Alí en el país de las maravillas (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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La periodista le estudió largamente, pareció sentirse satisfecha de la forma en que el desconocido le devolvía la mirada, y al fin le rogó que tomara asiento en una cómoda butaca para mostrarle a continuación la grabación obtenida en el casino de Las Vegas.

—¿Conoces a este hombre? —inquirió en el momento de congelar la imagen con el rostro de Alí Bahar en primer plano.

—¡Naturalmente! —respondió sin dudarlo el demandado—. Se trata de Alí Bahar, el mejor cazador de mi tribu.

—¿Y qué ha sido de él?

—Dos americanos me pagaron por encontrarle, y más tarde lo drogaron y se lo llevaron en un avión. No he vuelto a saber nada de él.

—Eso quiere decir que no es Osama Bin Laden.

—¿Alí Bahar...? —replicó el asombrado Salam-Salam—. ¡Ni hablar! Lo único que ha hecho en su vida es cuidar de su padre, su hermana y sus cabras.

—¿Reconocerías a esos dos americanos si los vieras o te mostrara una fotografía?

—¡Desde luego! Por si no lo sabía, convivimos en el desierto durante casi una semana. Uno se llama Nick y el otro Marlon.

La Mejor Reportera del Año se mostraba cada vez más satisfecha por las respuestas, hizo una pequeña pausa, sopesó el alcance de su pregunta y por último inquirió:

—¿Tienes idea de para quién trabajaban?

—Para un tal Colillas Morrison.

—¿Estás completamente seguro?

—Les oí referirse varias veces a él, casi siempre despectivamente, como el «cabronazo del jefe» —puntualizó en un tono de absoluta seguridad el hijo de un khertzan y una yemenita—. Por lo que pude advertir no sentían por él ni simpatía, ni mucho menos, respeto.

—¿Estarías dispuesto a declarar todo eso ante una cámara de televisión? —quiso saber ella.

—Eso depende —fue la rápida y segura respuesta.

—¿De qué?

—De lo que vaya a obtener a cambio, naturalmente.

—¿Cuánto quieres?

—No se trata de dinero —le hizo notar Salam-Salam en un tono de voz mucho más seco y cortante—. Como siempre, ustedes los americanos todo lo solucionan con dinero. Unos cuantos dólares me vendrían bien, no se lo niego, pero hay otras cosas que importan más.

—¿Como por ejemplo?

—Que lo que cuente sirva para ayudar a Alí Bahar. Fui yo quien llevó a esos hombres a su casa y el que le convenció de que le acompañaran, por lo que siento que de alguna forma, por ignorancia, avaricia o desidia, traicioné su confianza.

Janet Perry Fonda extendió la mano en un amistoso gesto que buscaba interrumpirle y tranquilizarle a la vez que señalaba:

—Te prometo que todo cuanto hagamos estará encaminado a salvar a Alí Bahar de quienes me consta que no buscan otra cosa que eliminarle con el fin de que no se convierta en un testigo en su contra. Para eso estoy aquí y para eso te he hecho venir desde el otro lado del mundo. ¿Alguna otra condición?

—Sólo una.

—¿Y es?

—Un permiso de residencia indefinido en Estados Unidos.

—¡Vaya por Dios! —refunfuñó ella con una leve sonrisa—. No sé por qué me lo estaba temiendo.

—Le ruego que entienda mi posición —le hizo notar el intérprete—. En mi país las cosas están bastante feas, sobre todo para mí, pues son muchos los que me acusan, injustamente, de haber traicionado a uno de los míos. Allí no tengo futuro, pero hablo a la perfección cinco idiomas, por lo que estoy convencido de que aquí podría ganarme la vida honradamente. —Sonrió de oreja a oreja para volver a mostrarse como el optimista guía del desierto que siempre había sido al concluir—: Usted consígame ese permiso de residencia y yo le contaré ante las cámaras todo cuanto sé, que le garantizo que es bastante más de lo que le he contado hasta el presente.

—Conseguir un permiso de residencia permanente puede llevar cierto tiempo.

—No tengo prisa. La visa de turista que me han concedido me permite permanecer tres meses en Estados Unidos.

—En ese tiempo la gente de Morrison puede haber acabado con tu amigo Alí Bahar, con lo que todos nuestros esfuerzos resultarían baldíos.

Salam-Salam sonrió de nuevo mientras negaba una y otra vez con la cabeza como si supiera muy bien de lo que hablaba.

—¡Lo dudo! —dijo—. Conozco a Alí Bahar. Puede que sea un ignorante cabrero analfabeto, pero de tonto no tiene un pelo. Alguien que ha logrado sobrevivir y sacar adelante a su familia en aquel desolado desierto es alguien capaz de sobrevivir en cualquier circunstancia.

—En eso puede que tengas razón, y de hecho lo está demostrando. Se escurre como una anguila.

