Acosado (23 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

BOOK: Acosado
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Los policías, liderados por Jiménez, volvieron a desenfundar las pistolas y apuntaron a Fagles, al tiempo que le gritaban que bajase su arma inmediatamente. Y Oberón quería abalanzarse sobre él, sin más.

¡Atticus!

Estoy bien, amigo, quédate ahí. Me pondré bien.

Pobre Fagles. Lo miré desde el suelo y justo vi cómo desaparecía el hechizo verde. Recuperó el control total sobre su conciencia y se encontró de pie frente a mí con una pistola humeante en la mano y cinco policías apuntándolo.

—Yo no he sido —dijo con un hilo de voz tembloroso.

—¡Tira la pistola, Fagles! —le ordenó Jiménez.

Fagles no pareció oírlo.

—Se me metió alguien en la cabeza y me decía lo que tenía que hacer. Quería la espada.

—¡No hay ninguna espada! —exclamó Hal—. ¡Mi cliente está desangrándose en el suelo!

Esa frase hizo que volviera a concentrarme en mi estado y en lo que dolía, que era bastante. Muchas gracias, Hal. Estaba desangrándome de lo lindo y el pulmón izquierdo también se me estaba llenando de sangre. Quise recurrir a un poco de fuerza para empezar la curación…, pero no me quedaba nada. Había gastado toda la que tenía en el hechizo de camuflaje y la destrucción de los amarres de Aenghus Óg. Necesitaba salir afuera, donde pudiera entrar en contacto con la tierra, pero allí seguía Fagles y los policías que le decían que tirara la pistola, y nadie llamaría a la ambulancia mientras tuvieran a un policía loco del que ocuparse. Lo que faltaba.

—Pero yo no le disparé. No fui yo —argumentaba Fagles—. No lo entendéis.

—Hay una cámara de seguridad y seis testigos que te vieron apretar el gatillo contra un hombre desarmado que no oponía resistencia —dijo Jiménez—. Ya sabes lo que significa eso. Tira el arma, Fagles.

De los ojos de Fagles empezaron a caer lágrimas y le temblaba la barbilla.

—No entiendo cómo ha pasado todo esto. Yo nunca haría algo así.

—Todos te vimos hacerlo —insistió Jiménez—. Última advertencia. Tira el arma o tendremos que dispararte.

Aquella amenaza directa provocó que Fagles dejara de compadecerse de sí mismo.

—Vaya, ¿así que vais a dispararme? —dijo con desprecio, y después se desquició—. ¡Pues eso es mucho mejor que ir a prisión! ¡Y todavía mejor sería llevaros a todos conmigo!

—Fagles, no…

Y entonces todo se convirtió en caos: el furioso rugido de Fagles ante la injusticia; su amago de alzar la pistola; el estallido de las cinco pistolas que se descargaban sobre Fagles y lo lanzaban aullando a través de la puerta; las maldiciones de los policías que sabían que los siguientes días los pasarían sin poder hacer nada, pendientes de una investigación.

—Que alguien llame a la ambulancia y a los de tráfico para cerrar la calle —ordenó Jiménez—. Y vamos a necesitar la cinta de la cámara de seguridad.

Hal corrió a mi lado para ver cómo me encontraba.

—Necesito salir para absorber un poco de fuerza —le susurré—. Se me está encharcando el pulmón.

Y escupí un poco de sangre, como si quisiera confirmar mis palabras.

—¿Cómo está? —preguntó Jiménez, mirándome por encima del hombro de Hal.

—Ayúdeme a moverlo. Necesita aire —contestó Hal, y el agente retrocedió.

—No, no, tenemos que esperar a los de la ambulancia. Se supone que no podemos hacer nada.

—Vale, ya lo hago yo —repuso Hal.

Me pasó un brazo por debajo de los hombros y otro por debajo de las rodillas y me levantó sin esfuerzo, como si no fuera más que un muñeco. «Policía idiota —pensé—, no te necesito: tengo a un hombre lobo a mi servicio.»

