¡Acabad ya con esta crisis! (17 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Las tasas de interés aplicadas a todos los activos se dispararon después de que cayera Lehman, el 15 de septiembre de 2008, lo que contribuyó a que la economía cayera en barrena.

Fuente
: Banco de la Reserva Federal de San Luis

La perspectiva de un hundimiento general del sistema financiero hizo que el pensamiento de las cabezas más influyentes se concentrara en el establecimiento de políticas y, en lo que respecta a salvar los bancos, actuaron con fuerza y decisión. La Reserva Federal prestó grandes cantidades de dinero a los bancos y otras instituciones financieras, garantizando que no se quedaran sin fondos. También creó toda una «sopa de letras» de acuerdos de préstamo especial, con los que llenar los agujeros de financiación que había dejado la mala condición de los bancos. Tras dos intentos, el gobierno de Bush logró que el Congreso aprobara el Programa de Ayuda para Activos Problemáticos, que creó un fondo de ayuda financiera de 700.000 millones de dólares, que se usó principalmente para comprar participaciones en los bancos, lo que mejoró su capitalización.

El modo en que se manejó esta ayuda financiera merece muchas críticas. Era preciso rescatar a los bancos, sí; pero el gobierno debería haber negociado mucho mejor y haber logrado participaciones mucho mayores a cambio de su ayuda de emergencia. En aquel momento, yo insté al gobierno de Obama a pedir la administración judicial, por quiebra técnica, de Citigroup y, posiblemente, unos pocos más; no tanto para dirigir estas entidades a largo plazo, como para garantizar que los contribuyentes recibieran todos los beneficios cuando se recuperaran (si lo hacían) gracias a la ayuda federal. Como no lo hizo así, el gobierno, de hecho, proporcionó una enorme subvención a los accionistas, a los que situó en posición de «cara, ganamos nosotros; cruz, pierden los demás».

Pero aunque el rescate financiero se desarrolló en términos demasiado generosos, cabe decir que, en lo esencial, fue un éxito. Las principales instituciones financieras sobrevivieron; los inversores recuperaron la confianza; y, en la primavera de 2009, los mercados financieros habían retornado a una situación más o menos normal: la mayoría de los prestatarios (aunque no todos) podía volver a solicitar dinero a tasas de interés bastante razonables.

Por desgracia, con eso no bastó. No se puede tener prosperidad sin un sistema financiero en funcionamiento, pero el mero hecho de estabilizar el sistema financiero no reporta necesariamente prosperidad. Lo que Estados Unidos necesitaba era un plan de rescate para la economía real, de producción y empleo, que fuera tan intenso y adecuado a la meta como el rescate financiero. Sin embargo, no hubo nada similar.

ESTÍMULO INADECUADO

En diciembre de 2008, el equipo de transición de Barack Obama se preparaba para asumir la gestión de la economía estadounidense. Ya estaba claro que se enfrentaban a una perspectiva ciertamente temible. La caída de los precios de la vivienda y la bolsa había asestado un duro golpe a la riqueza; en el transcurso de 2008, el patrimonio familiar neto se había rebajado en 13 billones de dólares (equivalente aproximado al valor de un año de producción de bienes y servicios). El gasto de los consumidores, naturalmente, se despeñó por un precipicio; y a ello siguió el gasto empresarial —que ya sufría, además, los efectos de la implosión crediticia—, pues no hay razón para expandir un negocio cuyos clientes han desaparecido.

En tales circunstancias, ¿qué había que hacer? La primera línea de defensa contra las recesiones, habitualmente, es la Reserva Federal, que suele rebajar las tasas de interés cuando la economía tiembla. Pero las tasas de interés a corto plazo, que es lo que normalmente controla la Reserva Federal, ya eran de cero; no se podían rebajar más.

