Read ¡Acabad ya con esta crisis! Online
Authors: Paul Krugman
¿Puede ocurrir algo como esto hoy en día? Hay un estigma, bien establecido y justificado, que desacredita toda invocación de los paralelos con el nazismo (busque el lector el adagio conocido como «ley de Godwin»); y es difícil creer que en el siglo xxi pueda ocurrir algo así de malo. Ahora bien, sería de necios minimizar los riesgos que una recesión prolongada supone para los valores y las instituciones democráticas. De hecho, en todo el mundo civilizado ha habido un ascenso claro en las políticas extremistas: movimientos extremistas contrarios a la inmigración, movimientos nacionalistas radicales y, sí, también los sentimientos autoritarios están cogiendo fuerza. Así, una de las naciones occidentales, Hungría, ha avanzado mucho en el camino de regresar a un régimen autoritario que recuerda a los que se expandieron por tantos países de Europa en los años treinta.
Y Estados Unidos no es inmune a estos cambios. ¿Acaso alguien puede negar que el Partido Republicano se ha vuelto mucho más extremista a lo largo de los últimos años? Y si algo más adelante, en este mismo año, se le presenta una ocasión razonable de hacerse con el Congreso y la Casa Blanca, ¿no es porque el extremismo florece en un entorno en el que no hay voces respetables que ofrezcan soluciones al sufrimiento de la población?
NO HAY QUE RENDIRSE
El panorama que acabo de describir es un inmenso desastre humanitario. Pero los desastres ocurren: la historia está repleta de inundaciones, hambrunas, terremotos y
tsunamis
. Lo que convierte en terrible el presente desastre —y debería indignar al lector o lectora— es que no hay necesidad de que todo esto esté pasando. No ha habido una plaga de langostas; no hemos perdido nuestra pericia tecnológica; Estados Unidos y Europa deberían ser más ricos, y no más pobres, que hace cinco años.
Por otro lado, la naturaleza del desastre tampoco tiene nada de misterioso. En la Gran Depresión, los líderes tenían una excusa: nadie comprendía de veras qué estaba pasando y cómo se podía remediar. Los líderes del presente no tienen ese pretexto.
Disponemos tanto del saber como de los instrumentos precisos para poner fin a este sufrimiento
.
Solo que no lo estamos haciendo. En los capítulos que siguen, intentaré explicar por qué; cómo una combinación de intereses propios e ideologías distorsionadas nos ha impedido resolver un problema con solución. Y tengo que admitir que contemplar cómo hemos fracasado, del todo, en hacer lo que debíamos hacer, a veces me resulta desesperante.
Pero esta es la reacción equivocada.
A medida que la depresión se prolongaba, me he encontrado escuchando a menudo una bonita canción que originalmente interpretaron, en los años ochenta, Peter Gabriel y Kate Bush. La canción se sitúa en una época indeterminada, en la que se vive mucho desempleo. La voz masculina, abatida, canta su desesperación:
para un solo trabajo, tantos hombres.
Pero la voz femenina lo anima: «Don’t give up», «no te rindas».
Vivimos tiempos terribles, aún más terribles por su carácter innecesario. Pero que nadie se rinda: podemos concluir esta depresión. Solo necesitamos claridad de ideas y voluntad.
El mundo ha tardado en darse cuenta de que, este año, vivimos eclipsados por una de las mayores catástrofes económicas de la historia moderna. Pero ahora que la gente de la calle ha tomado conciencia de lo que sucede, esas personas, sin saber ni cómo ni por qué, están hoy tan desbordadas por lo que podrían resultar temores exagerados como antes, cuando empezaba a aflorar el problema, carecían de lo que habría sido una angustia razonable. Empiezan a dudar del futuro. ¿Se están despertando de un placentero sueño para enfrentarse a la oscuridad de los hechos? ¿O han caído en una pesadilla que acabará pasando?
Son dudas innecesarias. Lo de antes no era un sueño. Esto sí es una pesadilla, que terminará por la mañana. Porque los recursos de la Naturaleza y los mecanismos del hombre siguen siendo tan fértiles y productivos como eran antes. La velocidad a la que nos dirigimos a solventar los problemas materiales de la vida no es ahora más lenta. Somos tan capaces como antes de ofrecer a todo el mundo un nivel de vida alto —alto, quiero decir, si lo comparamos por ejemplo con hace veinte años—y pronto podremos ofrecer un nivel aún más elevado. Antes no vivíamos engañados. Pero hoy estamos metidos en un lío de proporciones colosales, porque hemos controlado mal una maquinaria delicada, cuyo funcionamiento desconocemos. En consecuencia, nuestras posibilidades de riqueza podrían echarse a perder por un tiempo, quizá muy largo.
