Alí en el país de las maravillas (24 page)

Read Alí en el país de las maravillas Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

BOOK: Alí en el país de las maravillas
4.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Stand Hard era un hombre prudente, por lo que cuando llegó a la conclusión de que lo más importante estaba dicho, se escabulló sin que nadie advirtiera que abandonaba la sala, con el fin de dirigirse a un pequeño cuarto de baño en el que se encerró hasta que el silencio le hizo comprender que ya la mayor parte del público había abandonado los salones y los pasillos del confortable pero supervigilado Club de la Commonwealth.

Era ya noche cerrada cuando salió a la calle tras comprobar que no quedaban agentes camuflados por los alrededores y se hospedó en un pequeño hotel en el que sabía que no le pedirían la documentación puesto que no quería dejar la más mínima huella de su paso por la ciudad el mismo día en que el incordiante Norman Mailer había pronunciado tan corrosiva conferencia contra un gobierno que se negaba a aceptar cualquier tipo de críticas.

Cuando al día siguiente se reunió con Dino Ferrara en un pequeño restaurante de las afueras de Fresno y le habló de su intempestiva escapada a San Francisco no pudo por menos que comentar con manifiesta amargura:

—Tristes tiempos son estos en los que los hombres honrados nos vemos obligados a escondernos en los baños mientras que los criminales se vanaglorian de sus actos aunque éstos sean bombardear a niños. Francamente malos, y nunca llegué a imaginar que en nuestro antaño democrático país pudieran llegar a ocurrir tales cosas.

—¿Y qué podemos hacer para evitarlo? —quiso saber el gángster—. Bush ha conseguido crear un clima de histeria colectiva en el que cada cual ve en su vecino a un terrorista. Me recuerda las historias que mi abuelo me contaba de la Italia fascista, cuando todo el que no vestía camisa negra y andaba con el brazo en alto era un supuesto traidor a la patria. No te niego que por aquel entonces lo consideraba «las batallitas del abuelo», pero empiezo a creer que pueden convertirse en realidad incluso aquí.

—Confío en que pronto o tarde, y espero que sea pronto, el pueblo americano recupere la cordura y acaben por darle una patada en el culo a esa pandilla de desgraciados «integristas de barras y estrellas».

—Lo dudo. La propaganda oficial convencerá a la gente de que verdaderamente Dios ha elegido a Estados Unidos para dominar el mundo, y nada hay que le guste más a un ser humano mediocre, y en éste, como en todos los países suelen ser mayoría, que considerarse parte de una raza superior.

—Oscuro futuro nos espera según tú.

—Más oscuro les espera a quienes a partir de ahora no puedan exhibir un pasaporte americano aferrado entre los dientes. Si en un tiempo se habló de la supremacía de la raza aria, dentro de poco se hablará de la supremacía de nuestro absurdo pastiche de razas, y te aseguro que ese día...

Se interrumpió porque en el pequeño local había hecho su entrada Liz Turner llevando de la mano a un Alí Bahar elegantemente vestido pese a que luciera el brazo derecho en cabestrillo.

Se saludaron, y al tiempo que besaba afectuosamente a la actriz, Stand Hard inquirió al tiempo que señalaba el brazo del beduino:

—¿Qué le ocurre? ¿Acaso le hicimos daño al colgarle? Me sorprendería porque ese especialista es el mejor del estudio.

—¡Oh, no en absoluto! —replicó ella evidentemente divertida—. La ejecución fue perfecta y de lo más convincente. Lo que ocurre es que no hay modo de que aprenda a comer como una persona normal y con el brazo en cabestrillo nadie se extrañará de que sea yo quien le corta la carne y se la meta en la boca.

—No cabe duda de que eres jodidamente astuta —reconoció él—. Y no me sorprende que hayas conseguido convertirte en una de las mujeres mejor pagadas de la industria. —A continuación estrechó la mano «sana» de Alí Bahar para inquirir muy seriamente—: ¿Qué cuenta mi actor preferido?

