Alí en el país de las maravillas (26 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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Nada de minifaldas, tacones altos o blusas muy ceñidas.

Nada de maquillaje o cabellos al aire. Nada de largas miradas provocativas. ¡De nuevo las antípodas!

Echó de menos el teléfono que Liz guardaba celosamente en un armario y que le hubiera permitido ponerse en contacto con su padre, quien sin duda alguna hubiera sabido aclararle en qué parte de esas dichosas «antípodas» se encontraba, aunque a decir verdad, y por mucho que le doliera reconocerlo, en los últimos tiempos había llegado a la amarga conclusión de que tal vez el anciano Kabul no supiera tanto del mundo exterior como siempre había imaginado que sabía.

O no había viajado tanto como aseguraba, o las cosas habían cambiado mucho desde que emprendió tales viajes.

Fuera como fuese, los conocimientos o desconocimientos de su anciano padre carecían ahora de importancia, y de lo que tenía que preocuparse era de ponerse en contacto con su amada.

Pero ¿cómo?

Acomodado en lo que fuera el desvencijado asiento del conductor y con los brazos apoyados en lo poco que quedaba de un enorme volante, observó las idas y venidas de la gente, advirtió que algunos hombres vestían largas chilabas y se cubrían la cabeza y parte del rostro con oscuros turbantes y muy pronto llegó a la conclusión de que aquéllas eran las prendas que estaba necesitando.

Por suerte aún tenía gran parte del dinero que perteneciera a Marlon Kowalsky, por lo que al oscurecer penetró en una hurtadilla en un pequeño almacén de ropa usada en el que el anciano propietario no tuvo el menor inconveniente, sino más bien todo lo contrario, a la hora de aceptarle un billete de cincuenta dólares a cambio de una vieja chilaba y un mugriento turbante.

Incluso le devolvió unas cuantas monedas que le sirvieron para saciar su hambre en un puesto ambulante.

Regresó a pasar la noche en el autobús, y al día siguiente, convencido de que con sus nuevos ropajes nadie podría reconocerle, se dedicó a recorrer la ciudad en busca de lo que necesitaba.

Al caer la tarde la encontró en la persona de un conductor que hablaba por un teléfono móvil en el interior de un moderno taxi aparcado a las puertas del que parecía ser el hotel más lujoso de la ciudad.

—¿Hablas inglés? —le preguntó.

—¡Naturalmente! —fue la casi ofendida respuesta.

—¿Quieres ganarte quinientos dólares?

—Si no hay que matar a nadie...

—Lo único que tienes que hacer es permitirme hablar por ese teléfono con un número de Los Ángeles, en Estados Unidos.

El taxista se limitó a extender la mano:

—El dinero y el número —dijo.

Tuvieron que esperar unos quince minutos puesto que había sobrecarga en la red, pero al cabo de ese tiempo Liz Turner hipaba y lloraba de alegría mientras exclamaba una y otra vez casi incapaz de aceptar la realidad:

—¡Estás vivo, mi amor! ¡No puedo creerlo; estás vivo! ¡Bendito sea Dios! ¿Qué te ha ocurrido?

—Es largo de explicar.

—¿Dónde te encuentras?

Alí Bahar se volvió al taxista para inquirir:

—¿Cómo se llama esta ciudad?

—Peshawar.

—Me encuentro en Peshawar.

—¿Y eso dónde está?

—¿Y qué país es éste?

El cada vez más perplejo taxista se limitó a replicar:

—Pakistán.

—Estoy en Pakistán.

—Voy a buscarte.

—No. Tú no. Que venga Dino. Que cuando llegue salga a pasear por los alrededores del hotel... —Se volvió una vez más al taxista para inquirir—: ¿Cómo se llama este hotel?

—Pearl Continental —fue la resignada respuesta—. Es el único de cinco estrellas de la ciudad.

