¡Acabad ya con esta crisis! (11 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Solo para una pequeña —aunque influyente— minoría, la época de la desregulación financiera y el ascenso del endeudamiento supuso en verdad un extraordinario aumento de los ingresos. Y esto, sin duda, contribuyó en mucho a que pocos estuvieran dispuestos a prestar oídos a las advertencias sobre el rumbo que estaba adoptando la economía.

Para comprender las razones más profundas de nuestra crisis actual, en suma, debemos hablar sobre la desigualdad de ingresos y la llegada de una segunda edad de oro.

La segunda edad de oro

Poseer y mantener una casa del tamaño del Taj Mahal es caro. Kerry Delrose, director de interiorismo en Jones Footer Margeotes Partners, de Greenwich, me ha resultado de gran ayuda para calcular adecuadamente el coste de decorar una mansión. «Enmoquetar es muy caro —dijo, y mencionó un rollo de moqueta de 74.000 dólares, que había encargado para el dormitorio de unos clientes—. Y los cortinajes. Solo en la ferretería (barras, topes, soportes, anillas) ya te gastas varios miles de dólares; fácilmente, 10.000 dólares solo para la ferretería de cada habitación. Luego está la tela … Para la mayoría de estas habitaciones, el salón magno, la sala de estar, se necesitan entre 100 y 150 metros de tela. No es nada extraordinario. La tela de algodón sube, de media, a entre 40 y 60 dólares el metro; pero la mayoría de las que nosotros buscamos, las sedas buenas de verdad, cuestan a 100 dólares el metro».

Hasta ahora, las cortinas de una sola habitación han costado entre 20.000 y 25.000 dólares.

«Greenwich’s Outrageous Fortunes» («Las escandalosas fortunas de Greenwich»),
Vanity Fair
, julio de 2006

E
n 2006, justo antes de que el sistema financiero empezase a derrumbarse, Nina Munk escribió para la revista
Vanity Fair
un artículo sobre la que por entonces era una desenfrenada construcción de mansiones en Greenwich, Connecticut. Según señalaba Munk, Greenwich había sido uno de los lugares más codiciados por los magnates de principios del siglo xx: un lugar donde los creadores o herederos de fortunas industriales levantaban mansiones «para rivalizar con los
palazzi, cháteux
y casas solariegas de Europa». En la posguerra estadounidense, no obstante, pocos habían podido permitirse mantener una mansión de veinticinco habitaciones; trozo a trozo, las grandes fincas se fueron dividiendo y vendiendo.

Hasta que los administradores de los
hedge funds
, o fondos de cobertura, empezaron a trasladarse allí.

Desde luego, la mayor parte de la industria financiera se concentra en Wall Street (y en la City de Londres, que representa un papel parecido). Pero los fondos de cobertura —que, básicamente, se dedican a especular con dinero prestado, y que atraen a inversores deseosos de que sus administradores tengan la particular perspicacia que se requiere para forrarse— se han congregado en Greenwich, que, en tren, está a unos cuarenta minutos de Manhattan. Y los gestores de estos fondos cuentan con unos ingresos tan elevados, si no más, que los de los capitalistas sin escrúpulos de antaño (incluso contando con los ajustes por inflación). En 2006, los veinticinco administradores mejor pagados ganaron 14.000 millones de dólares: tres veces la suma de los sueldos de los ochenta mil maestros de escuela de la ciudad de Nueva York.

Cuando estos hombres decidieron comprar casas en Greenwich, el precio no supuso ningún problema. Compraron alegremente las antiguas mansiones de la edad dorada; y, en muchos casos, las derribaron para construir palacios aún mayores. ¿Hasta qué punto eran grandes? Según Munk, la media de las casas nuevas adquiridas por administradores de fondos de cobertura rondaba los 1.500 metros cuadrados.

Uno de estos gestores, Larry Feinberg —de Oracle Partners, especialistas en la industria de la salud—, compró una casa de 20 millones de dólares solo para derribarla; sus planos de construcción, según el archivo municipal, preveían una mansión de 2.859 metros cuadrados. Tal como apuntó útilmente Munk, la superficie es solo ligeramente inferior a la del Taj Mahal.