—Que estamos muy contentos —fue la respuesta—. A mí ya me han matado, nadie me busca, y Liz me ha confirmado que vamos a tener un hijo.

—Ésa es una gran noticia —admitió el pelirrojo—.

Y lo cierto es que últimamente no abundan las buenas noticias.

—Espero que pronto haya más —señaló la actriz convencida de lo que decía—. La grabación te salió perfecta, nadie se ha dado cuenta de que Alí hacía los dos papeles, y ahora que todo el mundo está convencido de que ha muerto ha llegado el momento de empezar a actuar «en serio».

—¿Continúas decidida a hacerlo?

—¡Naturalmente!

—¿Y Alí?

—Más aún que yo.

—Le has advertido de que puede ser muy, pero que muy peligroso.

Ella asintió con un gesto al tiempo que aferraba con fuerza la mano de su amado que le sonrió a su vez.

—Se lo he advertido. Se lo he explicado muy despacio y muy bien, y aunque ha tardado en entender que hayamos podido llegar a semejante extremo de intransigencia, locura y estupidez, está dispuesto a correr el riesgo.

—Tratándose de él lo entiendo, pero ¿y tú? ¿Acaso no te das cuenta de que ahora tienes que pensar en el peligro que pueda correr tu hijo si esa partida de canallas te pone la mano encima?

—¿Qué puede existir más peligroso que permitir que los fascistas gobiernen nuestras vidas? —quiso saber la aludida en tono decidido—. Nací en un país libre, siempre he vivido en un país libre, y no estoy dispuesta a consentir que mi hijo nazca y viva en un país que no sea libre. Soy tan americana como pueda serlo el mismísimo George W. Bush, o probablemente mucho más, puesto que yo no pretendo que mis compatriotas mueran a mi mayor gloria, y por lo tanto lucharé con todos los medios a mi alcance por volver a los viejos tiempos en que nos sentíamos orgullosos de nosotros mismos.

—¡Bien! —admitió el director de cine bajando un tanto la voz hasta que el camarero que les servía se hubiera alejado de nuevo—. Son ya muchos los decididos, porque en esta ocasión las gentes del cine no parecen dispuestas a dejarse llevar mansamente al matadero como en tiempos del maccarthismo. Unos están dando la cara pese a que les consta que acabarán partiéndosela, pero otros debemos luchar en la sombra, tal como han venido haciendo esos sucios intrigantes durante todos estos años.

—¿Y en verdad estás convencido de que continuar utilizando a Alí es nuestra mejor baza? —intervino Dino Ferrara.

—De momento sí, porque ten en cuenta que la única forma que tenemos de vencerles es volviendo contra ellos sus propias armas, pero empleándolas mucho mejor de lo que hasta ahora lo han hecho, aunque tan sólo sea porque sabemos que California atesora infinitamente más talento e imaginación que Texas. En Dallas fueron capaces de abatir a un presidente democrático a tiros, pero en Hollywood seremos capaces de derribar a un presidente antidemocrático utilizando únicamente las ideas...

—Muchas ideas harán falta para enfrentarse a tantos tanques, tantos misiles y tantos portaaviones.

—No te lo niego, pero ten siempre algo muy presente: los tanques arden, los misiles explotan y los portaaviones se hunden, pero las ideas, sobre todo cuando son brillantes y justas, no arden, ni explotan, ni se hunden, sino que acaban por imponerse y prevalecer a lo largo de los siglos, por lo que seguirán vigentes cuando de los que utilizaban esos tanques y esos misiles ya no quede ni el más leve recuerdo.

No pudo continuar porque en ese justo momento, Mohamed al-Mansur, Malik el-Fasi, y tres hombres de rasgos árabes acababan de irrumpir armados hasta los dientes en el local, ordenando a los presentes que se arrojaran al suelo.

