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Authors: Paul Krugman
Esencialmente, nunca. Lisa Kahn, economista de la Escuela de Dirección de Yale, ha comparado las carreras de los licenciados universitarios que se graduaron en tiempos de paro elevado con las de quienes lo hicieron en épocas de bonanza económica; y los licenciados a los que les tocaron los malos tiempos desarrollaron carreras significativamente peores, no solo en los pocos años posteriores a su graduación, sino durante toda su vida laboral. Y estas épocas pasadas de paro alto fueron relativamente breves, comparadas con la que estamos experimentando hoy, lo que sugiere que el daño que, a largo plazo, sufrirán las vidas de los jóvenes estadounidenses será, en esta ocasión, mucho mayor.
DÓLARES Y CÉNTIMOS
¿Dinero? ¿Alguien ha mencionado el dinero? Hasta ahora, yo no; al menos, no directamente. Y ha sido deliberado. El desastre que estamos pasando es, en buena parte, una historia de mercados y dinero —un cuento en el que obtener y gastar se han torcido—, pero lo que lo convierte en un desastre es su dimensión humana, no el dinero perdido.
Dicho esto, hablamos de un montón de dinero perdido.
El indicador más habitual, a la hora de medir el rendimiento económico general, es el producto interior bruto real (PIB real, abreviado). Es el valor total de los bienes y servicios producidos en una economía, con el ajuste de la inflación; a grandes rasgos, es la suma de las cosas (incluidos los servicios, por descontado) que la economía realiza en un período de tiempo dado. Como los ingresos proceden de vender, también se trata del importe total de los ingresos obtenidos, lo que determina la magnitud del pastel que se va a repartir entre salarios, beneficios e impuestos.
En un año promedio, antes de la crisis, el PIB real de Estados Unidos crecía entre el 2 y el 2,5 por 100 anual. Ello se debía a que la capacidad productiva de la economía estaba creciendo con el paso del tiempo: cada año había más personas con voluntad de trabajar, más máquinas y estructuras para uso de estos trabajadores, y más tecnología compleja puesta a su disposición. Había retrocesos ocasionales —recesiones— en los que la economía se encogía, brevemente, en lugar de crecer. En el próximo capítulo hablaré de cómo y por qué puede ocurrir esto. Pero estos retrocesos solían ser breves y reducidos y a continuación se producían estallidos de crecimiento en los que la economía recuperaba el terreno perdido.
Hasta la crisis reciente, la peor experiencia de retroceso de la economía estadounidense, desde la Gran Depresión, fue el «doble descenso» de 1979 a 1982: dos recesiones en estrecha sucesión que se analizan mejor como una única crisis con una breve recuperación central. En lo más profundo de esa crisis, a finales de 1982, el PIB real estaba 2 puntos porcentuales por debajo de su cúspide anterior. Pero la economía pasó a dar un fuerte salto adelante y, durante los dos años siguientes —«amanecer en América»—, se creció al 7 por 100, antes de reanudar el ritmo de crecimiento acostumbrado.
La Gran Recesión —la crisis que se extiende de finales de 2007 a mediados de 2009, cuando la economía se estabilizó— fue más pronunciada y aguda: a lo largo de esos 18 meses, el PIB real cayó el 5 por 100. Como dato aún más importante, sin embargo, está el hecho de que no ha habido el fuerte salto adelante que contrarrestara la caída. Desde el fin oficial de la recesión, el crecimiento, por el contrario, ha sido inferior a lo normal. El resultado es una economía que produce mucho menos de lo que debería.
La Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO) publica un cálculo, de uso habitual, sobre el PIB real «potencial», definido como medida de la «producción sostenible, en la que la intensidad de uso de los recursos ni añade ni resta a la presión inflacionaria». Concíbase como lo que ocurriría si el motor económico estuviera funcionando con todos los cilindros, pero sin sobrecalentamiento; es un cálculo de lo que podríamos, y deberíamos, estar consiguiendo. Es muy próximo a lo que se obtiene cuando se parte del punto alcanzado por la economía estadounidense en 2007 y se proyecta lo que estaría produciendo ahora si el crecimiento hubiera continuado desarrollándose a su ritmo de largo plazo.
Algunos economistas consideran que esta clase de cálculos inducen a confusión, pues nuestra capacidad productiva ha recibido un golpe muy importante; en el capítulo 2 explicaré por qué no estoy de acuerdo con esta idea. Por ahora, sin embargo, tomemos sin más el cálculo de la CBO. Lo que nos dice, en el momento en que escribo estas palabras, es que la economía estadounidense está funcionando aproximadamente un 7 por 100 por debajo de su potencial. O, por decirlo con palabras algo distintas, actualmente producimos un valor cerca de un billón de dólares inferior a lo que podríamos y deberíamos estar produciendo.
