¡Acabad ya con esta crisis! (14 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Hace unos tres años, cuando me di cuenta de que la profesión estaba fallando en su hora de la verdad, acuñé un sintagma para lo que veía: una «edad oscura de la macroeconomía». Pretendía decir con ello que nuestra situación era diferente a la de los años treinta, cuando nadie sabía cómo pensar en la depresión e hizo falta un pensamiento económico innovador para hallar una salida. Aquella etapa fue, si se quiere, la Edad de Piedra de la teoría económica, cuando aún no se habían descubierto las artes de la civilización.

Pero en 2009, el arte civilizado se había descubierto… y después perdido. El campo estaba ocupado de nuevo por los bárbaros.

¿Cómo pudo suceder esto? Según creo, fue una mezcla de política y de cierta sociología académica irracional.

LA FOBIA A KEYNES

En 2008 nos hallamos viviendo, de golpe, en un mundo keyne-siano; es decir, un mundo que tenía muchos de los rasgos sobre los que se había centrado John Maynard Keynes en su magna obra de 1936,
Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero
[5]
. Con ello quiero decir que nos encontramos en un mundo cuyo problema económico crucial era la falta de demanda, y en el que las soluciones tecnocráticas, con su cortedad de miras —como el recorte en el objetivo del tipo de interés de la Reserva Federal—, eran inadecuadas para la situación. Para responder con eficacia a la crisis, necesitábamos una política gubernamental más activa, en forma tanto de gasto temporal en apoyo del empleo como de esfuerzos por reducir los excesos pendientes de la deuda hipotecaria.

Cabría pensar que estas soluciones aún pueden considerarse tecnocráticas y separarse de la cuestión más general de la distribución de los ingresos. El propio Keynes describió su teoría como «de implicaciones moderadamente conservadoras», coherente con una economía dirigida sobre los principios de la empresa privada. Desde el principio, sin embargo, los conservadores políticos —especialmente, los más dedicados a defender la posición de los ricos— se opusieron con ferocidad a las ideas keynesianas.

Y esa ferocidad es literal. Suele atribuirse al manual de
Economía
de Paul Samuelson, cuya primera edición vio la luz en 1948, la introducción de la economía keynesiana en los centros universitarios estadounidenses. Pero en realidad Samuelson fue el segundo. Un libro previo, del economista canadiense Lorie Tarshis, fue anulado con eficacia por la oposición de derechas, incluida una campaña organizada que logró que muchas universidades rechazaran el texto. Más adelante, en su God and Man at Yale, el conservador William F. Buckley dirigiría buena parte de su ira contra la universidad, por haber permitido la enseñanza de la economía keynesiana.

Y esta tradición ha continuado a lo largo de los años. En 2005, la revista de derechas
Human Events
seleccionó la
Teoría general
como uno de los diez libros más perniciosos de los siglos xix y xx, en compañía de obras como
Mi lucha y El capital
.

¿Por qué tanta animosidad contra un libro de mensaje «moderadamente conservador» ? Parte de la respuesta parece ser que, aunque la intervención gubernamental que solicita la economía keynesiana es modesta y específica, los conservadores lo han visto siempre como el paso previo al abismo: si concedemos que el gobierno puede desempeñar una labor útil en la lucha contra las depresiones, antes de que nos demos cuenta estaremos viviendo bajo un régimen socialista. Cierta retórica, casi universal en la derecha —incluidos economistas que sin duda deberían ser más despiertos—, mezcla a Keynes con la planificación central y una redistribución radical; ello a pesar de que el propio Keynes lo negó expresamente, por ejemplo al afirmar que «hay valiosas actividades humanas que, para que puedan fructificar con plenitud, requieren la motivación del beneficio material y un entorno de propiedad privada de la riqueza».

También está el motivo apuntado por Michal Kalecki, coetáneo de Keynes (quien, para que conste, era en efecto socialista), en un clásico ensayo de 1943:

Antes de aceptar la intervención del gobierno en la cuestión del empleo, debemos resolver la reticencia de los «capitanes de la industria». Toda ampliación de la actividad estatal despierta el recelo de los empresarios, pero la creación de empleo a partir del gasto gubernamental tiene un aspecto que hace que la oposición resulte particularmente intensa. En un sistema de laissez-faire, el nivel de empleo depende, en gran medida, de lo que se conoce como «estado de confianza». Si este se deteriora, la inversión privada se reduce, lo que comporta una caída de la producción y el empleo (tanto directamente como por medio del efecto secundario de la caída de ingresos derivados del consumo y la inversión). Esto otorga a los capitalistas un poderoso control indirecto sobre la política gubernamental: se debe poner todo el cuidado en evitar cuanto pueda alterar el estado de confianza, pues lo contrario causaría una crisis económica. Pero cuando el gobierno aprende el truco de incrementar el empleo mediante sus propias adquisiciones, este poderoso mecanismo de control pierde su eficacia. Por eso los déficits presupuestarios necesarios para llevar a cabo la intervención gubernamental deben considerarse peligrosos. La función social de la doctrina de la «prudencia financiera» consiste en lograr que el nivel de empleo dependa del estado de confianza.