Pero ¿por qué tendríamos que preocuparnos? ¿Se trata solo de un interés morboso? Bien, no negaré que existe cierta fascinación hacia los estilos de vida de los ricos y fatuos. Pero también hay otra cuestión de mayor calado.

Al final del capítulo 4 señalé que, aun antes de la crisis de 2008, costaba entender por qué la desregulación financiera se consideraba un éxito. El lío de las entidades de ahorro y crédito ha supuesto una demostración bien onerosa de cómo podía desbocarse la banca desregulada; ha habido conatos que ya anunciaban la crisis que se avecinaba; y, en todo caso, el crecimiento económico ha sido menor en la era de la desregulación de lo que fue en la época de una regulación estricta. Pero entre algunos analistas —prácticamente, aunque no solo, en el ala derecha de la política— imperó (y aún impera) la extraña y falsa convicción de que la era de la desregulación fue de triunfo económico. En el último capítulo ya apunté que Eugene Fama, el notorio teórico de las finanzas de la Universidad de Chicago, escribió que en la época posterior a la desregulación financiera se había vivido un «crecimiento extraordinario», cuando en realidad no ha existido nada semejante.

¿Qué podría haber llevado a Fama a creer que hemos experimentado ese supuesto «crecimiento extraordinario»? Bueno, quizá sea el hecho de que
algunas
personas —el tipo de personas que, por ejemplo, patrocina conferencias sobre teoría financiera— experimentaron realmente un crecimiento extraordinario en sus ingresos.

En la página 86 ofrezco dos figuras. La figura de arriba refleja dos medidas de los ingresos familiares en Estados Unidos desde la segunda guerra mundial, ambas en dólares ajustados a la inflación. Una, el
promedio
de los ingresos familiares (el total de los ingresos dividido entre el número de familias). Pero ni siquiera este indicador muestra señal alguna del «extraordinario crecimiento» que habría venido después de la desregulación financiera; de hecho, el crecimiento fue más rápido antes de la década de los ochenta que después. La segunda muestra los ingresos de una
familia intermedia
: los ingresos de una familia típica, cuyos ingresos son superiores a los de la mitad de la población e inferiores a los de la otra mitad.

Ni siquiera el ingreso promedio (el de una familia promedio) despegó en la era de la desregulación, mientras el crecimiento del ingreso intermedio (situado en el punto central de la distribución de los ingresos) se redujo a un avance de tortuga…

… pero, en cambio, el ingreso promedio del 1 por 100 más acaudalado explotó.

Fuente
: Censo de Estados Unidos; Thomas Piketty y Emmanuel Saez, «Income Inequality in the United States: 1913-1998»,
Quarterly Journal of Economics
, febrero de 2003 (revisión de 2010)

Como se puede ver, los ingresos de la familia típica crecieron mucho menos después de 1980 que antes. ¿Por qué? Pues porque una gran parte de los frutos del crecimiento económico fue a parar a manos de la gente que estaba en lo más alto.

La figura inferior muestra lo verdaderamente bien que le fue a la gente que estaba en la cúspide; el «1 por 100» que ha hecho famoso el movimiento Occupy Wall Street. Para ellos, el crecimiento posterior a la desregulación financiera ha sido ciertamente extraordinario, con ingresos ajustados a la inflación que fluctúan según las subidas y bajadas de los mercados de valores, pero que desde 1980, aproximadamente, se han cuadruplicado. Por tanto, a la élite le ido muy pero que muy bien después de la desregulación; mientras que a la súperelite y a la élite de la súperelite —el 0,1 por 100 superior y el 0,01 por 100 de la cumbre última— le ha ido aún mejor, con una ganancia (para ese 1 por 10.000 de estadounidenses) del 660 por 100. Y esto es lo que hay tras la edificación de esos Taj Mahales en Connecticut.

Esta mejora tan notable de los riquísimos, y más a la vista del crecimiento económico moderado y de las ganancias muy modestas de la clase media, pone sobre el tapete dos cuestiones principales. Una es por qué sucedió; de esto me ocuparé brevemente, puesto que no es el tema principal de este libro. El otro es qué relación guarda con la depresión que estamos padeciendo, lo cual constituye un tema espinoso, pero importante.