Se trata de una cifra
anual
. Si se suma el valor perdido desde que empezó la crisis, estamos cerca de los tres billones. Y, dada la debilidad sostenida de la economía, es obvio que esta cifra aún crecerá mucho más. En el punto en el que estamos, podríamos considerarnos muy afortunados si terminamos con una pérdida de producción acumulada de «solo» 5 billones (de dólares estadounidenses).
No se trata de pérdidas sobre el papel, como la riqueza perdida cuando estallaron la burbuja punto.com o la inmobiliaria; esta riqueza, para empezar, nunca fue real. No, aquí hablamos de productos con valor, que podrían y deberían haber sido manufacturados pero no lo fueron; se trata de salarios y beneficios que podrían y deberían haberse ingresado, pero no llegaron a materializarse. Eso son los 5 billones, o los 7 billones, o quizá incluso más, que nunca podremos recuperar. La economía terminará recuperándose, o así lo espera uno, claro; pero esto supondrá, en el mejor de los casos, retomar la antigua tendencia, no compensar todos los años que pasó por debajo de esa tendencia.
Digo «en el mejor de los casos» con toda intención, porque hay buenas razones para creer que la prolongada debilidad de la economía pasará factura en su potencial a largo plazo.
PERDER EL FUTURO
Entre todas las excusas que se oyen a favor de no hacer nada para concluir esta depresión, hay una muletilla que repiten constantemente los defensores de la inacción: lo que se debe hacer, nos dicen, es centrarnos en el largo plazo, no en el corto plazo.
Esto es erróneo en múltiples sentidos, como veremos más adelante en este libro. Entre otras cosas, implica una abdicación intelectual, por la negativa a aceptar la responsabilidad de comprender la depresión actual; es tentador y fácil sacudirse todo lo negativo y apelar con displicencia al largo plazo, pero eso supone buscar la salida perezosa y cobarde. John Maynard Keynes estaba diciendo exactamente esto cuando escribió uno de sus pasajes más famosos: «Este
largo plazo
es una guía errónea para comprender el presente. A
largo plazo
estaremos todos muertos. Los economistas se plantean una tarea demasiado fácil e inútil si, en las épocas tempestuosas, lo único que pueden decirnos es que cuando la tormenta pase las aguas se habrán calmado de nuevo».
Centrarse solo en el largo plazo supone hacer caso omiso del vasto sufrimiento que la depresión actual está causando; de las vidas que está arruinando, irreparablemente, mientras el lector pasa la vista sobre estas letras. Pero esto no es todo. Nuestros problemas de corto plazo —si es que en verdad se puede considerar «de corto plazo» una crisis que cumple su quinto año— están dañando nuestras perspectivas a largo plazo, por múltiples canales.
Ya he mencionado unos pocos canales de esa índole. Uno es el efecto corrosivo del desempleo de larga duración: si los trabajadores que han estado sin empleo durante períodos de tiempo extensos pasan a considerarse como no aptos para el mundo laboral, ello provoca una reducción de largo plazo en la fuerza de trabajo efectiva de la economía y, por lo tanto, de su capacidad productiva. Las penalidades de los licenciados universitarios que se ven obligados a aceptar trabajos que no usan su especialización es en parte similar: con el paso del tiempo, pueden verse degradados —al menos, ante los potenciales empleadores— a la condición de trabajadores no especializados, lo que supone que su formación se desaprovecha.
Otro modo en el que la crisis socava nuestro futuro es a través de la baja inversión en las empresas. Las empresas no están invirtiendo mucho en expandir su capacidad; de hecho, la capacidad productiva se ha reducido en torno al 5 por 100 desde el inicio de la Gran Recesión, pues las compañías han desechado viejos medios de producción sin instalar a cambio otros nuevos. Corre mucha mitología sobre la baja inversión de las empresas —¡Es una falsedad! ¡Es el miedo a ese socialista de la Casa Blanca!—, pero en realidad no hay ningún misterio: la inversión es baja porque las empresas no están vendiendo bastante como para usar toda la capacidad que ya poseen.
El problema es que, si la economía finalmente se recupera, y cuando lo haga, topará contra límites de capacidad y cuellos de botella productivos mucho antes de lo que habría ocurrido si la crisis persistente no hubiera dado a los negocios toda clase de razones para dejar de invertir en el futuro.
Por último, y no menos importante, la (negativa) manera en que se ha manejado esta crisis económica ha supuesto que los programas públicos orientados al futuro estén siendo atacados con fiereza.
