—¿Por qué? —preguntó, haciendo pasar aquellas dos palabras por entre sus labios sin apenas moverlos.
Ella suspiró cansinamente y se frotó la frente.
—¿No te has dado cuenta todavía de que no me quieres?
—Si eso es lo que crees, ¿por qué le pusiste fecha a la boda? —replicó él.
Ella le lanzó una fina sonrisa.
—Me estabas haciendo el amor —dijo con suavidad—. No pensaba con claridad. He sabido desde el principio que no me querías —estalló, desesperada por hacerle comprender. No podía aguantar mucho más—. Te seguí la corriente, pero es hora de ponerle fin a esto. Estas últimas semanas has cambiado. Me necesitas cada vez menos.
—¡Que me has seguido la corriente! —gritó, cerrando los puños—. ¿También me seguías la corriente cuando hacíamos el amor? ¡Y un cuerno!
Ella dio un respingo.
—No. Eso era real… y fue un error. Nunca antes me había liado con un paciente, y no volverá a ocurrir. Es demasiado… complicado.
—No te creo —dijo él con incredulidad—. Piensas salir de aquí como si nada hubiera pasado, ¿verdad? Vas a tacharme como si fuera un error y a olvidarte de mí.
No, se equivocaba. Jamás podría olvidarle. Se quedó mirando sus ojos, empañados por el dolor, y sintió que se hacía añicos por dentro. Un espantoso dolor de cabeza palpitaba en sus sienes, y cuando volvió a tenderle el colgante, le tembló la mano.
—¿Por qué discutes? —preguntó con voz ronca—. Deberías alegrarte. Te estoy dejando libre. Piensa en lo desgraciado que serías casado con alguien a quien no quieres.
Blake alargó el brazo, tomó el collar y dejó que los diminutos eslabones de oro corrieran por sus dedos como lágrimas de metal. El sol atravesaba el corazón de rubí, proyectando una sombra roja que bailaba sobre el banco blanco, junto a Dione. Blake se lo guardó con rabia en el bolsillo.
—Entonces ¿a qué esperas? —gritó—. ¡Vamos, márchate! ¿Qué quieres que haga, derrumbarme y suplicarte que te quedes?
Ella se tambaleó, pero consiguió recobrarse.
—No —musitó—. Nunca he querido que suplicaras por nada —pasó lentamente a su lado; tenías las piernas tan débiles que apenas le respondían. Debía hacer la maleta e irse a un hotel. Luego intentaría encontrar billete en un vuelo anterior, en lugar de esperar hasta la hora de salida del que tenía previsto tomar. No había imaginado que aquello le resultaría tan difícil, ni que pudiera sentirse tan vapuleada. Aquello era peor, mucho peor, que cualquier cosa que le hubiera hecho Scott. Su ex marido la había lastimado física y mentalmente, pero nunca había logrado tocar tu corazón. Dejar a Blake la mataba, pero tenía que hacerlo.
Cada vez le dolía más la cabeza; mientras daba tumbos por su habitación, intentando recoger su ropa, tuvo que agarrarse a los muebles varias veces para no caer de rodillas. Estaba aturdida, confusa, y nada parecía tener sentido para ella, excepto la necesidad avasalladora de marcharse. Debía irse antes de que el daño fuera más grave, porque no creía que pudiera vivir si pasaba algo más.
—Déjalo —le ordenó una voz baja, y una mano la agarró de la muñeca y le hizo apartar los dedos de la ropa interior que estaba metiendo descuidadamente en la maleta—. Puedes hacer la maleta más tarde, cuando te encuentres mejor. Te duele la cabeza, ¿verdad?
Ella se volvió para mirarlo y estuvo a punto de tambalearse cuando se le nubló la vista de manera alarmante.
—Sí —balbució.