John Maynard Keynes, «La gran recesión de 1930»
L
as palabras anteriores se escribieron hace más de ochenta años, cuando el mundo iba cayendo hacia lo que más tarde se llamaría la Gran Depresión. Pero dejando a un lado unos pocos arcaísmos de estilo, podrían ser palabras escritas hoy. Ahora, igual que antes, vivimos eclipsados por una catástrofe económica. Ahora, como entonces, nos hemos empobrecido de repente. Pero si ni nuestros recursos ni nuestro conocimiento se han reducido, ¿de dónde proviene esta pobreza repentina? Y por último, ahora, como entonces, parece que nuestras posibilidades de enriquecimiento podrían echarse a perder durante bastante tiempo.
¿Cómo puede ser que esto suceda así? La verdad es que no hay ningún misterio. Comprendemos —o
comprenderíamos
, si no hubiera tantas personas que se niegan a escuchar— cómo suceden estas cosas. Keynes nos legó buena parte del marco analítico que se necesita para explicar las depresiones económicas; la teoría económica moderna también puede recurrir a las investigaciones de sus contemporáneos John Hicks e Irving Fisher, investigaciones que se han ampliado y refinado con el trabajo de un nutrido grupo de economistas modernos.
El mensaje central de todo este trabajo es que
esto no tenía que pasar
. En aquel mismo ensayo, Keynes declaraba que la economía estaba teniendo «problemas con el magneto», un término anticuado para referirse a problemas con el sistema eléctrico de un coche. Una analogía más moderna y posiblemente más precisa diría que hemos sufrido un fallo del
software
. En cualquier caso, la cuestión es que el problema no se encuentra en el motor económico, que sigue siendo tan potente como siempre. Al contrario, estamos hablando de algo que es básicamente un problema técnico, un problema de organización y coordinación, un «lío de proporciones colosales», como decía Keynes. Resolvamos este problema técnico y la economía recuperará su rugiente vitalidad.
Bien, muchas personas creen que este mensaje es esencialmente inverosímil, o incluso ofensivo. Parece de lo más normal pensar que los grandes problemas deben derivarse de grandes motivos; que un paro tan cuantioso debe ser resultado de algo más profundo que un mero lío. Por esto Keynes utilizó la analogía del magneto. Todos sabemos que, a veces, basta con sustituir una batería de 100 dólares para devolver al asfalto un coche de 30.000 dólares que había dejado de funcionar; y él tenía la esperanza de convencer a los lectores de que a las depresiones económicas se les podía aplicar una desproporción parecida entre la causa y el efecto. Pero ya entonces, igual que ahora, esta cuestión resultaba difícil de aceptar para muchas personas, incluidas las que creen estar enteradas de todo.
En parte, esto sucede porque parece erróneo imaginar que fallos relativamente menores puedan provocar semejante devastación. En parte, también, hay un gran deseo de ver la economía como una obra moral en la que los malos tiempos son un castigo ineludible por los excesos previos. En 2010, mi esposa y yo tuvimos ocasión de escuchar un discurso sobre política económica de Wolfgang Scháuble, el ministro de Economía alemán; a media charla, ella se inclinó hacia mí y me susurró: «A la salida, nos darán un látigo para que nos fustiguemos». Hay que reconocer que Scháuble gusta de predicar sermones apocalípticos aún más que la mayoría de dirigentes económicos, pero muchos comparten la tendencia. Y la gente que dice estas cosas —que declara sabiamente que nuestros problemas tienen raíces muy profundas y la solución no es fácil; que nos tenemos que adaptar a un panorama más austero— parece sabia y realista, aunque esté completamente equivocada.
En este capítulo tengo la esperanza de convencerles de que, de verdad, solo tenemos un problema con el magneto del coche. Los orígenes de nuestro sufrimiento son relativamente triviales en el orden del universo, y se podrían arreglar con relativa rapidez y facilidad si en los puestos de poder hubiera suficientes personas que comprendieran la realidad. Además, para la gran mayoría de gente, el proceso de arreglar la economía
no
tendría que ser doloroso ni implicar sacrificios; al contrario, terminar con esta depresión sería una experiencia que haría sentirse bien a casi todo el mundo, con la sola excepción de los que están sumidos, política, emocional y profesionalmente, en doctrinas económicas obcecadas.
Pues bien, permítanme que sea claro: cuando digo que las causas de nuestro desastre económico son relativamente triviales, no estoy afirmando que hayan aparecido por azar ni que hayan salido del aire. Tampoco estoy diciendo que sea fácil, en lo tocante a la
política
, salir de este follón. Para meternos en esta depresión han hecho falta décadas de malas directrices políticas y malas ideas; malas políticas y malas ideas que, como veremos en el capítulo 4, prosperaron porque durante mucho tiempo estuvieron funcionando muy bien, no para la nación en su conjunto, sino para un puñado de gente rica y con muchísima influencia. Y esas malas políticas e ideas han llegado a dominar nuestra cultura política y hacen que sea muy difícil variar el rumbo aun cuando nos enfrentamos a una catástrofe económica. Pero en el plano puramente económico, esta crisis no es difícil de resolver; podríamos recuperarnos rápido y con fuerza con solo encontrar la claridad intelectual y la voluntad política de actuar.