Esto dejaba, como respuesta obvia, el estímulo fiscal: incrementos temporales en el gasto gubernamental y/o rebajas de impuestos, concebidas para apoyar el gasto general y la creación de empleo. Y el gobierno de Obama diseñó, y de hecho aprobó, una ley de estímulo, la ley de Reconstrucción y Recuperación. Por desgracia, esta iniciativa, que alcanzó los 787.000 millones de dólares, se quedó muy corta para la labor. Sin duda contribuyó a mitigar la recesión, pero estuvo muy lejos de lo que se habría necesitado para restaurar el pleno empleo; incluso para crear una sensación de mejora. Peor aún: el fracaso del estímulo, que no mostró ningún éxito claro, tuvo el efecto, en el ánimo de los votantes, de desacreditar el concepto entero de usar el gasto gubernamental para crear empleo. Así, el gobierno de Obama se quedó sin ocasión de repetir el intento.

Antes de pasar a las razones que explican por qué el estímulo fue tan inadecuado, pido al lector que me deje responder a dos objeciones que encontramos a menudo las personas como yo. Primero está la afirmación de que se trata de meras excusas; que, después de los hechos, tan solo procuramos racionalizar el fracaso de nuestra política preferida. Luego está la idea de que, bajo la presidencia de Obama, el gobierno se ha expandido sobremanera, por lo cual no se puede afirmar legítimamente que su gasto ha sido demasiado bajo.

La respuesta a la primera afirmación es que el lamento no llega
después
de los hechos: muchos economistas advirtieron desde el principio de que la propuesta gubernamental era tremendamente inadecuada. Por ejemplo, el día posterior a la aprobación del estímulo, Joseph Stiglitz, de Columbia, declaró:

Creo que entre los economistas hay un consenso amplio, aunque no universal, sobre la idea de que el conjunto de medidas de estímulo que se ha aprobado tiene errores de concepción y es insuficiente. Sé que no es universal, pero déjenme que intente explicarlo. En primer lugar, que es insuficiente debería resultar obvio por lo que acabo de decir: como intento de compensar la deficiencia en la demanda agregada, simplemente, se queda corto.

Personalmente, en cuanto el plan del gobierno comenzó a quedar delineado, también me opuse en declaraciones públicas de diversa intensidad. Escribí:

Poco a poco, vamos recibiendo información sobre el plan de estímulo de Obama, suficiente para empezar a hacer cálculos preliminares sobre el impacto que tendrá. En resumidas cuentas: probablemente, se trata de un plan que, durante los próximos dos años, restará a la tasa de desempleo medio menos de dos puntos porcentuales; y quizá mucho menos.

Y, tras repasar las matemáticas, concluí con la cita que ha iniciado este capítulo, en la que temía que un estímulo adecuado, por un lado, no lograría producir la recuperación que necesitábamos y, además, socavaría la posibilidad de seguir actuando desde la política.

Por desgracia, ni Stiglitz ni yo errábamos en nuestros temores. El desempleo llegó a niveles aún más elevados de lo que yo esperaba, hasta superar el 10 por 100; pero, en su forma básica, tanto el resultado económico como sus implicaciones políticas fueron exactamente lo que yo temía. Y, como el lector puede ver con claridad, estábamos advirtiendo sobre la inadecuación del estímulo desde el mismo principio; no excusándonos a posteriori.

¿Qué decir sobre la vasta expansión del gobierno que, supuestamente, se ha vivido con Obama? Bien, el gasto federal, como porcentaje del PIB, ha crecido, en efecto: ha pasado del 19,7 por 100 del PIB en el año fiscal de 2007 al 24,1 por 100 en el año fiscal de 2011. (El año fiscal empieza el 1 de octubre del año previo en el calendario.)

El gasto creció más rápido que de costumbre, en efecto, pero toda la diferencia se debió a una ampliación de los programas de asistencia, en respuesta a la emergencia económica.

Fuente
: Oficina Presupuestaria del Congreso

Pero este ascenso no significa lo que mucha gente cree que significa. ¿Por qué no?

En primer lugar, hay una razón que explica que el porcentaje de gasto con respecto al PIB sea alto: que el PIB es bajo. Si nos basamos en las tendencias anteriores, la economía estadounidense debería haber crecido cerca del 9 por 100 en los cuatro años que fueron de 2007 a 2011. Ahora bien, de hecho, apenas creció: al pronunciado descenso de 2007 a 2009 le siguió una recuperación débil que, en 2011, solo había conseguido recuperar el terreno perdido. Así pues, incluso un crecimiento normal en el gasto federal habría supuesto un fuerte incremento en el gasto, si se mide como porcentaje del PIB.