—Oiga, si muere, será culpa suya.

—Si muere, que me ponga una demanda. Quítese del medio.

Hal pasó de lado por la puerta rota, por encima del cadáver del agente Fagles, y después me dejó en la franja de hierba que creía en la acera. Tomé aire, aliviado, y empecé a absorber el poder de la tierra sin esperar ni un segundo. Entre ataques de tos cargados de sangre, mis heridas iban cerrándose y hablé a Hal en voz baja, de forma que sólo él pudiera oírme:

—Necesito la espada. Es invisible, pero puedes sentirla si palpas el estante. Tráemela. Y llama a alguien para que venga y limpie toda esa sangre mía, que desinfecte la tienda entera hasta que no quede ni una gota. Incluida tu ropa.

Hal bajó la vista y vio la sangre que le empapaba el traje.

—Me costó tres mil dólares.

—Te lo pagaré. También manda que arreglen la puerta. Y alguien tendrá que cuidar de Oberón.

—Ah, me parecía haberlo olido.

Asentí.

—Está en la tienda, camuflado como la espada. Le diré que salte a tu BMW.

—De acuerdo. Iré a abrir la puerta y se la dejaré abierta. Pero dile que tenga mucho cuidado con la tapicería de piel.

—Sibarita.

—Asceta —replicó, y se levantó para acercarse al coche.

Oí las sirenas ululando en una imitación urbana de las bean sidhe, y me concentré todo lo que pude en acelerar mi curación. Establecí conexión con Oberón.

Bien, Oberón, estoy recuperándome, pero van a llevarme al hospital un tiempo y necesito que por el momento te vayas con Hal. Mañana ya tendría que estar de vuelta.

¿Para qué necesitas ir?

Tengo líquido en los pulmones y no puedo sacarlo yo solo. Hal te ha abierto la puerta de su coche. Intenta salir de la tienda lo más silenciosamente que puedas y ten cuidado con la sangre del suelo, para no dejar huellas. Hay un cadáver justo al salir, fíjate.

Hay mucha gente alrededor de la puerta.

Dentro de un momento habrá todavía más. Cuanto más esperes, más llegarán. Yo estoy en la hierba de fuera, a la derecha.

Espera.

¿Qué pasa?

Ese coche de juguete no será el de Hal, ¿no?

Es un juguete muy caro. Se supone que tienes que tener mucho cuidado con la tapicería de piel.

Así que esperas que pase entre los policías como un ninja, que esquive los cristales, porque te acuerdas de que hay cristales rotos, ¿no?, que al salir rodee los charcos de sangre que hay y que salte en silencio en ese coche raquítico sin rozar la tapicería, ¿no?

Excelente resumen. Y hazlo rápido.

No tan rápido. Prométeme que me conseguirás una cita con una caniche francesa.

¿En serio? ¿Me estás regateando en un momento como éste? ¿Me han disparado, estoy escupiendo sangre y negocias para conseguir una hembra?

Vale, vale. Pero me merezco una y lo sabes. Me he portado como un perrito bueno.

Justo en ese momento, Perry decidió volver de su pausa de la comida, después de haberse escabullido de la tienda bajo la mirada encendida de Morrigan.

—¡Hostia, jefe! —exclamó—. ¿Aquel pajarraco hizo todo esto?

Capítulo 17

Hice una seña a Perry para que se acercara.

—Ya te explicaré lo que ha pasado —le dije cuando se arrodilló junto a mí en la hierba—. El pájaro no fue más que el comienzo. Pero escucha… —Tuve que parar para escupir más sangre.

—Joder, Atticus, ya sabía yo que ese pájaro era de mal agüero. Lo siento, tío, tendría que haberme quedado para ayudarte.