—¿Has oído, cariño? —insistió—. Que dé un paseo por los alrededores del Pearl Continental. Yo le encontraré. Te quiero.

Colgó y le devolvió el teléfono al taxista que comentó levemente amoscado:

—Ha olvidado decirle que Pakistán está en Asia.

Alí Bahar dudó unos instantes, a punto estuvo de recuperar el teléfono para llamar de nuevo, pero al fin señaló:

—Supongo que ya lo sabe.

Se alejó para desaparecer como una sombra entre las sombras que comenzaban a apoderarse de los jardines del Pearl Continental, en Peshawar, Pakistán, Asia, y pasó la noche y los dos días que siguieron casi sin abandonar su refugio del autobús convencido de que muy pronto se encontraría de nuevo en casa.

En la mañana del cuarto día el siempre animoso Dino Ferrara hizo su aparición en la puerta del hotel, se dejó ver a conciencia y se dedicó luego a pasear por los alrededores, haciendo fotos y contemplando las coloridas alfombras de los bazares hasta que advirtió que uno de los tantos mendigos que pululaban por los alrededores, le suplicaba:

—¡Una limosna para este pobre ahorcado!

Se abrazaron con indudable afecto.

—A este «ahorcado» ya lo daba por muerto.

El ex gángster sabía bien su antiguo oficio, traía ya un pasaporte falso a nombre de Simón Draco, un pobre turista al que un accidente de automóvil le había roto un brazo y la mandíbula, sobornó a un medicucho para que escayolara de la forma más aparatosa posible al sufrido Alí Bahar, y ayudó a subir trabajosamente a un avión rumbo a Tokio como primera escala hacia Los Ángeles a un infeliz que aparentemente no podía escribir, hablar, ni casi comer más que líquidos y siempre utilizando una pajita.

No obstante, poco antes de que el avión despegara, el ex gángster le entregó a Alí Bahar el famoso teléfono de la agencia especial Centinelas de la Patria rogándole que se pusiera en contacto con su padre con el fin de indicarle que dentro de una semana el bueno de Salam-Salam acudiría a buscarles con el fin de conducirles a Estados Unidos.

—Mi padre no se fiará de Salam-Salam —le hizo notar el beduino—. Sabe muy bien que ya me traicionó una vez.

—Pues tienes que convencerle de que ahora está de nuestra parte, como en efecto, lo está —fue la segura respuesta—. Lleva toda la documentación necesaria, por lo que la próxima semana los tres embarcarán en Suez en un carguero que les llevará hasta San Francisco. Te prometo que antes de un mes los tendrás en casa. —Hizo una significativa pausa para añadir con marcada intención—: Además, nos conviene que esa dichosa agencia especial Centinelas de la Patria tenga tiempo de localizar la llamada, pero no de escuchar tu voz.

—¿Y eso para qué servirá si se supone que ya estoy muerto? —quiso saber su desconcertado amigo.

—Servirá de mucho, porque imaginamos que Philip Morrison se hará una lógica composición de lugar: Osama Bin Laden te mandó ahorcar y por lo tanto se apoderó de un teléfono que ahora está utilizando desde la zona geográfica en la que siempre ha imaginado que se encontraba escondido: la frontera entre Afganistán y Pakistán. Y mandará a su gente a buscarle aquí.

—Pero Osama Bin Laden está muerto.

—¿Cómo has dicho? —se sorprendió el ex gángster.

—He dicho que Bin Laden ha muerto.

—¿Estás seguro? —fue lo primero que quiso saber Stand Hard cuando al día siguiente de su llegada a Los Ángeles, el beduino le relató con todo lujo de detalles aunque en su peculiar y pintoresco inglés cuanto le había sucedido desde el momento mismo en que los hombres del terrorista le raptaron.

—Completamente. Le cayó encima una montaña.

—Durante la guerra de Afganistán los aviones americanos le tiraron encima mil bombas y cien montañas y escapó de todas. Ese hijo de perra tiene más vidas que un gato.