Veámoslo así. Suponga usted que su esposo, por la razón que sea, se ha negado durante años a hacer el mantenimiento del sistema eléctrico del coche familiar. Ahora no hay forma de que el coche arranque; pero él se niega incluso a pensar en cambiar la batería, en parte porque con ello admitiría haberse equivocado antes; e insiste solo en que ahora la familia tiene que aprender a caminar y a coger el autobús. A todas luces, usted tiene un problema y podría llegar a ser un problema insoluble en lo que a usted respecta. Pero el problema lo tiene con su marido, no con el coche de la familia, que podría —y debería— arreglarse con facilidad.
Ahora dejémonos de metáforas y hablemos sobre lo que ha ido mal en la economía mundial.
TODO ES CUESTIÓN DE LA DEMANDA
¿Por qué el paro es tan elevado y la producción económica tan baja? Porque nosotros —y donde pone «nosotros» hay que entender consumidores, empresarios y gobiernos en su conjunto— no estamos gastando lo suficiente. El gasto en construcción de viviendas y bienes de consumo se hundió cuando reventaron las dos burbujas gemelas de Estados Unidos y Europa. Pronto les siguió la inversión empresarial, porque no tiene ningún sentido ampliar la capacidad productiva cuando las ventas están bajando; y ha caído también el gasto de muchos gobiernos porque los gobiernos locales, estatales y algunos nacionales se han encontrado privados de muchos ingresos. Un gasto moderado, a su vez, implica una tasa de empleo moderada, porque las empresas no producirán lo que no pueden vender, y no contratarán a empleados si no los necesitan para la producción. Padecemos una grave falta de demanda, a nivel global.
Las posturas hacia lo que acabo de decir varían mucho. Algunos comentaristas lo consideran tan obvio como para que no valga la pena ni hablar de ello. A otros, sin embargo, les parece un absurdo. Hay actores en el escenario político —actores importantes, con influencia real— que creen imposible que la economía en su conjunto pueda padecer una demanda insuficiente. Dicen que puede haber falta de demanda de algunos productos, pero no puede darse el caso de una demanda demasiado baja generalizada. ¿Por qué? Pues porque, según sostienen ellos, la gente tiene que gastar sus ingresos en
algo
.
Es la falacia que Keynes denominaba «ley de Say»; en ocasiones también se la conoce como «criterio del Tesoro», en referencia no a nuestro Tesoro sino al de Su Majestad (británica) en la década de 1930, una institución que insistía en que todo gasto gubernamental desplazaba siempre otra cantidad idéntica de gasto privado. Para que sepan que no estoy hablando de un hombre de paja, citemos la entrevista de Brian Riedl (de la Heritage Foundation, un grupo de pensadores de derechas) con la
National Review
, a principios de 2009.
El gran mito keynesiano es que puedes gastar dinero y, de ese modo, incrementas la demanda. Se trata de un mito porque el Congreso no tiene una cámara llena de dinero para repartirlo en la economía. Cada dólar que el Congreso inyecta en la economía o bien es fruto de un gravamen, o bien de un préstamo que retira dinero de la economía. No se está creando demanda nueva, sino tan solo transfiriéndola de un grupo de gente a otro.
Demos cierto crédito a Riedl: a diferencia de muchos conservadores, admite que su argumento se aplica a cualquier fuente de nuevo gasto. Esto es, admite que su argumento (según el cual un programa de gasto gubernamental no puede aumentar el empleo) supone igualmente que, por ejemplo, un
boom
en la inversión empresarial tampoco puede aumentar el empleo. Y esto debería aplicarse a la caída del gasto, igual que a la subida. Digamos que si los consumidores agobiados por la deuda deciden gastar 500.000 millones de dólares menos, ese dinero —según la gente como Riedl— irá a parar necesariamente a los bancos, que lo sacarán al mercado en forma de préstamos, de modo que las empresas u otros consumidores gastarán 500.000 millones de dólares más. Si las empresas que tanto temen a ese «socialista» de la Casa Blanca reducen su gasto de inversión, el dinero que liberan de este modo lo han de gastar consumidores o empresarios menos nerviosos. Según la lógica de Riedl, pues, una falta de demanda general no puede causar daños a la economía, simplemente porque tal situación no puede darse.
Obviamente, yo no creo que las cosas sean así y, en general, la gente sensata tampoco. Pero ¿cómo demostramos el error? ¿Cómo podemos convencer a la gente de que eso es erróneo? En principio, se puede tratar de recurrir a una exposición verbal lógica; pero mi experiencia me ha enseñado que, cuando intentamos tener esta clase de conversación con ciertos antikeynesianos, acabamos enredados en juegos de palabras, sin que nadie se convenza de nada. También se puede escribir un breve modelo matemático tal que ilustre bien estos temas; pero solo funcionará con los economistas, no con los seres humanos normales (y ni siquiera funciona con algunos economistas).