Alí en el país de las maravillas (23 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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—Los servicios secretos americanos han intentado, una vez más, engañar a sus ciudadanos y al mundo por medio de la más burda de las trampas —dijo—. Pretendían que un ignorante cabrero analfabeto se hiciera pasar por mí a la hora de cometer toda clase de crímenes con el fin de desprestigiarme a los ojos de la comunidad internacional. —Hizo una breve pausa para añadir de inmediato—: Pero una vez más han perdido la batalla, y aquí pueden ver al cómplice de tan siniestra trama.

Se volvió para señalar a un alicaído Alí Bahar, pálido y demacrado, que aparecía subido en un taburete con una cuerda al cuello que pendía de la rama de un reseco árbol en mitad del desierto.

—Quien debería encontrarse realmente en esta situación no es otro que el señor Philip Morrison, con el que confieso haber colaborado cuando los americanos fingían que nos ayudaban a expulsar a los comunistas de las santas tierras del islam. Él es sin duda el promotor de esta estúpida conjura impropia de un país que se considera a sí mismo inteligente, culto y avanzado. —Su mirada ganó en intensidad como si quisiera taladrar el objetivo de la cámara al añadir—: Pero les prometo que algún día ocupará ese lugar.

Se volvió ahora hacia Alí Bahar en su dialecto, cuya traducción aparecía subtitulada al pie de la pantalla para inquirir:

—¿Cómo te llamas?

—Alí Bahar.

—¿Por qué tomaste parte en semejante engaño?

—Porque jamás tuve conocimiento de que lo que se tramaba era utilizar nuestro parecido con el fin de perjudicarte.

—¿Tienes algo que alegar antes de recibir tu castigo?

—Únicamente que fui drogado, raptado y maltratado, y que más tarde intentaron asesinarme sin que jamás tuviera la menor idea de por qué me ocurría todo esto —replicó el aludido de idéntica manera—. No soy más que un humilde pastor de cabras que tiene una familia que cuidar, y por lo tanto lo único que me resta es solicitar clemencia.

—Hay un tiempo para ser clementes —fue la áspera y cruel respuesta—. Y un tiempo para ser justos.

—¡Por favor, señor!

—¡Lo siento! —replicó el otro secamente—. Por desgracia para ti, éstos son tiempos de ser justos.

Hizo un casi imperceptible ademán con la mano, un guardia armado se aproximó al rudimentario patíbulo y sin mediar palabra le propinó una brusca patada al taburete.

Alí Bahar cayó al vacío, se escuchó el chasquido de su cuello al romperse, y tras agitar las piernas unos instantes quedó definitivamente inmóvil, balanceándose y con los ojos casi fuera de las órbitas.

—Este es el fin que espera a todo aquel que intente usurpar mi lugar —añadió en tono severo su inflexible juez—. Y ése es el fin que espera a todos aquellos que intenten convertirse en amos del mundo.

Durante unos instantes guardó silencio, como si hubiera concluido su alegato, pero al poco alzó de nuevo unos ojos que aparecían brillantes y enfebrecidos para musitar como si le costara un enorme esfuerzo lo que iba a decir a continuación.

—Ha llegado un momento en que me veo obligado a reconocer que aquel once de septiembre cometí un grave error, y no lo digo porque no continúe convencido de que vuestra desorbitada prepotencia merece un castigo, sino porque no calculé que de ese modo le proporcionaba a vuestro presidente la disculpa que estaba buscando para lanzarse a extender su nefasto imperio por el resto del planeta. La historia debió haberme enseñado que ésa es la forma de actuar de vuestros dirigentes. La emplearon con la explosión del acorazado Maine en La Habana con el fin de apoderarse de lo que quedaba del maltrecho imperio español. La repitieron con el hundimiento del Lusitania, lo que a los ojos de la opinión pública les dio pie para involucrarse en la Primera Guerra Mundial, y de igual modo permitieron que los japoneses bombardearan Pearl Harbor para poder entrar con la cabeza muy alta, en la Segunda Guerra Mundial, pese a que sus servicios secretos conocían con antelación que el ataque iba a ocurrir.

El hombre de la larga barba y los ojos que echaban fuego se interrumpió de nuevo, alzó los ojos como si pidiera ayuda al cielo y al poco añadió:

—Ahora me consta que la administración americana tenía pruebas de que estábamos preparando un gran atentado pero no hizo nada al respecto, y admito que hubo un momento en que me cruzó por la mente la idea de que me estuvieran utilizando, pero la rechacé incapaz de aceptar tanta maldad, porque si cruel es que un enemigo intente destruir a sus enemigos, maquiavélico y diabólico resulta que alguien deje morir a su propia gente como si ello fuera los guantes de goma que les permitirán meter las manos en sangre sin mancharse. Pero yo le advierto algo al presidente Bush y a sus secuaces: ningún guante de goma preserva la conciencia, ni es lo suficientemente grueso como para que los ojos de Alá no lo traspasen.