En primer lugar, por tanto, ¿a qué se debe esa explosión de ingresos de los más ricos?

¿POR QUÉ LOS RICOS SE HICIERON (TANTO) MÁS RICOS?

Hasta la fecha, muchos debates sobre la creciente desigualdad hacen que parezca que todo se reduce a la importancia cada vez mayor de las aptitudes y la formación. La tecnología moderna, se nos dice, aumenta la demanda de trabajadores con estudios superiores y disminuye la necesidad de trabajos corporales o rutinarios. Por tanto, la minoría que cuenta con una buena formación se impone sobre la mayoría con menos formación. Por ejemplo, allá en 2006, Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, pronunció un discurso sobre la desigualdad creciente en el que sugería que la historia se resume en que la cabeza formada por el 20 por 100 de los trabajadores (con estudios muy superiores al resto) estaba dejando atrás al 80 por 100 (la cola, con una formación muy inferior).

Y, a decir verdad, la historia no es falsa del todo: en general, cuanta más formación tiene una persona, mejor le ha ido en estos últimos 30 años. Los sueldos de los estadounidenses con formación universitaria han subido en comparación con los de los ciudadanos que se quedaron en el bachillerato; y los sueldos de los estadounidenses con un título de posgrado han subido en comparación con los que solo tienen una licenciatura.

Pero centrarnos solamente en las disparidades salariales debidas a la educación es perder de vista no una parte, sino el grueso del cuento. Porque los verdaderos beneficios no han ido a parar a trabajadores con estudios universitarios en general, sino a un puñado de personas muy adineradas. Es habitual que un profesor de instituto tenga una licenciatura, y muchos, un posgrado; pero no han vivido, por decirlo suavemente, el tipo de incremento de ingresos que sí han conocido los administradores de los fondos de cobertura. Recordemos, una vez más, que 25 administradores de estos fondos ganaron tres veces más dinero que los 80.000 maestros de escuela de la ciudad de Nueva York.

El movimiento Occupy Wall Street se congregó en torno de un lema: «Nosotros somos el 99 por 100», mucho más próximo a la verdad que la palabrería a la que nos tiene acostumbrada la clase dirigente, sobre las supuestas diferencias de formación y de aptitudes. Y esto no lo dicen solamente unos radicales. El otoño pasado, la Oficina Presupuestaria del Congreso —de lo más respetable y netamente apartidista— publicó un informe en el que detallaba el crecimiento de la desigualdad entre 1979 y 2007. Constató que los estadounidenses situados entre los percentiles 80 y 99 —esto es, el 20 por 100 superior, del que hablaba Bernanke, menos el 1 por 100 de Occupy Wall Street— han experimentado en este periodo un aumento de los ingresos del 65 por 100. Eso está muy bien, sobre todo si lo comparamos con las familias que se encuentran en la parte inferior de la escala: a las familias de la zona media solo les fue la mitad de bien, y el 20 por 100 del sector inferior solo experimentó una mejora del 18 por 100. Pero el 1 por 100 de la cúspide vio aumentar sus ingresos en un 277,5 por 100; y, como ya hemos visto, el 0,1 de la superélite y el 0,01 aún más selecto recogieron beneficios aún mayores.

Y este aumento de los ingresos de los más ricos no ocupa ningún lugar secundario cuando nos preguntamos adonde han ido a parar los beneficios del crecimiento económico. Según la Oficina Presupuestaria, el porcentaje de ingresos netos (después de impuestos) en el 1 por 100 superior subió del 7,7 al 17,1 por 100 del total de ingresos; esto significa que, dejando al margen otros factores, el total de ingresos que queda para todos los demás se ha reducido en un 10 por 100. Otra posibilidad pasa por preguntarnos qué parte del aumento general de la desigualdad se debió al modo en que el 1 por 100 dejó atrás a todos los otros; según el índice Gini (un indicador de la desigualdad, de uso muy común), la respuesta es que la acumulación de beneficios entre el 1 por 100 superior fue responsable de la mitad del aumento.

Así pues, ¿por qué al 1 por 100 de la cima le fue tanto mejor que al resto (y aún más en el caso del 0,1 por 100)?

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