—Eso me parecía. Te vi subir casi a rastras las escaleras —la enlazó por la cintura con un gesto curiosamente impersonal y la llevó a la cama que habían compartido tantas noches—. Vamos, necesitas dormir un poco. Me sorprendes. No creía que fueras tan nerviosa, pero salta a la vista que te duele la cabeza de la tensión —deslizó los dedos por su blusa, desabrochando los botones, y le quitó la prenda.
—Casi nunca me pongo mala —dijo ella en tono de disculpa—. Lo siento —dejó que le desabrochara el sujetador y se lo quitara.
No, no era cuestión de que le dejara hacer algo o no. Lo cierto era que no se sentía capaz de discutir con él acerca de quién debía quitarle la ropa, y necesitaba urgentemente dormir un rato, tal y como él había dicho.
Blake la tumbó en la cama y le desabrochó los pantalones; deslizó un brazo bajo ella y la levantó para bajárselos por las caderas. Le quitó los zapatos junto con los pantalones; luego la desembarazó en un abrir y cerrar de ojos de las finísimas bragas, la única prenda que aún llevaba puesta.
La tumbó delicadamente boca abajo, y ella suspiró cuando comenzó a masajearle los músculos tensos del cuello.
—Te estoy devolviendo el favor —murmuró Blake—. Piensa en todos los masajes que me has dado. Relájate y duérmete. Estás cansada, demasiado cansada para hacer nada. Duérmete, cariño.
Ella se quedó dormida, profundamente y sin soñar, sedada por los dedos fuertes cuyos masajes iban deshaciendo la tensión de su espalda y sus hombros. Era de noche cuando despertó. El dolor de cabeza había desaparecido. Se sentía confusa y desorientada, y parpadeó al ver la silueta que se levantaba de una silla, junto a su cama.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Blake.
—Sí —dijo, apartándose el pelo de la cara. Él encendió la lámpara y se sentó al borde de la cama. La observó con los ojos entornados, como si quisiera cerciorarse por sí mismo de su estado.
—Gracias por cuidar de mí —dijo ella, azorada—. Voy a hacer las maletas para irme a un hotel…
—Es muy tarde para ir a ninguna parte esta noche —la interrumpió Blake—. Has dormido horas. Alberta te ha dejado una bandeja, si te apetece comer. Creo que deberías intentar comer algo, o volverás a marearte. No me había dado cuenta de la tensión que estabas soportando —añadió, pensativo.
Dione tenía hambre y se sentó, tapándose con la sábana.
—Creo que podría comerme una vaca —dijo con desgana.
Él se rió suavemente.
—Espero que te conformes con algo menos —dijo. Desenredó un camisón de la maraña de ropa que había aún sobre la cama. Le quitó la sábana de entre los dedos y se lo pasó por la cabeza con la misma flema que si estuviera vistiendo a una niña. Luego buscó su bata y ella deslizó obedientemente los brazos en las mangas mientras la sujetaba.
—No tienes por qué mimarme —dijo—. Me siento mucho mejor. Después de comer, me daré una ducha y estaré perfectamente.
—Me gusta mimarte —contestó Blake—. Piensa en cuántas veces me has ayudado a vestirme, me has animado a comer, me has recogido cuando estaba tirado en el suelo.
Bajaron juntos y Blake se sentó a su lado mientras comía. Dione sentía sus ojos fijos en ella, pero la ira había desaparecido de su mirada. ¿Había sido sólo el orgullo lo que le había impulsado a arremeter contra ella? ¿Se daba cuenta por fin de que tenía razón?
Cuando volvió a subir, Blake la siguió. Ella lo miró inquisitivamente cuando entró en el dormitorio.
—Date esa ducha —dijo Blake y, agarrándola por los hombros, la hizo girarse hacia el cuarto de baño—. Te espero aquí fuera. Quiero asegurarme de que estás bien antes de irme a la cama.
—Estoy bien —protestó ella.
—Me quedo aquí —dijo él con firmeza, y aquello zanjó la discusión.
Consciente de que la estaba esperando, Dione se duchó deprisa. Cuando salió del cuarto de baño, estaba sentado en la silla que había ocupado antes, y se levantó.