—No te preocupes. Puedes ayudarme ahora. Quédate de guardia hasta que consigas alguien que ponga el cristal de la puerta y la arregle. Cuando hayas solucionado eso, cierra con llave y vete a casa. Abre mañana por mí y prepara una taza de Humilla-Té; ya hay preparadas unas bolsitas. Es ese que doy a las chicas de las hermandades cuando quieren cortar una relación, ¿sabes cuál? —Perry asintió y sonrió con ironía—. Perfecto. Prepáraselo a una clienta que se llama Emily. No le cuentes nada sobre lo que has visto aquí, ni dónde estoy ni nada, ¿entendido? Como si te pregunta qué tiempo hace: te encoges de hombres y respondes que no lo sabes, ¿queda claro?

—Clarísimo, jefe.

—Lo mismo con cualquiera que pregunte. Les dices que volveré dentro de pocos días. Si no sabes cómo hacer un té específico para alguien, ni lo intentes. Te disculpas y les dices que volveré pronto.

—¿Y es verdad?

Intenté reírme, pero sólo conseguí toser.

—¿El qué, que volveré pronto? Al menos eso espero.

—¿No pasarás varias semanas en el hospital? Porque eso que tienes en la camisa parece un agujero de bala.

—Como dijo el Caballero Negro: «Es solamente una herida de la carne.»

—¡El Caballero Negro siempre gana!

Perry estaba radiante. Monty Python es la panacea de los frikis. En cuanto los citas, algo en su naturaleza les impide estar deprimidos.

—Eso es. Me quedaré mucho más tranquilo sabiendo que tú te ocupas de todo, Perry. Y si un tipo que se llama Hal te dice que hagas cualquier cosa, hazla como si yo mismo te lo pidiera, ¿vale? Es mi abogado. Y, hablando de él, aquí viene.

Hal volvía del interior de la tienda, con Fragarach invisible en la mano izquierda. Se arrodilló a mi otro lado e hizo como si se apoyara en la mano izquierda, pero en realidad estaba colocando la espada en el suelo, pegada a mí. Al mismo tiempo, le tendió la mano derecha a Perry para distraerlo.

—Encantado de conocerte. Yo soy Hal Hauk.

—Perry Tomas —contestó éste, estrechando la mano de Hal—. Trabajo para Atticus.

—Excelente. Vamos a llevarte dentro, después de pasar por toda la policía. Vuelvo ahora mismo, Atticus —añadió dirigiéndose a mí.

Se levantaron y me dejaron allí, así que aproveché la oportunidad para ver cómo estaba Oberón.

¿Dónde estás?

¿Dónde crees? Soy todo un lebrel ninja. Pero este coche es ridículo. Encima, tiene un ambientador con olor a limón que da ganas de vomitar. ¿Sabes cuándo es su cumpleaños? Estaría bien que le regalaras otro con olor a chuleta o a salchicha.

No tengo muy claro que los hagan con esos olores, Oberón.

¿Por qué no? Se venderían como caramelos, sobre todo en el caso de un hombre lobo que intenta superar algún trauma comprándose un deportivo ridículo.

¡Oye, no me hagas reír ahora!

Después de darle un buen rascado telepático en la cabeza, me concentré en Fragarach. Deshice el hechizo del camuflaje mientras llegaba la ambulancia, porque no quería que nadie la tocara sin querer y se asustase. Después prepararé un amarre para que no pudieran alejarla de mí más de un metro. Ya había pensado en hacerlo en la tienda, por si acaso Fagles lograba hacerse con ella, pero los amarres requieren más tiempo y fuerza que los camuflajes, y en aquel momento andaba escaso de ambos.

Jiménez salió a recibir a los de la ambulancia y les señaló en mi dirección. Hal también salió y les pidió que me llevasen al Scottsdale Memorial Hospital, donde podría ser mi médico personal quien me operara.

En realidad yo no tenía médico personal, pero la manada sí. El doctor Snorri Jodursson también formaba parte de la manada y era el doctor al que recurría toda la comunidad paranormal de la zona de Phoenix. Ni se inmutaba al ver lo rápido que curaban sus pacientes, por ejemplo, y se comentaba que era un excelente ensalmador y un cirujano muy hábil. Tampoco se mostraba reacio a trabajar en negro y ponía a todo un equipo quirúrgico a tu servicio por una escandalosa cantidad de dinero. Habíamos coincidido un par de veces, cuando fui a correr con la manada —debía de ocupar el puesto sexo o séptimo en la jerarquía—, pero hasta ese momento nunca había necesitado de sus servicios.

