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Authors: Paul Krugman
Como simple comentario adicional, muchos de los economistas que se presentaron con tales ideas se esforzaron por hacer valer su autoridad frente a los que sí defendían el estímulo. Cochrane, por ejemplo, declaró que el estímulo no formaba «parte de lo que nadie ha enseñado a los estudiantes universitarios desde los años sesenta. Eso [las ideas keynesianas] no son sino cuentos de hadas que han demostrado ser falsos. Es muy reconfortante, en tiempos de crisis, volver a los cuentos de hadas que oíamos de niños, pero esto no les priva de su falsedad».
Entretanto, Lucas despreció el análisis de Christina Romer, principal asesora económica de Obama y distinguida estudiosa de (entre otras materias) la Gran Depresión; lo hizo calificándolo de «teoría económica basura» y acusó a Romer de consentir caprichos y ofrecer una «racionalización desnuda para unas ideas que, en fin, ya se habían decidido por otras causas».
Barro, ciertamente, también intentó sugerir que el que esto escribe no estaba cualificado para hacer comentarios de macroeconomía.
Por si el lector se lo está preguntando, todos los economistas que he mencionado son, en cuanto a su punto de vista político, conservadores. Así pues, hasta cierto sentido, actuaban de hecho como lanceros del Partido Republicano. Pero no habrían estado tan dispuestos a decir tales cosas, ni habrían hecho tanta demostración de ignorancia, si la profesión en su conjunto no hubiera perdido el rumbo hasta tal extremo durante los últimos treinta años.
Por simple afán de claridad, diré también que algunos economistas —tales como Christy Romer— nunca se olvidaron de la Gran Depresión y sus implicaciones. Y, en este punto, en el cuarto año de la crisis, hay un cuerpo creciente de obras excelentes, escritas muchas de ellas por economistas jóvenes, sobre política fiscal. Son obras que, por lo general, confirman que el estímulo fiscal es eficaz y, de manera implícita, sugieren que se debería haber hecho a una escala muy superior.
Pero en el momento decisivo, cuando lo que realmente necesitábamos era claridad, los economistas presentaron una cacofonía de puntos de vista que, más que reforzar la necesidad de una actuación, contribuyó a socavarla.
Veo el siguiente panorama: se ingenia un plan de estímulo débil, quizá incluso más débil de lo que ahora está siendo objeto de nuestra conversación, para ganar esos pocos votos republicanos adicionales. El plan limita el ascenso del desempleo, pero las cosas siguen estando muy mal; a veces, el índice alcanza picos como del 9 por 100 y solo se reduce con lentitud. Y entonces Mitch McConnell dice: «¿Lo ven? El gasto del gobierno no funciona».
Confío en haberlo entendido mal.
Tomado de mi propio blog, 6 de enero de 2009
B
arack Obama juró el cargo de presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 2009. Su discurso inaugural reconocía la difícil situación de la economía, pero prometía «actuar con valentía y rapidez» para concluir la crisis. Y su actuación fue ciertamente rápida; lo suficiente como para que, en el verano de 2009, la economía terminara la caída libre.
Pero no fue valiente. La pieza central de la estrategia económica de Obama, la ley de Reconstrucción y Recuperación, fue el mayor programa de creación de empleo de la historia estadounidense; pero también fue terriblemente inadecuado para la tarea. No se trata del caso fácil de criticar el pasado desde el presente: en enero de 2009, cuando se hicieron visibles los perfiles del plan, yo me deshice públicamente en lamentos por lo que temía serían las consecuencias políticas y económicas de las medidas a medias que se contemplaban. Ahora sabemos que algunos economistas integrados en el gobierno como Christina Romer, jefa del Consejo de Asesores Económicos, compartían estos mismos sentimientos.
Para ser justos con Obama, su fracaso tuvo paralelos más o menos idénticos a lo largo de todo el mundo avanzado, pues los gestores políticos, aquí y allá, solo hicieron parte de las cosas que debían hacer. Entraron con políticas de dinero barato y suficiente ayuda a los bancos para impedir que se repitiera el hundimiento general de las finanzas que se produjo en los primeros años de la década de 1930 y creó una crisis de crédito de tres años que contribuyó mucho a causar la Gran Depresión. (Entre 2008 y 2009 hubo una implosión similar del crédito, pero fue mucho más breve, pues duró tan solo de septiembre de 2008 a finales de la primavera de 2009.) Pero la acción política nunca tuvo, ni de lejos, la fuerza precisa para impedir el incremento constante e intenso del desempleo. Y cuando la ronda inicial de respuestas políticas se quedó corta, los gobiernos de todo el mundo avanzado, lejos de reconocer el defecto de escasez, lo consideraron una demostración de que ya no se podía, o debía, hacer más para crear puestos de trabajo.
Así pues, la política no supo estar a la altura de la situación. ¿Por qué ocurrió así?