—Hora de irse a la cama —sonrió y le quitó la bata le los hombros. Dione no se había atado el cinturón; sabía que tendría que quitárselo enseguida. La bata cayó al suelo. Blake se inclinó y la levantó en brazos para depositarla sobre la cama. Ella dejó escapar un gemido de sorpresa y se agarró a sus hombros.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó, levantando a mirada hacia él.
—Por esto —contestó él con calma, y la besó. Fue un beso profundamente íntimo; su boca se abrió sobre la de ella y su lengua acarició la de Dione. Sorprendida, ella le clavó las uñas en el hombro. Apartó la boca y dijo:
—Déjame.
—Te dejaré mañana —murmuró Blake—. Esta noche es mía.
Se inclinó sobre ella de nuevo, y Dione giró la cabeza. Al verse privado de la dulce flor de sus labios, Blake buscó el delicado declive en el que su cuello y su hombro se encontraban y lo mordisqueó, haciendo que exhalara de nuevo un gemido de sorpresa. Hundió la mano en el corpiño del camisón y frotó con la palma de la mano sus pechos grandes y redondos que tanto le atraían.
—Blake…, no me hagas esto —suplicó ella dolorosamente.
—¿Por qué no? Te encanta que te toque los pechos —contestó.
Dione giró la cabeza para mirarlo. Le temblaban los labios.
—Sí —reconoció—. Pero me voy mañana. Esto… sólo lo hará más difícil. He aceptado otro trabajo, y tengo que irme.
—Entiendo —murmuró Blake sin dejar de acariciarla—. Mañana te llevaré al avión, si eso es lo que quieres, pero todavía tenemos esta noche, y quiero pasarla haciendo el amor contigo. ¿No te gusta lo que nos hacemos el uno al otro? ¿No te gusta volverme loco? Sí, claro que te gusta. Tu cuerpo es como seda caliente, me vuelve loco. Una noche más, cariño. Vamos a pasar juntos esta última noche.
Aquello era precisamente lo que ella había querido evitar, hacer el amor con él sabiendo que sería la última vez. Pero el placer que le prometían sus manos y su cuerpo era un cebo embriagador. Una noche más, un recuerdo más.
—Está bien —musitó, y comenzó a desabrocharle la camisa. Su piel caliente parecía llamarla, y al pegar los labios a él sintió su vello rizado bajo la boca y el estremecimiento que le recorría. El deseo intoxicante que siempre se apoderaba de ella cuando la tocaba empezaba a embargarla de nuevo. Le desabrochó los pantalones y le ayudó a quitárselos. Blake le separó las piernas y se colocó entre ellas. Estaban tan excitados que no hicieron falta más preparativos, ni una sola caricia más para preparar a Dione.
La penetró con una lenta y suave acometida, y ella amoldó su cuerpo a su peso y movimiento y dejó que el deseo brotara como una ola y se la llevara.
Una noche más. Después, todo habría acabado.
Las cosas no mejoraban. Había creído que sería más fácil, aunque la herida no llegara a sanar nunca, pero desde el momento en que Blake la había acompañado hasta el avión en el aeropuerto de Sky Harbor, el dolor no alcanzaba nunca su cúspide para luego descender. Permanecía con ella, reconcomiéndola. Si lograba olvidarlo durante el día, mientras trabajaba con Kevin, su nuevo paciente, volvía a acometerla de noche, cuando se iba a la cama y se quedaba allí tumbada, sola.
Milwaukee estaba muy lejos de Phoenix, al otro lado del mundo, o eso le parecía. En cuestión de un par de horas había cambiado el árido desierto por una capa de casi un metro de nieve, y no lograba entrar en calor. Los Colbert eran gente amable y considerada; se desvivían por ayudarla con Kevin, y Kevin era un encanto, pero no era Blake. Los brazos infantiles que a veces la abrazaban espontáneamente no satisfacían su necesidad de unos brazos fuertes y viriles, ni los besos húmedos y adorables que Kevin y su hermana pequeña, Amy, le daban cada noche la hacían olvidar los besos que la habían hecho zozobrar en un mar de placer sexual.