El motivo por el que la gente como yo necesita a gente como Snorri reside en las reacciones que suscita, como la de los paramédicos cuando me examinaron.

—Creía que te habían disparado —dijo uno de ellos.

—Así es. Tengo líquido en los pulmones —dije entre gorgoteos—. Estoy estable, pero me tiene que ver mi médico.

—Y entonces ¿dónde está el orificio de la bala?

Vaya. En mi urgencia por prevenir la infección, era probable que hubiera hecho crecer la piel demasiado rápido. Seguro que todavía se veía muy enrojecida, pero ya no tendría una herida abierta. Había concentrado todos mis esfuerzos en cerrar el pulmón y la piel, así que el músculo todavía estaba desgarrado y tardaría su tiempo en recuperarse. Del mismo modo, la piel y el tejido del pulmón necesitaban tiempo para volver a estar como antes.

—Era una bala de goma. Me dio aquí y me provocó una hemorragia interna —contesté.

—La policía no utiliza balas de goma. Y, aunque lo hiciera y eso te hubiera provocado una hemorragia interna, no tendrías por qué tener sangre en los pulmones.

—¿Sabes qué, tío? Súbeme a una camilla, llévame al médico y ya se preocupará él por todo.

Quería que me sacara de allí. Ya había hecho todo lo que estaba en mi mano, incluyendo recargar el talismán del oso. Lo que necesitaba ahora era un cirujano y un poco de descanso.

—¿Quieres decir que la herida provocada por la bala ya se ha curado?

—Lo que quiero decir es que me des una máscara de oxígeno de ésas y que me saques de aquí. Y esta espada viene conmigo. —Di un golpecito a Fragarach y el paramédico bajó la vista, porque hasta entonces no se había fijado en ella—. No se mueve de mi lado.

—¿Qué? En la ambulancia no se permiten armas.

—Está en la funda y es valiosísima. Mira cómo está mi tienda. —Hice un gesto hacia la puerta destrozada—. No puedo dejarla aquí.

Hal, que hasta entonces se había mantenido en silencio viendo cómo iba la conversación, se inclinó sobre el hombro del paramédico.

—¿Se niega a llevar a mi cliente en una situación de urgencia médica?

—No —repuso el paramédico, echándole una mirada—. Me niego a llevar su arma.

—¿Se refiere a esta pieza de arte celta de valor incalculable? Eso no es un arma, señor. Es una reliquia familiar de gran valor sentimental y, si lo separasen de ella, el trauma que sufriría mi cliente sería mucho más grave que cualquier dolor físico que pueda sentir en este momento. Y, por cierto, no veo que hayan hecho nada por aliviárselo desde que han llegado.

El paramédico apretó la mandíbula y echó el aire por la nariz con fuerza. Se volvió hacia mí.

—Malditos abogados —masculló, pensando quizá que Hal no lo oiría. Pero los hombres lobo tienden a oír las cosas de ese tipo.

—Tiene razón, caballero: ¡soy un maldito abogado y le interpondré una maldita demanda si no lleva ahora mismo a mi maldito cliente y sus malditas pertenencias al Scottsdale Memorial ahora mismo!

—¡Está bien, está bien! —bufó el paramédico, que no estaba preparado para soportar el acoso y las amenazas legales durante mucho tiempo.

Junto con su compañero, fueron a buscar la camilla y un momento después ya me estaban metiendo en la parte de atrás de la ambulancia, con Fragarach aferrada en la mano derecha. Jiménez y el resto de los policías andaban tan ocupados pensando en qué diría la prensa cuando descubriera que un agente de Phoenix había matado de un tiro a otro de Tempe, que ni se dieron cuenta de que la espada que Fagles había estado pidiendo a gritos estaba delante de sus narices.

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