Dicho esto, sí hubo un crecimiento excepcionalmente rápido en el gasto federal, entre 2007 y 2011. Pero esto no representó ninguna gran expansión en las operaciones del gobierno; fue, en su inmensa mayoría, ayuda de emergencia para estadounidenses en situación de necesidad.

La figura de más arriba pone de manifiesto lo que ocurrió en realidad. Usa datos de la Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO). La CBO divide el gasto en varias categorías; he aislado dos de esas categorías, «Subsidios asistenciales» y «Medicaid»
[6]
, y las he comparado con todo lo demás. En cada categoría, he comparado el índice de crecimiento del gasto de 2000 a 2007 —es decir, entre dos períodos de pleno empleo, o casi, y bajo gobierno republicano— con el crecimiento que se produjo entre 2007 y 2011 —ya en el contexto de una crisis económica.

Bien, la citada categoría de «Subsidios asistenciales» incluye sobre todo prestaciones por desempleo, vales de alimentación y las deducciones de impuestos del EITC, que ayuda a los trabajadores más pobres. Es decir, consta de programas que ayudan a los estadounidenses en situación de miseria o casi miseria, algo que es lógico que ascienda cuando asciende el número de estadounidenses con apuros económicos. Por su parte, la ayuda de Medicaid también se concede en función de los recursos y, al atender a los pobres y casi pobres, también es lógico que gaste más cuando el país vive tiempos difíciles. Lo que salta a la vista al mirar la figura es que toda la aceleración del incremento del gasto se puede atribuir a programas que son, en lo esencial, ayuda de emergencia para los que sufren más dificultades por la recesión. Es todo lo que cabe decir al respecto de la idea de que Obama se embarcó en vete a saber qué clase de gigantesca expansión del gobierno.

En tales circunstancias, ¿qué hizo Obama? El ARRA, como se dio en llamar el plan de estímulo, anunciaba un coste de 787.000 millones de dólares, aunque en parte se trataba de rebajas de impuestos que se habrían producido igualmente. De hecho, casi el 40 por 100 del total constaba de recortes impositivos, aunque a la hora de estimular la demanda, y en comparación con un incremento real en el gasto del gobierno, probablemente su eficacia era de la mitad (o menos).

Del resto, una cantidad considerable constaba de fondos para ampliar las prestaciones por desempleo; otro grupo eran aportaciones para ayudar a sostener Medicaid; y otro grupo era soporte para los gobiernos locales y estatales, para contribuir a que no se rebajara el gasto a consecuencia de la caída de ingresos. Solo una parte significativamente reducida se refería a la clase de gasto —construcción y arreglo de carreteras, etc.— que normalmente solemos imaginar cuando hablamos de «estímulo». No hubo nada similar al programa de obras públicas de Roosevelt: la Administración de Proyectos Laborales o WPA (que, en su momento culminante, empleó a 3 millones de estadounidenses, cerca del 10 por 100 de la fuerza de trabajo de su tiempo. Hoy, un programa de dimensiones equivalentes daría empleo a 13 millones de trabajadores).

Aun así, los cerca de 800.000 millones de dólares suenan a mucho dinero, a juicio de muchas personas. Los que nos tomamos los números en serio, ¿cómo pudimos saber que eran tremendamente insuficientes? La respuesta es simple: bastaba con mirar la historia y tener en cuenta la verdadera dimensión de la economía estadounidense.

Lo que la historia nos cuenta es que las recesiones que siguen a una crisis financiera suelen ser desagradables, brutales y prolongadas. Por ejemplo, Suecia sufrió una crisis bancaria en 1990; aunque el gobierno entró en acción para rescatar los bancos, a la crisis le siguió una recesión económica que redujo el PIB real (con ajuste de inflación) en un 4 por 100; y la economía no regresó al nivel de PIB previo a la crisis hasta 1994. Abundaban las razones para creer que la experiencia estadounidense sería al menos así de negativa; entre otros factores, porque Suecia pudo aliviar su recesión exportando a economías con menos problemas, mientras que en 2009 Estados Unidos lidiaba con una crisis global. Así, una evaluación realista nos indicaba que el estímulo tendría que combatir tres (o más) años de graves penurias económicas.

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