve a repetir nuestros nombres (a lo mejor se piensa que somos sordas y que no los hemos oído antes) y así puedo darle dos besitos en sendas mejillas a la tal Esther. Besos que se acercan más a la comisura de los labios que a las mejillas propiamente dichas.
En ese momento aparece Ángela, ya vestida pero con el pelo aún mojado y peinado hacia atrás. Le ha crecido bastante desde la última vez que nos vimos.
—¡Ruth! ¡Por fin has llegado! ¡Y has sido puntual! —me dice nada más verme.
—Cualquier cosa por mi chica favorita —le digo mirando de reojo la cara de Silvia. Sé que le jode sobremanera que coquetee con su novia, sobre todo desde que se enteró que Ángela y yo fuimos algo más que amigas allá por el Pleistoceno (nada serio, unos pocos meses hasta que nos dimos cuenta de que éramos mejores como amigas que como amantes)—. Muchas felicidades —exclamo dándole un fuerte abrazo—. Treinta y seis añitos… Imagino que ya tendrás contratado un buen plan de pensiones —me río—. Toma, este es mi regalo. Espero que no lo tengas todavía. No he podido envolverlo… —me justifico tendiéndole la bolsa del Vips.
Cuando Ángela saca el libro de la bolsa el resto estalla en estentóreas carcajadas. Y Ángela se muere de la risa.
—¿Me he perdido algo? —pregunto temiéndome lo que ya imaginé al comprarlo.
—Laura y nosotros hemos tenido la misma idea —me explica Jose dejando a duras penas de reír.
—Pero yo he sido la primera, así que tengo la exclusiva —exclama Laura también riendo.
—Toma, cielo —le dice Ángela a Silvia—. Ponlo con los otros dos. Así hasta el perro tendrá su ejemplar…
—Bueno, tranquila, supongo que se podrá cambiar, debo tener el
ticket
por alguna parte —rebusco en el bolso. Luego cambio de idea, dejo de buscarlo, me quito el abrigo y junto con el bolso se lo tiendo a Silvia, que ya se iba hacia el dormitorio—. Espera, Silvi, cielo, ponme esto por ahí, anda —le digo con una de mis mejores sonrisas a lo que ella me responde con una ligera expresión de exasperación.
Cojo una de las sillas que quedan libres y me sitúo estratégicamente junto a Esther. Justo en ese momento suena el timbre del portal haciendo que el perro se ponga a ladrar como un loco.
—Esa debe ser Raquel —anuncia Silvia saliendo apresurada del dormitorio y dirigiéndose al telefonillo de la entrada.
El resto estamos mirando vídeos musicales en la televisión que está sintonizada en la MTV. Un par de minutos después el timbre de la puerta suena. Silvia acude a abrir. Y justo cuando ya había decidido ir a degüello detrás de Esther, ante nosotras hace aparición Raquel, un polo totalmente opuesto pero igualmente atractivo. Cabello largo y rizado, ojos marrones, boca sensual. Pantalones de raya diplomática, camisa negra abierta hasta el tercer botón, botines con algo de tacón. Joder, no sabía yo que Silvia tuviera amigas tan guapas…
La recién llegada saluda a Esther y, a continuación, se va presentando a todos los presentes excepto a Ángela que se ha metido en la cocina. Silvia, que parece haber adoptado el papel de ujier, le coge el abrigo y el bolso y desaparece en dirección al dormitorio. Raquel coge otra silla y se pone a mi lado. Yo miro disimuladamente a derecha e izquierda pensando que no sé cuál de las dos me gusta más.
—Bueno, vamos poniendo la mesa, ¿no? —dice Chus levantándose del sofá—. Ya estamos todas.
Todas la imitamos. Nos levantamos de nuestros respectivos asientos y miramos en derredor esperando que alguien nos dé las órdenes precisas. Silvia manda a Jose y Chus abrir la mesa, el resto de las chicas va colocando las sillas alrededor. Alguien saca un mantel y servilletas y también unos cubiertos. Como no veo que pueda hacer nada me voy a la cocina, donde Ángela está preparando una ensalada. El horno está encendido y huele a asado pero no logro adivinar de qué. Entorno un poco la puerta después de entrar.