Por un lado, los que tenían las ideas más o menos acertadas sobre lo que necesitaba la economía, incluido el presidente Obama, se condujeron con timidez: nunca se mostraron dispuestos a reconocer qué grado de actuación se necesitaba o, más adelante, a admitir que lo que habían hecho en primer lugar había sido inadecuado. Por otro lado, la gente con las ideas erróneas (tanto los políticos conservadores como los economistas «de agua dulce» que mencioné en el capítulo 6) fue vehemente y no se vio afectada por la duda. Ni siquiera en el difícil invierno de 2008-2009 —cuando uno podría haber confiado en que, por lo menos, considerasen la posibilidad de haberse equivocado— dejaron de ser feroces en el empeño de bloquear todo cuanto se opusiera a su ideología. Así, a los que estaban en lo cierto les faltó mucha convicción, mientras que los que estaban equivocados actuaron con una apasionada intensidad.
En lo que sigue, me centraré en la experiencia de Estados Unidos, con tan solo unos pocos apuntes sobre acontecimientos de otros lugares. En parte, ello se debe a que la historia de Estados Unidos es la que conozco mejor y, sinceramente, la que más me preocupa; pero también porque los sucesos de Europa tienen un carácter especial debido a los problemas de la moneda común europea y necesitan un análisis específico.
Así pues, sin más preámbulos, vayamos al relato de cómo se desarrolló la crisis, y luego a los fatídicos meses de finales de 2008 y principios de 2009, cuando la política —de un modo tan decisivo como desastroso— no supo estar a la altura de la situación.
LLEGA LA CRISIS
El momento de Minsky, en Estados Unidos, no fue en realidad un «momento», sino todo un proceso que se extendió durante más de dos años, con una aceleración dramática hacia el final. Primero, la gran burbuja inmobiliaria de los años de Bush empezó a desinflarse. Luego, las pérdidas de los instrumentos financieros respaldados por hipotecas comenzaron a pasar factura a las instituciones financieras. Más adelante, la situación llegó a un punto crítico con la caída de Lehman Brothers, que activó una estampida general en el sistema de la banca «a la sombra». En ese punto, se requería una acción política valiente y decidida. Pero no se llevó a cabo.
En el verano de 2005, los precios de las casas, en las ciudades principales de los «estados arenosos» (Florida, Arizona, Nevada y California) eran aproximadamente un 150 por 100 más altos de lo que habían sido al comenzar la década. Otras ciudades tuvieron aumentos menores, pero a todas luces se había producido una explosión nacional de los precios inmobiliarios, que mostraba todas las características de una burbuja: la confianza en que los precios nunca bajarán, la prisa de los compradores por entrar antes de que los precios subieran aún más y mucha actividad especulativa (hubo incluso un espectáculo de «telerrealidad» sobre el tema de la compra y renovación de viviendas, denominado «Flip this house»). Pero la burbuja ya había empezado a perder aire: los precios seguían subiendo, en la mayoría de lugares, pero se tardaba mucho más en vender las casas.
Según el popular índice de Case-Shiller, los precios inmobiliarios de Estados Unidos llegaron a su pico en la primavera de 2006. Y en los años siguientes, la creencia generalizada de que los precios de la vivienda nunca bajan sufrió una refutación brutal. Las ciudades que habían vivido los mayores ascensos durante los años de la burbuja vieron ahora los descensos mayores: cerca del 50 por 100 en Miami, casi el 60 por 100 en Las Vegas.
De un modo algo sorprendente, el estallido de la burbuja inmobiliaria no provocó una recesión inmediata. La construcción de viviendas cayó estrepitosamente, pero, por un tiempo, este declive de la construcción fue compensado por una explosión de las exportaciones, fruto de un dólar débil por el que los productos estadounidenses resultaban muy competitivos en cuanto a su coste. En el verano de 2007, sin embargo, los problemas de la vivienda empezaron a dar origen a problemas para los bancos, que sufrieron grandes pérdidas en los valores con respaldo hipotecario (instrumentos financieros creados con la venta de títulos de crédito sobre los pagos de una serie de hipotecas agrupadas; algunos de los títulos son más importantes que otros, es decir, tienen preferencia sobre el dinero que entra).
Estos títulos principales, según se suponía, serían de muy bajo riesgo; a fin de cuentas, ¿qué probabilidad había de que un número elevado de personas dejara de pagar sus hipotecas al mismo tiempo? La respuesta, por descontado, es que resultaba muy probable en un entorno en el que la vivienda valía un 30, 40 o 50 por 100 menos de lo que los prestatarios habían pagado en origen por ella. Así pues, muchos activos supuestamente seguros —activos que habían sido evaluados con AAA por Standard &Poor’s o por Moody’s— terminaron siendo «basura tóxica», que solo valía una parte de su valor nominal. Una parte de estos tóxicos se había descargado sobre compradores desprevenidos, como por ejemplo el sistema de jubilación de los maestros de Florida. Pero buena parte había permanecido dentro del sistema financiero, tras ser adquirida por la banca o la banca paralela. Y como los bancos están muy apalancados, no hizo falta que las pérdidas fueran muy elevadas, en esa escala, para que se pusiera en duda la solvencia de muchas instituciones.