Su imagen fue difuminándose hasta desaparecer muy lentamente, y a los pocos instantes en la pantalla hizo de nuevo su aparición el demacrado rostro de Janet Perry Fonda, que tras una estudiada pausa en la que una vez más parecía dar tiempo a que los espectadores asimilaran lo que acababan de presenciar, musitó:

—Un hombre inocente, que no había hecho mal a nadie, ha muerto por culpa de las absurdas maquinaciones de ese tal Philip Morrison y su ilegal y siniestra agencia especial Centinelas de la Patria, que no respeta a nada ni a nadie actuando a espaldas de nuestras más sagradas instituciones. Desde aquí, y conscientes de que expresamos el clamor de un pueblo que desea justicia, exigimos al gobierno su inmediata destitución y le suplicamos una vez más que recapacite sobre sus desmesuradas ansias expansionistas. Estados Unidos no puede continuar aspirando a ser una democracia interna y una dictadura externa.

Se interrumpió con el fin de secarse una furtiva lágrima y con voz evidentemente quebrada por la emoción masculló:

—Les aseguro que éste ha sido uno de los días más amargos, dolorosos y vergonzosos de mi vida profesional, aunque tal como están las cosas en nuestro país, probablemente también sea el último. Para el Canal 7 de Los Ángeles, en California, Janet Perry Fonda.

Concluyó la emisión y tanto Philip Colillas Morrison como su horrorizada secretaria permanecieron inmóviles, como idiotizados y sin saber qué decir ni qué hacer hasta que se escuchó el insistente y casi amenazador repicar de un teléfono.

La desencajada Helen Straford lo tomó, escuchó durante no más de quince segundos y al fin colgó para balbucear apenas:

—Era el presidente.

—¿Qué ha dicho?

—Que es usted un imbécil.

15. Stand Hard tomó asiento en la última fila

Stand Hard tomó asiento en la última fila y aguardó, tan impaciente como la mayoría de cuantos le rodeaban, que no cesaron de murmurar en voz baja hasta que en el estrado hizo su aparición un hombre que, pese a sus ochenta años ya cumplidos, ofrecía un envidiable aspecto de gran fortaleza física, y sobre todo de la firme coherencia intelectual y moral que había presidido todos sus actos a lo largo de toda una vida.

Norman Mailer seguía siendo en muchos aspectos el mismo personaje, en cierto modo mítico, con el que compartió largas veladas cuando, casi cuatro décadas atrás, la productora para la que entonces trabajaba el entonces aún inexperto ayudante de dirección Stand Hard, decidió embarcarse en la a todas luces difícil tarea de transcribir a imágenes la ya por entonces famosa 'Los desnudos y los muertos', sin lugar a dudas la más brillante y compleja novela de quien en aquellos momentos observaba con ojo crítico a los presentes, que ahora guardaban un respetuoso silencio.

Tras una leve inclinación de cabeza y un esbozo de sonrisa, el conferenciante se decidió a beber un corto sorbo de agua y comenzar a hablar con voz clara, potente y bien timbrada.

—Probablemente —dijo—, cuando comenzó la actual campaña de nuestro gobierno con el fin de lanzarse a una guerra abierta contra Irak, los lazos de unión entre Saddam Hussein y Osama Bin Laden carecían de importancia, puesto que desconfiaban el uno del otro. Para el primero, Bin Laden no era más que un descontrolado fanático religioso al que nunca podría dominar, y para el segundo, el ex presidente de Irak una especie de bestia atea que se embarcaba en peligrosas aventuras bélicas que siempre concluían en descalabros.

La mayoría de los asistentes, lo más granado de la intelectualidad de la culta y liberal San Francisco, y por lo tanto lo más opuesto que pudiera darse en el país a los retrógrados petroleros y ganaderos del Klan de Texas, se agitaron nerviosamente en sus asientos como si por aquellas primeras palabras pudieran presentir que una vez más el hombre de la alborotada cabellera blanca no iba a decepcionarles, arremetiendo de nuevo contra la zafiedad y la archidemostrada ineptitud de quienes les gobernaban.

Todos ellos sabían muy bien que la campaña de Afganistán había constituido un éxito desde el punto de vista de la fuerza bruta, dado que los bombardeos indiscriminados habían conseguido acabar con el nefasto régimen de los enloquecidos integristas talibanes; pero un fracaso desde el punto de vista de la inteligencia, puesto que el principal objetivo de tan cruenta guerra, el aborrecido Osama Bin Laden, se había burlado una vez más de los sofisticados sistemas de espionaje americanos por el sencillo y casi ridículo procedimiento de entregar su teléfono móvil a uno de sus guardaespaldas y mandarle en una determinada dirección mientras él se alejaba tranquilamente en la opuesta montado en una motocicleta.

Los inefables servicios secretos americanos habían demostrado por enésima vez su reconocida ineptitud dedicándose a seguir ciegamente al guardaespaldas confiando únicamente en su tecnología sin tener en cuenta ni por un solo momento en el factor de la astucia humana.