—¡Puede jurarlo! Si no lo cazaron durante los tres o cuatro primeros días, en los que lógicamente tenía que sentirse profundamente desconcertado, ya no lo cazarán, porque es uno de esos jodidos beduinos que puede enterrarse en la arena hasta la nariz y permanecer tres días sin moverse, comer, beber y casi sin respirar.

—En Los Ángeles resulta muy difícil enterrarse hasta la nariz en ninguna parte —señaló la reportera.

El otro se limitó a indicar con un gesto la larga playa que se perdía de vista más allá del amplio ventanal.

—¡Se equivoca! —dijo—. Ni yo mismo sería capaz de asegurar que Alí no se encuentra en estos momentos debajo de cualquiera de esos montículos, o en el centro de un parque. —Sonrió una vez más—. ¡Piénselo! Le estoy ofreciendo el reportaje del año, y a cambio tan sólo pido un simple permiso de residencia y un puñado de dólares con los que iniciar una nueva vida.

Los servicios de inteligencia de la agencia especial Centinelas de la Patria tardaron dos largos días en detectar que el sucio guía khertzan que habían contratado para encontrar a Alí Bahar había entrado en Estados Unidos para desaparecer de inmediato como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¡Eso es cosa de la prensa! —aulló en cuanto conoció la noticia un nervioso Philip Morrison—. Ni el FBI ni la CIA se atreverían a hacernos una jugarreta semejante.

—No estaría yo tan segura —argumentó cargada de razón su severa secretaria—. Lo que más les gusta a esos hijos de mala madre es fastidiarnos.

—¿Y por qué habrían de hacerlo? Al fin y al cabo se supone que todos jugamos en el mismo equipo.

—Pero con distintas camisetas —fue la agria respuesta de alguien que nunca perdía la oportunidad de mostrar su carácter—. Recuerde que se molestaron mucho por el hecho de que el presidente nos confiriera poderes especiales de los que ellos carecen. Y los celos profesionales siempre han sido malos consejeros.

—Aunque así sea. Creo que en este caso particular, y visto que ha viajado en un avión de línea regular con visado de turista, la jugada no ha partido de ellos. Algún listillo de la prensa está empeñado en sacar a la luz nuestros trapos sucios y no estoy dispuesto a consentirlo. Ponga a los hombres que haga falta a vigilar los periódicos y las estaciones de televisión.

—Le recuerdo una vez más que eso también es ilegal, señor, y que la prensa sigue teniendo cierto peso en nuestra sociedad.

—Me importa un pimiento.

—Nos puede traer problemas.

—¿Más de los que ahora tenemos? —quiso saber Colillas Morrison, que estaba deseando quedarse sólo para encerrarse en el cuarto de baño a fumarse un cigarrillo que le calmara los nervios—. Si la prensa consigue demostrar que fuimos nosotros quienes trajimos a este país a ese mal nacido con la intención de contar siempre con un Bin Laden de repuesto podemos empezar a buscar un nuevo empleo.

—El presidente comprenderá que la intención era buena.

—Al presidente Bush, y sobre todo a su misterioso equipo asesor, en este asunto no le interesan las intenciones, sino los resultados. ¿Cómo es posible que llevemos tres días sin saber nada del fugitivo? ¿Es que ya no usa el teléfono?

—Por lo visto se ha vuelto prudente. Es posible que haya llegado a la conclusión de que lo localizamos a través de él.

—Pero ¿no habíamos quedado en que se trataba de una especie de animal que jamás había salido de su asqueroso desierto?

La malencarada mujer se limitó a lanzar un hondo suspiro para dirigir una mirada de desprecio a su superior en el momento de puntualizar:

—Que no haya salido nunca de su asqueroso desierto no significa, necesariamente, que se trate de un animal. Y por mi parte prefiero suponer que se trata de un tipo muy listo.

Su jefe la observó de medio lado al inquirir:

—¿Y eso por qué?

—Porque nos está toreando, y si se tratara realmente de un animal significa que somos mucho más brutos que él, lo cual es algo que no me gusta ni tan siquiera imaginar.

—En eso puede que tenga razón.

12. Liz Turner no había llegado al estrellato

Liz Turner no había llegado al estrellato únicamente por la perfección de su anatomía o su disposición a irse a la cama con quien le apeteciera o considerara que era conveniente para su carrera, sino sobre todo por su natural inteligencia. Eso le hizo comprender, tras escuchar al imprudente coronel Vandal, que la única forma que tenían sus enemigos de localizar a Alí Bahar era por medio de las ondas que emitía el extraño y sofisticado teléfono que le habían proporcionado.

Tardó casi un día en hacerle comprender a su nuevo amante el peligro que corría cada vez que lo utilizaba, y tras largas, complejas y prolijas explicaciones, le llevó una tarde a la mismísima Rodeo Drive, en la que se alzaban los más lujosos comercios de la ciudad, con el fin de que, sin moverse del interior del espectacular Rolls-Royce, llamara a su padre y le rogara que no volviera a telefonearle, que de ahora en adelante sería él quien le mantendría periódicamente al corriente de cuanto sucediera sin necesidad de correr riesgos innecesarios.