La seriedad de la situación empezó a calar el 9 de agosto de 2007, cuando el banco de inversiones francés BNP Paribas dijo a los inversores de dos de sus fondos que ya no podrían retirar su dinero, porque los mercados de esos activos habían cerrado de hecho. Aquí empezó a desarrollarse una implosión del crédito, porque los bancos, inquietos por las posibles pérdidas, cerraron el grifo del préstamo mutuo. Y los efectos combinados del descenso en la construcción de viviendas, la debilidad del gasto de los consumidores (cuando la caída en los precios de la vivienda se cobró su peaje) y la implosión del crédito empujaron la economía estadounidense a la recesión a finales de 2007.
Al principio, sin embargo, la caída no fue muy pronunciada y, a finales de septiembre de 2008, era posible confiar en que la recesión económica no sería demasiado grave. De hecho, había muchas voces que defendían que, en realidad, Estados Unidos no estaba en recesión. Recuérdese a Phil Gramm, el antiguo senador que organizó el rechazo de Glass-Steagall y luego entró a trabajar en la industria financiera. En 2008 era asesor de John McCain, el candidato republicano a la presidencia, y en julio de 2008 declaró que nos encontrábamos tan solo en una «recesión mental», no real. Y añadió: «Se diría que nos hemos convertido en una nación de quejicas».
En realidad, ya se estaba produciendo una clara recesión y el índice de desempleo ya había pasado del 4,7 al 5,8 por 100. Pero era cierto que lo más terrible aún estaba por venir; la economía no entraría en caída libre hasta el hundimiento de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008.
¿Por qué hizo tanto daño la caída de lo que, a la postre, era tan solo un banco de inversión de tamaño medio? La respuesta inmediata es que la caída de Lehman provocó una estampida en el sistema de la banca a la sombra, y, en particular, de una forma concreta de la banca paralela, conocida como «repo», o pacto de recompra. Recuerde el lector que, como se ha visto en el capítulo 4, el «repo» es un sistema en el que actores financieros como Lehman, cuando creen haber visto buenas oportunidades de inversión, buscan dinero en forma de préstamos a muy corto plazo —a menudo, de tan solo una noche—, solicitados a otros actores; y, como garantía secundaria, usan activos tales como los valores con respaldo hipotecario. Es solo una forma de actividad bancaria, puesto que actores como Lehman tenían activos a largo plazo (como valores con respaldo hipotecario) pero pasivos a corto plazo (repo). Sin embargo, sin ninguna red de salvaguarda, como por ejemplo el seguro de los depósitos. Y para las firmas como Lehman, la regulación era muy laxa, lo que suponía que, en un caso típico, pedían préstamos sin mesura, con deudas casi tan cuantiosas como sus activos. Lo único que hacía falta para que se fueran a pique era alguna que otra mala noticia; por ejemplo, una caída pronunciada en el valor de los valores con respaldo hipotecario.
El repo, en suma, era extraordinariamente vulnerable a la versión que las estampidas bancarias desarrollaron en el siglo XXI. Y esto fue lo que ocurrió en la crisis de 2008. Los prestamistas que anteriormente habían sido favorables a refinanciar a Lehman y entidades similares perdieron la confianza en que la otra parte cumpliría con su promesa de adquirir de nuevo los valores que había vendido temporalmente y, por tanto, empezaron a requerir garantías adicionales en forma de «ajustes»; básicamente, añadir nuevos valores como garantía secundaria. Como los bancos de inversión tenían activos limitados, sin embargo, esto significaba que ya no podían pedir prestado el dinero suficiente para sus necesidades de metálico; por ello, empezaron a vender activos con frenesí, lo que rebajó los precios y, en consecuencia, comportó que los prestamistas pidieran ajustes aún mayores.
A los pocos días del hundimiento de Lehman, esta versión moderna de la retirada masiva de fondos había sembrado el caos no solo en el sistema financiero, sino en la financiación de la actividad real. Los prestatarios más seguros —como el gobierno de Estados Unidos, claro está, y las empresas principales con balances sólidos— seguían siendo capaces de firmar préstamos con tasas relativamente bajas. Pero los prestatarios en los que se atisbaba algún riesgo, aunque solo fuera escaso, o quedaban excluidos de los préstamos o se veían obligados a pagar tasas de interés muy elevadas. Por ejemplo, los valores corporativos «de alto rendimiento» (también conocidos como «bonos basura») pagaban menos del 8 por 100 antes de la crisis; la cifra se disparó hasta el 23 por 100 tras la caída de Lehman.