Norman Mailer parecía haberlo comprendido así puesto que en esos mismos momentos comentaba:

—Cuando los estadistas de la Casa Blanca, que se muestran muy serios incluso cuando parecen tontos, comprendieron que su principal enemigo era una sombra que se les escurría entre los dedos decidieron cambiar de objetivo, y éste no fue otro que el ex presidente iraquí, visto que además controlaba un once por ciento de las reservas petroleras del mundo. Pero no parecen haber caído en la cuenta de que con ello le están facilitando el juego al terrorista.

Stand Hard advirtió cómo la elegante señora que se sentaba a su derecha extraía del bolso un pequeño cuaderno y se afanaba en tomar notas mientras el escritor señalaba que una encuesta sobre qué países representaban un peligro para la paz mundial había arrojado un sorprendente resultado: el siete por ciento opinaba que Corea del Norte, el ocho por ciento que Irak, y el ochenta y cuatro por ciento que Estados Unidos, que, según el también afamado escritor John Le Carré, «había entrado en el peor periodo de locura histórica que recordaba».

¡Locura histórica!

¿Estaba realmente loco un presidente que admitía que en el pasado había tenido graves problemas con el alcohol, y que no había tenido empacho alguno a la hora de preguntarle al presidente del Brasil si tenían negros en su país?

¿O era simplemente estúpido quien en una rueda de prensa aseguraba: «La ilegitimidad es algo de lo que tenemos que hablar en términos de no tenerla», y en otra ocasión había señalado con profunda convicción: «El gas natural es hemisférico. Me gusta llamarlo hemisférico en la naturaleza porque es un producto que podemos encontrar en el vecindario»?

El conferenciante del blanco cabello ni siquiera se molestaba en tratar de demostrar la de sobras conocida y comentada ínfima talla cultural e intelectual de quien había conseguido que sus poderosos amigos le auparan a la presidencia del país más poderoso del planeta de una forma que calificaba de «legítima/ilegítima». Por lo visto, para él tales lacras carecían de auténtica importancia frente al hecho de que se había convertido en el raíl por el que circulaba a toda máquina el desbocado tren de las ambiciones de una inescrupulosa camarilla de desalmados.

—Si la legitimidad de George W. Bush estaba en duda desde el principio, su actuación como presidente empezó muy pronto a suscitar desprecio —señalaba con su voz potente y firme Norman Mailer—. Pero entonces llegó el once de septiembre. En la historia humana existe una cosa que es la suerte divina, también conocida como suerte del diablo, y fue como si nuestros televisores comenzaran a cobrar vida. Llevábamos años disfrutando de espectáculos de vértigo y ahora, de pronto, el horror resultaba auténtico puesto que dioses y demonios invadían Estados Unidos...

El pelirrojo director escuchaba cómo aquel hombre de asombrosa lucidez y al que había admirado por sus libros incluso antes de conocerle personalmente, continuaba haciendo una perfecta disección de los oscuros motivos por los que un semianalfabeto que en su infancia había afrontado serios problemas de dislexia y reconocía que en su juventud había coqueteado con las drogas, se había empeñado en levantar un imperio en el que la bandera de las barras y estrellas envolviera como un inmenso pañuelo la gran bola del mundo.

Le vino a la mente el recuerdo de Charlie Chaplin jugueteando con un globo terráqueo en 'El gran dictador', aunque resultaba evidente que aquel zafio vaquero ni tan siquiera poseía la alada gracia del genial humorista, y en cuanto tuviera el mundo en sus manos clavaría en él sus dedos para arrojarlo con violencia por la pista de bolos intentando derribar nuevos supuestos enemigos.

Stand Hard compartía con el conferenciante el amargo sentimiento de que la parte más dolorosa de toda aquella historia estribaba en el hecho de que un par de desvergonzados mentirosos cuyo coeficiente intelectual ni siquiera alcanzaba el promedio, y que en buena lógica deberían dedicarse al oficio de trileros en cualquier mercado pueblerino en lugar de presidir sus respectivas naciones, hubieran sido, no obstante, los protagonistas de una feroz aventura bélica de incalculables proporciones que había llevado la muerte y la desesperación a millones de hogares a todo lo largo y lo ancho de la faz de la tierra.

En la antigüedad los sabios conducían a los tontos por los senderos de la paz.

Ahora, los tontos arreaban a bastonazos a los sabios hacia el abismo de la guerra.

—En mil novecientos noventa y dos —aseguraba en esos momentos el conferenciante—, al poco de la caída de la Unión Soviética, la derecha estadounidense consideró que aquélla era una magnífica oportunidad para hacerse con el control del mundo. El Departamento de Defensa, cuyo titular era por aquel entonces el actual vicepresidente Dick Chenney, redactó un documento titulado «Proyecto para un nuevo siglo americano» en el que veía a nuestra nación como un coloso que impusiera su voluntad mediante el poder militar y económico. Pero cuando la propuesta se filtró a la prensa el presidente Bush padre se vio obligado a rechazarla por el aluvión de críticas que trajo aparejada. Más tarde, la llegada al poder del presidente Bill Clinton frustró los sueños de grandeza de la derecha que por eso le odió a muerte, pero ocho años más tarde George W. Bush parece querer regresar a los sueños imperiales...

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