—Si escapó de ésta me convertiré en su fiel seguidor, puesto que eso significaría que el mismísimo Alá le protege y mucho.

—¡Bien! —admitió Liz Turner que permanecía pegada a su amante como si temiera que pudiesen volver a arrebatárselo—. Admitamos que Osama Bin Laden ha muerto. ¿Vamos a contárselo al mundo?

—¿Y qué pruebas tenemos? —quiso saber el pelirrojo director de cine—. Nuestra palabra de nada vale y no creo que pretendas que admitamos que Alí sigue con vida y que su ejecución no fue más que un montaje.

—¡No! Eso no, desde luego.

—¿Entonces?

—Y si no lo contamos, ¿qué podemos hacer?

—En primer lugar evitar que el secreto salga de esta habitación —puntualizó Stand Hard—. Y en segundo aprovecharnos del hecho de que somos los únicos que sabemos la verdad.

—¿Cómo?

—Permitiendo que a partir de este momento nuestro falso Osama Bin Laden haga y diga todo lo que nos apetezca que haga y diga sin que ni él ni nadie venga a desmentirle.

Tanto Liz Turner como Dino Ferrara y el propio Alí Bahar le observaron un tanto perplejos, y al fin fue el segundo el que inquirió como si le costase aceptar que había entendido bien:

—¿Estás pretendiendo insinuar que vamos a suplantar de nuevo al auténtico Osama Bin Laden?

—¿Acaso no era ésa nuestra intención original? —fue la respuesta—. Recuerda cómo los telespectadores se desconcertaron al escuchar cómo el falso Osama Bin Laden reconocía públicamente que había cometido un grave error al atentar contra las Torres Gemelas, puesto que con ello creía haberle proporcionado al presidente Bush la mejor disculpa para lanzarse a la conquista del mundo. ¡Bien! Ese fue un primer paso, y ahora podemos ahondar en la herida sin miedo a que el auténtico Bin Laden nos contradiga.

—Te olvidas de algo importante —le hizo notar Liz Turner—. La gente de Bin Laden nos conoce.

—No lo olvido, pero quiero suponer que preferirán a un Bin Laden vivo, aunque se muestre en cierto modo conciliador, que a la definitiva derrota de admitir que su jefe ha muerto.

—Jugamos con fuego.

—Lo sé. Pero todo el país está jugando con fuego desde el día en que permitió que un impostor ocupara el sillón presidencial y nos condujera a un abismo del que tan sólo podemos salir física o moralmente malparados. Cuando quienes nos gobiernan hacen dejación de sus funciones o actúan al margen de una legalidad que ha sido desde siempre nuestro mayor patrimonio, cada norteamericano juega con fuego a la hora de aceptar tan indigna actitud o enfrentarse a ella. El problema se limita a decidir con qué fuego prefiere jugar en unos momentos en los que incluso el Papa acaba de declarar públicamente que quienes buscaron la guerra, son en realidad, el Eje del Mal, y quienes siguen a sus líderes están siguiendo a Satanás.

Liz Turner meditó unos instantes sobre cuanto su amigo y ex amante Stand Hard acababa de decir, intercambió una mirada con su también amigo y ex amante Dino Ferrara y acarició con infinito amor la mejilla de su actual amante y padre de su futuro hijo, Alí Bahar.

—Está claro que a todas las personas decentes de este mundo se nos plantea en estos momentos un grave dilema: o cerramos los ojos a la realidad, tal como hicieron la mayor parte de los alemanes cuando Hitler inició su sanguinario ascenso que acabó en una auténtica apocalipsis con millones de muertos de uno y otro bando, o nos enfrentamos sin más armas que nuestra buena fe a una maquinaria fascista dotada de tan infinito poder que alcanza hasta el último rincón del planeta.