Esto me sonó bastante extremo, la primera vez que lo leí, pero ahora me parece incluso demasiado plausible. Estos días, el argumento de la «confianza» se repite una y otra vez. Por ejemplo, así es como Mort Zuckerman, magnate del sector inmobiliario y de los medios de comunicación, terminaba una columna de opinión en el
Financial Times
, destinada a disuadir al presidente Obama de actuar en alguna línea populista:

La creciente tensión entre el gobierno de Obama y los empresarios es causa de una inquietud nacional. El presidente ha perdido la confianza de los empleadores, cuya preocupación por los impuestos y el incremento de costes de la nueva regulación está frenando las inversiones y el empleo. El gobierno debe comprender que esta confianza es un imperativo para que la empresa invierta, asuma riesgos y devuelva al trabajo productivo a los millones de desempleados.

Nunca ha habido, ni en realidad hay, prueba alguna de que la «preocupación por los impuestos y el incremento de costes de la nueva regulación» estén «frenando» la economía. Ahora bien, Ka-lecki tenía claro que los argumentos de su índole caerían en saco roto si había una aceptación pública y generalizada de la idea de que la política keynesiana podía crear empleo. Por eso existe una animosidad especial contra cualquier política gubernamental de creación directa de empleo, por encima y además del muy difundido temor a que las ideas keynesianas pudieran legitimar la intervención gubernamental en general.

Si juntamos todos estos motivos, el lector podrá ver fácilmente por qué los autores y las instituciones con lazos próximos a la capa superior de la distribución de los ingresos han sido siempre hostiles a las ideas keynesianas. Esto no ha cambiado en los 75 años que han pasado desde que Keynes escribió su
Teoría general
. Lo que sí ha cambiado, sin embargo, es la riqueza —y, por lo tanto, la influencia— de esa capa superior. En nuestros días, los conservadores se han movido a posiciones situadas aún más a la derecha incluso que las de un Milton Friedman, quien al menos concedía que la política monetaria podía ser un mecanismo eficaz en la estabilización de la economía. Hay ideas que hace 40 años eran marginales en política y que hoy en día son parte de las ideas heredadas por uno de nuestros dos principales partidos políticos.

Un tema aún más espinoso es hasta qué punto los intereses creados del 1 por 100 (o mejor aún, del 0,1 por 100) han coloreado los estudios de los economistas académicos. Pero no cabe duda de que esa influencia ha debido de tener su peso: aunque no fuera más, las preferencias de quienes hacen donaciones a las universidades, la disponibilidad de jugosas becas de investigación y lucrativos contratos de asesoría, etc., sin duda impulsó a la profesión no solo a alejarse de las ideas keynesianas, sino a olvidar mucho de lo que se había aprendido en los años treinta y cuarenta.

Sin embargo, esta influencia de los ricos no habría llegado tan lejos de no haber contado con la ayuda de cierta sociología académica irracional, que logró que conceptos esencialmente absurdos pasaran a ser dogmas de fe en el análisis tanto de las finanzas como de la macroeconomía.

EXCEPCIONES NOTABLEMENTE RARAS

En la década de los treinta, por razones evidentes, los mercados financieros no eran objeto de mucho respeto. Keynes los comparó con

aquellos concursos de la prensa en los que los competidores deben elegir las seis caras más bellas entre un centenar de fotografías y el premio corresponde al concursante cuya elección se corresponda más con las preferencias medias del conjunto de concursantes; de modo que cada competidor debe elegir no las caras que a él le parezcan mejores, sino las que cree que es más probable que atraigan a los demás concursantes
.

Y Keynes consideraba una muy mala idea dejar que tales mercados, en los que los especuladores pasaban el tiempo persiguiéndose las estelas entre sí, dictaran decisiones económicas de importancia: «Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en el producto secundario de las actividades de un casino, es probable que el trabajo se haga mal».