—Bueno, Angelita, ¿cómo va todo? ¿Qué tal sigue tu vida de casada?
—Bien, bien —contesta sin mirarme al tiempo que pica cebolla. En su tono de voz creo percibir que la realidad es todo lo contrario.
—Oye, no sabía que tu novia tuviera amigas tan guapas —le digo para romper un poco el hielo.
—Pues ya ves.
La noto huidiza y la verdad es que no sé por dónde salir. Decido seguir adoptando el papel de graciosilla.
—Pues me las teníais que haber presentado antes. Y de una en una, joder, que no voy a saber por cuál decidirme.
—Es que Silvia las acaba de conocer —su voz tiene ya un tono tan circunspecto que no puedo seguir obviándolo.
—¿Pasa algo, cielo? Cuando hablas sueles decir más de tres frases seguidas y de momento no has pasado de una. —La cojo por el hombro y hago que me mire a la cara—. ¿Va todo bien?
—Sí. Bueno, no —dice soltándose. Cierra la puerta de la cocina para abrir la nevera, se agacha y busca algo en su interior—. La verdad es que no lo sé.
Vuelve a mí lechuga en mano. Comienza a cortarla con saña sobre la tabla de madera.
—¿Silvia? —pregunto a sabiendas de que no voy muy desencaminada.
—Sí. Silvia. Silvia y yo. Yo y Silvia. La canción de siempre.
—¿Qué pasa?
—Eso quisiera saber yo. Lleva un tiempo de lo más rarita. Ahora le ha dado por salir sola, ¿sabes? Bueno, con amigas. Dice que porque quiere conservar su independencia, que así yo también puedo aprovechar para salir con mis amigos… —suspira profundamente—. Ya sé que visto así no parece raro ni preocupante pero la verdad es que no lo entiendo. Joder, tú lo sabes, Ruth, llevamos dos años juntas —me mira a los ojos dejando de cortar la lechuga—y siempre hemos salido con sus amigos o con los míos o con todos juntos o cada una con los suyos, nunca ha habido problemas por ese tipo de cosas. Y yo no soy precisamente una persona posesiva, vamos, creo yo… A estas dos, por ejemplo —me dice señalando la puerta con el cuchillo—, las conoció hace unas semanas en el Escape. Y es como si de repente fuesen sus mejores amigas. Se pasa media vida hablando con la tal Raquel por teléfono. A lo mejor se piensa que soy imbécil…
Y se la mete en casa justo el día de su cumpleaños, justo el día de San Valentín, me digo para mis adentros.
—Joder, Ángela, ya sabes que siempre te he dicho lo que pienso y que Silvia me pareció un poco cría desde el primer momento, pero no creo que entre sus defectos se encuentre la infidelidad. Y menos que tenga la cara de hacerlo delante de ti.
—No, si yo tampoco lo creo pero ya ves lo que hay…
La puerta de la cocina se abre y Silvia, como si hubiera adivinado que estábamos hablando de ella, hace aparición con actitud de leona que viene a recordarme que estoy en su territorio.
—Vengo a por el vino —se excusa ingenuamente.
—¿Ya has sacado las copas? —le pregunta Ángela.
—Las está colocando Raquel —dice saliendo de la cocina con la botella de vino en la mano.
Ángela me mira con expresión desconsolada. Le doy un leve golpe de ánimo en el hombro mientras cojo el bol con la ensalada.
—Vamos a la mesa, anda.
La cena transcurre con calma. Ángela y Silvia ejercen de perfectas anfitrionas. La verdad es que, si no fuera por lo que me ha comentado Ángela en la cocina, no vería nada extraño en su comportamiento. Se miran con ojitos tiernos, se hablan con cariño y se regalan algún beso de vez en cuando. A simple vista parecen tan enamoradas como siempre.
Yo, por mi parte, he conseguido sentarme en medio de Raquel y Esther y entre bocado y bocado voy tanteando a una y a otra. Al poco rato ya nos estamos comportando como tres gatas en celo. Cada una intentando dilucidar cuál de las otras dos le gusta más. Cada una intentando que no se note ni mucho ni demasiado poco.