Mientras unos se dedicaban a aterrorizar con sus metralletas a quienes osaban alzar la cabeza disparando contra las lámparas y los espejos, Mohamed al-Mansur y Malik el-Fasi empujaban violentamente a Alí Bahar hacia la calle, al tiempo que gritaban a voz en cuello: «¡Alá es grande! ¡Viva Osama Bin Laden! ¡Alá es grande!».

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, introdujeron al aturdido beduino en un coche que aguardaba en la puerta y que arrancó de inmediato.

Tanto Liz Turner como Stand Hard y Dino Ferrara se quedaron de piedra, al igual que el pequeño grupo de temblorosos camareros y comensales.

—¡Dios bendito! —no pudo por menos que exclamar al fin la actriz volviéndose al pelirrojo—. Éstos no parecían ser extras de cine. ¿Acaso eran terroristas de verdad?

—Me temo que sí, querida mía —fue la amarga y desmoralizadora respuesta de Stand Hard—. Me temo que éstos eran de lo más auténticos.

16. Osama Bin Laden, el «auténtico» y perseguido terrorista

Osama Bin Laden, el «auténtico» y perseguido terrorista Osama Bin Laden, estudió con gesto adusto al magullado y alicaído Alí Bahar que se sentaba frente a él al otro lado de una gran alfombra en el rincón más profundo de una inmensa cueva repleta de armas y municiones.

Cuando al fin habló, lo hizo en el dialecto del beduino aunque con un pésimo acento y una cierta dificultad.

—¿De modo que eres hijo de Shasha, la hermana menor de mi padre? —musitó apenas—. Nunca imaginé que fuera un khertzan y de mi propia familia quien me hiciera tanto daño.

—¿Y qué daño te he hecho yo? —protestó el otro—. ¡Eres tú quien me ha destrozado la vida! Si no fueras hijo del hermano mayor de mi madre, no nos pareceríamos tanto, y nadie habría ido a buscarme a mi casa para causarme tantos problemas como me han causado.

—Pero ¿por qué aceptaste formar parte de esa sucia trama? —quiso saber el otro—. No creo que te obligaran.

—Yo no acepté; me engañaron. Nadie te mencionó jamás, ni siquiera conocía tu existencia, y me aseguraron que lo único que les interesaba era averiguar «las razones genéticas» de mi defecto.

—¡Ah, vaya! —exclamó el otro—. ¡Tu famoso defecto!

—¿Qué tiene de famoso? —se amoscó Alí Bahar.

—¡Mucho! Hace años que oigo hablar de ese enorme defecto tuyo, pero para mi desgracia parece ser que es una herencia que te viene por parte de padre, no por nuestra rama familiar, lo cual es una verdadera pena. Te aseguro que no me importaría compartirlo.

—Pues te advierto que me ha proporcionado incontables disgustos.

—Aunque imagino que también incontables satisfacciones. Y si no a ti, por lo menos a las mujeres con las que has tratado. Me han comentado que Liz Turner espera un hijo tuyo. ¿Es cierto?

—Lo es.

—Siempre me gustó esa mujer. He visto la mayor parte de sus películas y no te niego que en cierto modo me enorgullece el hecho de que vaya a tener un hijo que al fin y al cabo será mi sobrino. ¿Cómo es?

—Dulce, apasionada y encantadora.

—¡Lo suponía! —señaló el terrorista, y a continuación, en un tono mucho más relajado, añadió—: En cierta ocasión, hace ya muchos años, conocí a una mujer así. —Lanzó lo que parecía ser un suspiro—. Estuve a punto de dejarlo todo y dedicarle mi vida, pero pronto comprendí que el deber me llamaba.

—¿El deber? —pareció sorprenderse Alí Bahar—. ¿A qué clase de deber te refieres? ¿Al deber de asesinar a mujeres y niños poniendo bombas o enviando contra ellos a un puñado de locos que no dudan en inmolarse porque tú así se lo pides?

—No soy yo quien se lo pide. Es Alá.