Educar a los jóvenes es crucial para el siglo xxi; o eso dicen todos los políticos y expertos. Pero la depresión sostenida, al crear una crisis fiscal entre los gobiernos locales y estatales, ha provocado el despido de unos 300.000 maestros. La misma crisis fiscal ha causado que los gobiernos locales y estatales pospongan o cancelen inversiones en infraestructuras de agua y transporte, como el segundo túnel ferroviario bajo el río Hudson —pese a que se necesita con urgencia—, los proyectos de tren de alta velocidad de Wis-consin, Ohio y Florida, los proyectos de tren ligero cancelados en numerosas ciudades y tantos otros ejemplos. Con los ajustes por la inflación, la inversión pública ha caído intensamente desde que empezó la depresión. De nuevo, ello supone que si la economía se recobra al fin, y cuando lo haga, toparemos demasiado pronto con cuellos de botella y escasez.
¿Cuánto deberían preocuparnos estos sacrificios del futuro? El Fondo Monetario Internacional ha estudiado las consecuencias de crisis financieras anteriores en varios países, y los resultados son profundamente inquietantes: esas crisis no solo causan graves daños a corto plazo, sino que parecen exigir asimismo un enorme peaje a largo plazo, pues el crecimiento y el empleo se desplazan, de forma más o menos permanente, a un nivel inferior. Y aquí está el
quid
.-, los datos sugieren que una acción eficaz, en lo que respecta a limitar la profundidad y duración de la recesión posterior a una crisis financiera, reduce también estos daños a largo plazo; lo que supone, a la inversa, que no adoptar esas medidas necesarias —omisión que nosotros estamos cometiendo en la actualidad— también supone aceptar un futuro más limitado y amargo.
PENALIDADES EN EL EXTRANJERO
Hasta este punto, he estado hablando de Estados Unidos por dos razones obvias; es mi país —por lo que su dolor me afecta especialmente— y es también el país que conozco mejor. Pero sus penalidades no son, de ningún modo, un caso único.
Europa, en particular, presenta un panorama igualmente desolador. Además, Europa ha sufrido un revés, en cuanto al desempleo, que sin llegar a ser tan negativo como en Estados Unidos sí ha resultado igualmente terrible; de hecho, en lo que respecta al PIB, los números de Europa son peores. Pero la experiencia europea es extremadamente irregular, según cada una de las naciones. Alemania se ha librado relativamente bien (hasta ahora; pero habrá que ver qué ocurre en el futuro inmediato); la periferia europea, en cambio, ha vivido un desastre absoluto. En particular, si esta es una época terrible para ser joven en Estados Unidos, con una tasa de desempleo del 17 por 100 entre las personas de menos de 25 años, es una pesadilla en Italia (donde la tasa de paro juvenil es del 28 por 100), Irlanda (30 por 100) y España (donde llega al 43 por 100).
La buena noticia sobre Europa, en su situación, es que como las naciones europeas poseen redes de seguridad social mucho más fuertes que Estados Unidos, las consecuencias inmediatas del desempleo son mucho menos graves. Un sistema de atención sanitaria universal significa que perder el trabajo en Europa no supone perder el seguro de salud; las prestaciones de paro, relativamente generosas, suponen que el hambre y la falta de hogar no son tan corrientes.
Pero la extraña combinación europea de unidad y desunión —el hecho de que la mayor parte de sus naciones hayan adoptado una moneda común sin haber creado antes la clase de unión política y económica que esa clase de moneda común exige— se ha convertido en una fuente gigantesca de debilidad y crisis renovada.
En Europa, como en Estados Unidos, la depresión ha afectado a las regiones de forma desigual; las zonas que, antes de la crisis, desarrollaron las burbujas mayores, ahora viven la mayor recesión: por hacer una comparación, España vendría a ser la Florida de Europa, e Irlanda, su Nevada. Pero la asamblea legislativa de Florida no tiene que preocuparse por reunir los fondos con los que sufragar la atención social y sanitaria, que sufraga el gobierno federal; y en cambio España se encuentra sola, al igual que Grecia, Portugal e Irlanda. Por eso en Europa la economía deprimida ha causado crisis fiscales, en las que los inversores privados ya no se muestran dispuestos a prestar a determinados países. Y la respuesta a estas crisis fiscales —el intento desesperado y salvaje de recortar el gasto— ha empujado el desempleo, en toda la periferia europea, a los niveles de la Gran Depresión; y en el momento de escribir estas páginas, parece estar empujando a Europa de vuelta a una recesión pura y dura.
LA POLÍTICA DE LA DESESPERACIÓN
Los costes últimos de la Gran Depresión fueron mucho más allá de las pérdidas económicas, e incluso del sufrimiento asociado al desempleo masivo. Pues la Gran Depresión tuvo asimismo un efecto político catastrófico. En particular, aunque la sabiduría moderna convencional relaciona el ascenso de Hitler con la hiperinflación alemana de 1923, lo que en realidad lo llevó al poder fue la depresión alemana de los primeros años treinta, depresión que fue aún más grave que en el resto de Europa debido a las políticas deflacionarias del canciller Heinrich Brüning.