Hacia los postres casi he tomado una decisión. Porque la primera idea casi siempre es la que vale y por muy imponente que sea Raquel, me da mucho más morbo una tía del estilo de Esther. Además, hay algo en Raquel que me chirría. A pesar de haber entrado a saco en el coqueteo conmigo y con Esther, a la vez parecía estar ausente, como si ocultara algo o tuviese la cabeza en otra parte. Y Esther, por otro lado, se ha revelado como una tía de lo más ingeniosa y encantadora. Bueno, finalmente no ha sido tan difícil tomar una decisión.
—Bueno… Y ahora, a brindar —anuncia Silvia levantándose y yendo a la cocina. Regresa un momento después con una botella de champán—. Anda, cielo, saca las copas —le pide a Ángela.
Ángela nos reparte las copas mientras Silvia quita el precinto y descorcha la botella, cuyo tapón va a parar a las fauces del puñetero chucho, que se lo lleva a un rincón para reducirlo a migas de corcho. Me reitero en lo dicho anteriormente: una pareja muy bien avenida que comparte su vida, tiene un perro y planea las próximas vacaciones juntas.
—¡Por Ángela! —dice Silvia levantando su copa.
—¡Por Ángela! —repetimos todas.
Estamos a punto de llevarnos la copa a los labios cuando Raquel nos interrumpe con un nuevo brindis.
—¡Y por que se cumplan todos nuestros deseos! —dice taladrando a Silvia con la mirada.
Por un breve instante no somos capaces de reaccionar. Silvia rehuye la mirada de Raquel. Ángela mira a las dos alternativamente. El resto mantenemos la copa en la mano sin saber qué hacer. Yo la vuelvo a alzar.
—¡Eso! ¡Por nuestros deseos! ¡A ver si nos toca la lotería de una puta vez!
Consigo así que se vuelvan a relajar un poco los ánimos. Damos nuestros sorbos de rigor al champán y vamos depositando las copas de nuevo en la mesa. Observo disimuladamente el rostro de Silvia, aún lívido por la salida de Raquel. Su incomodidad es palpable. Es entonces cuando me doy cuenta de que los temores de Ángela no son infundados.
—Bueno… —empiezo—, ¿y por dónde nos vamos a ir de copas?
—Habíamos pensado en salir por Lavapiés —explica Ángela—. Estamos más cerca que de Chueca y así cambiamos de aires.
—Vale, guay, hace mucho que no voy por allí. —Miro el reloj, son más de las doce y media—. Oye, ¿no sería buena hora para empezar a movernos? Que luego todo se pone hasta la bola…
Ángela consulta también su reloj y asiente con la cabeza.
—Sí, venga, vayámonos ya.
La comitiva que va subiendo la calle Atocha va de dos en dos. Encabezando la fila, Jose y Chus, altos, fuertes, enfundados en cazadoras con forro de borrego, dando unas zancadas que equivalen a dos de las nuestras y despidiendo vapor por la boca como si fueran la locomotora que tira del resto de los vagones. A pocos metros, por detrás de ellos, Ángela y Laura, manos metidas en los bolsillos, hombros encogidos por el frío, cabezas gachas. Seguramente Ángela le estará relatando los mismos miedos que a mí hace un rato. A mucha distancia más, Silvia y Raquel, hablando en murmullos, juntando las cabezas para acercar las palabras, como si conspirasen. Y, por último, casi perdidas, Esther y yo, que hemos llegado a un nivel de tonteo que ya se sale de la tabla. Nos reímos y vamos cediendo nuestro espacio corporal a los avances de la otra. Al llegar a Antón Martín y ver cómo todas doblan la esquina desapareciendo de nuestro campo de visión, Esther se para y me detiene tomándome del brazo. La miro a los ojos, esos ojos en los que ahora mismo me perdería sin dudarlo. Con ellos me pide que la bese. Y lo hago sin vacilar ni un momento. Sus labios me reciben suavemente, cálidos y dulces, con un leve sabor a champán y a la nata de la tarta.