—¿Alá? —repitió el otro en un tono que mostraba a las claras su absoluta incredulidad—. ¿Te refieres al mismo Alá que mi madre, la hermana de tu padre, me enseñó que era el mejor ejemplo de amor, comprensión y misericordia? ¿Es ese mismo?

—Es el mismo Alá que nos ordena que extendamos su fe hasta el último rincón del universo, y que castiguemos, incluso con la muerte si es necesario, a quienes se nieguen a aceptarlo como el verdadero Dios.

—Un Dios que necesita de la violencia de los hombres para demostrar su fuerza no puede ser nunca el verdadero Dios —puntualizó el beduino convencido de lo que decía—. Si tiene que apoyar su grandeza en simples criaturas humanas, es que está cojo y por lo tanto carece de grandeza.

—¡Blasfemas! —le advirtió su severo interlocutor—. Y sabes bien que el castigo a la blasfemia es la muerte.

—Yo ya estoy muerto, primo —fue la tranquila respuesta—. Supe que lo estaba desde el momento mismo en que tus hombres me capturaron, porque de lo contrario no existía razón alguna para que me trajeran hasta aquí atravesando medio mundo.

—Sentía curiosidad. —El timbre de su voz sonaba conciliador—. Quería saber qué pensabas de todo cuanto te ha ocurrido.

—¿Y qué quieres que piense? —replicó el otro en tono de profundo hastío—. Pienso que el mundo, fuera de mi desierto, es un mundo de locos.

—¿Y eso?

—Porque los cristianos que he conocido en este tiempo no piensan más que engordar como cerdos, engañándose, estafándose y matándose los unos a los otros de un modo insensato, y sin acordarse para nada de Dios ni de sus semejantes. La violencia, la avaricia y el ansia de dominar el mundo parecen ser sus únicos credos.

—En eso estoy de acuerdo.

—Y los judíos sólo piensan en odiar a los musulmanes actuando contra los palestinos de la misma forma que los nazis actuaron contra ellos.

—También es cierto.

—Pero los musulmanes tampoco somos mucho mejores puesto que al parecer la mayoría no piensa más que en odiar a los judíos, a los cristianos, y a todo aquel que no profese nuestras creencias, tratando de imponerlas a toda costa, cegados por el fanatismo religioso.

—Nuestra obligación es extender la auténtica fe.

—Pues te confieso que todas esas actitudes me resultan de igual modo deleznables, porque en el desierto aprendí que lo verdaderamente importante es respetar a los seres humanos, a la naturaleza y a todas las criaturas que un Dios misericordioso y justo quiso poner sobre la faz de la tierra.

—Veo que no tienes miedo a decir lo que piensas —señaló el terrorista, y no podría saber si lo decía satisfecho o molesto—. ¡Ni siquiera ante mí!

—¿Y quién eres tú para que te tema más que a un Dios que cuando me mates me acogerá en su seno porque yo sí que supe respetar sus designios? Las leyes del desierto, que son anteriores a la aparición de Mahoma sobre la faz de la tierra, ordenan que seamos hospitalarios con cuantos se presenten pidiendo nuestra protección ante la puerta de nuestro hogar, sea cual sea su raza o religión. Siempre respeté esas leyes porque sin ellas la vida sería imposible en el desierto y me niego a admitir que nadie, ni siquiera Mahoma, tuviera intención de derogarlas. Me consta que él no lo hizo, puesto que al fin y al cabo también era un hombre nacido y criado en el desierto, y desde luego no creo que tú, que por lo que sé de ti, viniste al mundo en un palacio, te sientas autorizado a hacerlo.

Other books

Remember Me by Romily Bernard
The Isis Covenant by James Douglas
To the River by Olivia Laing
A Wizard's Wings by T. A. Barron
Replacement Child by Judy L. Mandel
Iggy Pop by Paul Trynka
Ruin and Rise by Sam Crescent, Jenika Snow