Prudente por naturaleza, no le permitió hablar más que lo imprescindible, y a continuación le requisó el aparato, para evitar que el hombre al que tanto amaba pudiera ponerse en peligro.

Un minuto después puso el vehículo en marcha y se alejó a toda prisa, dejando atrás la ciudad rumbo al pequeño rancho que se alzaba, agreste y solitario, a poco más de dos horas de viaje, al norte de Fresno y en el mismísimo corazón de lo más intrincado del valle de San Joaquín.

Sabía que contaba con poco más de un mes de tiempo libre antes de que los encargados de los efectos especiales pusieran a punto un nuevo monstruo alienígena, y estaba dispuesta a emplearlos en convertir a su particular monstruo terráqueo en un ser más o menos civilizado.

Y le constaba que para lograrlo lo primero que tenía que enseñarle era el idioma.

Pero hablar inglés no resultaba fácil y mucha gente perdía media vida en el intento sin conseguir un resultado medianamente aceptable.

Chapurrearlo hasta el punto de hacerse entender resultaba no obstante relativamente sencillo, en especial si el profesor, es decir, la profesora, ponía en el intento todo el amor y el interés del mundo, dedicando a la tarea casi dieciocho horas diarias.

Y en este caso particular el alumno resultó atento y disciplinado, poniendo de igual modo en el empeño tanto entusiasmo o más que quien trataba de enseñarle, consciente de que de ellos dependía su felicidad, su futuro y tal vez su propia vida.

Las más arduas tareas, cuando interviene de forma significativa el amor, se simplifican de modo muy notable.

Entre besos, risas, caricias y un interminable rosario de orgasmos, la entusiasmada actriz, que se sentía transportada a las puertas del paraíso, le fue enseñando a su apasionado e incansable amante los secretos de la lengua más hablada del mundo, y aunque resultaba evidente que el acento del beduino continuaba siendo abominable, su capacidad de aprender palabras y formas de expresión le causaban cierta sorpresa.

De igual modo, Alí Bahar se iba haciendo una idea, cada vez más ajustada a la realidad, de cómo era aquel complejo universo en el que las personas, los animales e incluso los más grandiosos paisajes, podían ser encerrados en una pequeña caja que tenía la extraña virtud de hipnotizarle.

Pero si bien las maravillas de la moderna tecnología conseguían a menudo fascinarle, la realidad de una naturaleza prodigiosa le hundían a menudo en un estado de auténtica levitación.

El día que Liz Turner le llevó a visitar un extenso parque de secuoyas gigantes el pobre beduino, que jamás había visto una acacia de más de dos metros de altura, a punto estuvo de perder el sentido cuando corría el riesgo de quebrarse el cuello tratando de distinguir en qué punto exacto acariciaban las nubes aquellos inconcebibles árboles.

Se tumbó al pie del mayor de tan incomparables cíclopes, y allí se hubiera quedado todo el día e incluso toda la noche si su amante no le hubiera obligado a erguirse tirándole del brazo.

—¡Alá es grande! —mascullaba entre dientes una y otra vez—. Alá es grande e injusto.

—¿Injusto por qué? —quiso saber la actriz.

—Porque se complace en conceder sus dones a infieles que no saben apreciar su grandeza, mientras que a aquellos que le veneran los condena a vivir en el desierto y les niega hasta el placer de una sombra como ésta —replicó con su deleznable acento y su rudimentaria gramática pero haciéndose entender a la perfección.

—Pero tú amas el desierto —puntualizó ella.

—Siempre se ama lo que se conoce, hasta que se conoce algo mejor —sentenció el beduino seguro de sí mismo—. Y esto es mejor.

—¿Mejor que yo?

—Mejor que tú no hay nada —sonrió su interlocutor con picardía al tiempo que señalaba—: Excepto, tal vez, Cañonero.

—En cuanto vuelva a casa le pego un tiro a ese maldito caballo —fue la respuesta, aunque de inmediato se abrió la blusa para inquirir guiñando un ojo—: Aunque dudo que Cañonero pueda hacerte disfrutar de unos pechos como éstos.

Hicieron una vez más el amor entre los árboles, y una vez más Alí Bahar se preguntó si en realidad su padre tendría razón, estaba muerto, y había subido al séptimo cielo.

Cuando por las noches su agotada amante conseguía quedarse al fin dormida, Alí Bahar solía pasarse largas horas tratando de entender —o tan siquiera asimilar— el increíble cúmulo de información que a diario le asaltaba desde los más diversos ángulos, puesto que el beduino era en cierto modo como un libro en blanco en todo aquello que no se refiriese a su sencilla forma de vivir en su país de origen, o a las relaciones humanas.

Y era quizá en este último aspecto, aquel que se refería al contacto entre las personas, así como a la búsqueda de la auténtica raíz de las cosas, en lo que el nómada superaba a cuantos le rodeaban, que no tenían como él había tenido desde niño, la costumbre de dejar pasar el tiempo sentado en lo alto de una roca sin otra preocupación que pensar.

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