Hacia 1970, o así, sin embargo, el estudio de los mercados financieros parecía haber sido conquistado por el voltaireano Dr. Pangloss, que insistía en que vivimos en el mejor de los mundos posibles. En el discurso académico habían desaparecido casi por entero los análisis de la irracionalidad de las inversiones, de las burbujas, de la especulación destructiva. El campo estaba dominado por la «hipótesis del mercado eficiente», defendida por Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, que sostiene que los mercados financieros valoran los activos en su valor intrínseco exacto dada toda la información públicamente disponible. (El precio de las acciones de una sociedad, por ejemplo, siempre refleja con precisión el valor de la compañía dada la información disponible en los ingresos de esta, sus perspectivas de negocio, etc.) Y en los años ochenta, los economistas financieros, especialmente Michael Jen-sen, de la Escuela de Negocios de Harvard, postulaban que como los mercados financieros siempre aciertan en los precios, lo mejor que pueden hacer los jefes de una corporación —no por sí mismos, sino por el bien de la economía— es maximizar el precio de sus acciones. En otras palabras, los economistas financieros creían que deberíamos poner el desarrollo del capital nacional en manos de lo que Keynes había denominado un «casino».

Es difícil argumentar que esta transformación de la profesión respondiera al impulso de los hechos. Sin duda, el recuerdo de 1929 estaba borrándose gradualmente, pero seguía habiendo mercados alcistas, con historias muy conocidas de excesos especulad-vos, seguidos por mercados bajistas. En 1973-1974, por ejemplo, las bolsas perdieron el 48 por 100 de su valor. Y el hundimiento bursátil de 1987 —en el que el Dow cayó casi el 23 por 100 en un solo día, por ninguna razón clara— debería haber generado al menos unas pocas dudas sobre la racionalidad del mercado.

Sin embargo, estos acontecimientos, que Keynes habría considerado prueba de la falta de fiabilidad de los mercados, apenas mellaron la fuerza de una idea bonita. El modelo teórico que los economistas financieros desarrollaron al dar por sentado que todo inversor equilibra racionalmente los riesgos y las recompensas —conocido como «modelo de formación de los precios de los activos de capital» (CAPM, en sus siglas inglesas; pronúnciese
cap-em
)— es de una elegancia maravillosa. Y si no acepta sus premisas, también es extremadamente útil. El modelo CAPM no solo indica cómo elegir la propia cartera; lo que es aún más importante desde el punto de vista de la industria financiera, indica cómo poner precio a los derivados financieros, títulos de crédito sobre otros títulos de crédito. La elegancia y aparente utilidad de la nueva teoría comportó una cadena de premios Nobel a sus creadores y muchos de los adeptos de la teoría recibieron asimismo recompensas más mundanas: pertrechados con sus nuevos modelos y formidable pericia matemática —los usos más arcanos del modelo CAPM requieren cálculos propios de la física—, los profesores de las escuelas de negocios, con sus dulces maneras, tuvieron en sus manos convertirse en científicos estelares de Wall Street; y en efecto lo hicieron y cobraron por ello los salarios de Wall Street.

Para ser justo, los teóricos financieros no aceptaron la hipótesis del mercado eficiente solo porque fuera elegante, conveniente y lucrativa. También aportaron gran cantidad de datos estadísticos que, en un principio, parecían respaldar claramente la hipótesis. Pero los datos venían en una forma extrañamente limitada. Los economistas financieros raramente se preguntaban la cuestión obvia (no por ello fácil de responder) de si los precios de los activos tenían sentido, dados fundamentos del mundo real como las ganancias. En su lugar, tan solo preguntaban si los precios de los valores tenían sentido dados otros precios de los valores. Larry Summers, que fue el máximo asesor económico de Obama durante buena parte de sus primeros tres años, se burló en cierta ocasión de los profesores de finanzas. Lo hizo con una parábola sobre los «economistas del kétchup» que «han demostrado que las botellas de kétchup de medio se venden, invariablemente, por exactamente el doble que las botellas de a cuarto», lo cual nos permite concluir que el mercado del kétchup es de una eficiencia perfecta.

Pero ni estas burlas ni las críticas más corteses de otros economistas surtieron gran efecto. Los teóricos financieros continuaron creyendo que sus modelos eran esencialmente acertados y también lo siguieron creyendo así muchas personas que adoptaban decisiones en el mundo real. Una figura nada desdeñable, entre estas últimas, es la de Alan Greenspan, cuya negativa a dar respuesta a quienes le pedían que contuviera los préstamos
subprime
o frenara la burbuja inmobiliaria, cada vez más inflada, se basaba en buena medida en la creencia de que la economía financiera moderna lo tenía todo bajo control.

Bien, ahora el lector podría imaginar que la escala del desastre financiero que sacudió el mundo en 2008, así como la manera en que todos aquellos instrumentos financieros supuestamente perfeccionados se convirtieron en instrumentos del desastre, debería haber sacudido la credibilidad de la teoría del mercado eficiente. Sería una suposición equivocada.

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