Nunca había imaginado que pudiera añorar sus peleas con Blake, sus estruendosas discusiones, pero así era. Echaba de menos todo lo que tenía que ver con él, desde su mal humor de las mañanas a la sonrisa maliciosa que iluminaba su cara cuando se burlaba de ella.
Confiaba con absurda desesperación en que la última noche que habían pasado juntos diera como fruto un bebé; Blake no había tomado precauciones esa noche, y durante tres semanas pudo soñar y hacerse ilusiones. Luego descubrió que no estaba embarazada, y su mundo se volvió mucho más sombrío.
Cuando recibió por correo un abultado cheque reenviado por el doctor Norwood, tuvo que hacer un arduo esfuerzo para no ponerse a gritar del dolor al ver su firma. Deseó romperlo, pero no podía. El cheque correspondía a la cantidad que habían acordado de antemano. Pasó un dedo por la letra grande y angulosa. Todo era tal y como esperaba; en cuanto se había alejado de él, había pasado a formar parte de su pasado. Había hecho lo mejor para él, sin ser consciente de que tendría que vivir el resto de su vida al borde de la agonía.
Con adusta determinación se entregó a la tarea de reconstruir las defensas que Blake había derribado. Las necesitaba para repeler el dolor y los recuerdos, para mantener a raya las tinieblas. Algún día, pensó, al mirar el cielo gris e invernal, volvería a descubrir el placer de vivir.
Algún día el sol volvería a brillar.
Llevaba con los Colbert exactamente un mes cuando recibió una llamada telefónica. Frunció el ceño, perpleja, le dio a Kevin su libro de colorear y sus ceras para que se entretuviera hasta que volviera y salió al pasillo para contestar al teléfono.
—Es un hombre —susurró Francine Colbert, y le sonrió alegremente. Luego fue a ver qué le pasaba a Amy, que de pronto se había puesto a berrear como si le estuvieran arrancando la cabellera.
Dione se llevó el teléfono al oído.
—Diga —dijo con cautela.
—No voy a morderte —dijo una voz profunda y rica con aire divertido, y ella se dejó caer contra la pared; sus rodillas amenazaban con ceder bajo su peso.
—Blake… —susurró.
—Llevas ahí un mes —dijo—. ¿Se ha enamorado ya de ti tu paciente?
Ella cerró los ojos y procuró sofocar la mezcla de dolor y placer que amenazaba con cerrar su garganta. Oír su voz la hacía desfallecer, y no sabía si quería reír o llorar.
—Sí —dijo con esfuerzo—. Está locamente enamorado de mí.
—¿Cómo es? —gruñó él.
—Un rubio impresionante, con grandes ojos azules, no tan oscuros como los tuyos. Se pasa horas enfurruñado si no gana cuando jugamos a la escoba —dijo, y se enjugó una lágrima de la mejilla.
Blake se echó a reír.
—Parece un competidor muy duro. ¿Cómo es de alto?
—Pues no lo sé. Tan alto como un niño de cinco años cualquiera, supongo —dijo.
—Vaya, es un alivio. Supongo que puedo dejarte a solas con él un par de meses más.
A ella se le resbaló el teléfono y tuvo que agarrar el cable para que no se le cayera del todo. Se lo acercó de nuevo al oído y le oyó decir:
—¿Sigues ahí?
—Sí —contestó, y se enjugó otra lágrima.
—He estado pensando —dijo Blake despreocupadamente—. Me dijiste una y otra vez que no te quería. Me explicaste con gran detalle por qué no podía quererte. Pero lo que no me dijiste fue que tú no me quisieras, y me parece que ésa debería haber sido la razón principal para suspender la boda. ¿Y bien?