—Tal vez deberíamos admitir que nuestras posibilidades de conseguir algún resultado son nulas y limitarnos a esperar los acontecimientos —masculló un malhumorado Stand Hard con muy escaso entusiasmo—. Pero no estoy dispuesto a darme por vencido.

—Lo único cierto es que no contamos más que con el parecido de Alí con un terrorista muerto —aventuró Dino Ferrara—. Y no parece que eso baste para enfrentarse a los poderosos ejércitos de Bush. El otro día aseguraste que las ideas de California vencerían a las balas de Texas, pero por el momento no ha surgido ninguna idea capaz de enfrentarse a un tanque.

—Yo tengo una —señaló con cierta timidez Alí Bahar.

Los dos hombres y la mujer le observaron como si en verdad se tratara de un ser de otro planeta, intercambiaron luego una incrédula mirada, y al fin decidieron permanecer a la expectativa.

El beduino tardó en hablar, no tanto por el hecho de que no tuviera claras las ideas, sino porque buscaba, en su limitado vocabulario, aquellas palabras que expresaran de la forma más directa posible cuanto pasaba por su mente.

—En las proximidades de mi casa —dijo al fin— se encuentran con frecuencia esqueletos petrificados de gigantescos animales que vivieron allí hace millones de años.

—¿Dinosaurios? —quiso saber Liz Turner.

—Puede que se llamen así —fue la respuesta—. Mi padre, que es muy sabio, los llama thankarias, y cuando yo era niño me explicaba que pese a ser los más grandes y más fuertes que existieron sobre la faz de la tierra acabaron por extinguirse porque su descomunal tamaño les volvió vulnerables.

—¿Vulnerables a qué?

—A las avispas.

—¿A las avispas? —repitió un perplejo Dino Ferrara.

—¡Exactamente!

—¿Y qué tienen que ver las avispas con todo esto?

—Mucho —fue la firme respuesta del nómada—. Según mi anciano padre los thankarias desarrollaron una capacidad tan prodigiosa de atacar a los grandes animales, que descuidaron su capacidad de defenderse de los pequeños. Eran fuertes, pero lentos y torpes, y cuando se internaron en las espesas selvas que cubrían por aquel tiempo el desierto en que ahora vivo, sus pesadas patas y sus largas colas tropezaban y destruían los enormes nidos de avispas que vivían allí desde hacía siglos.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Que ése fue su fin.

—¿Pretendes hacernos creer que unas simples avispas acabaron con los gigantescos dinosaurios?

—Unas simples avispas, no —replicó el nómada con absoluta calma—. Fueron millones de avispas enfurecidas.

—¡Ya! —admitió de mala gana Liz Turner—. Pero ¿de dónde vamos a sacar nosotros millones de avispas enfurecidas?

—La televisión muestra cada día imágenes de millones de personas de todos los países, razas, lenguas, edades, sexo y condición social, que se muestran furiosas porque un pequeño grupo de dinosaurios intentan destruir la paz que tanto les ha costado conseguir. Esas son las avispas.

—¿Y qué veneno utilizarán? —quiso saber Stand Hard.

Alí Bahar, el ignorante beduino analfabeto que hasta pocos meses antes jamás había visto una ciudad, ni un avión, ni un tanque, ni incluso el mar, alargó la mano para alzar el teléfono móvil que descansaba sobre la mesa.

—Este —fue todo lo que dijo.

18. Aquel luminoso lunes de primavera los ordenadores personales

Aquel luminoso lunes de primavera los ordenadores personales —u oficiales— de todo el mundo, de punta a punta del planeta, de norte a sur, de las tierras más frías a las más cálidas, de las grandes ciudades a los diminutos villorrios, se fueron viendo invadidos por una grabación que muy pronto pasó a todas las cadenas de radio y televisión, y en la que se distinguía con total nitidez al perseguido terrorista Osama Bin Laden, tranquilamente sentado a los pies de la famosa Estatua de la Libertad, frente a la ciudad de Nueva York.

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