Estaba besándola, su boca recorrió toda su cara antes de posarse sobre sus labios y beber de ellos profundamente. Dione salió al encuentro de su lengua, y yacieron juntos largo rato, intercambiando besos lentos y fatigados.
—Me has hecho pedazos —murmuró él.
—He vuelto a recomponerte —dijo ella medio dormida.
—No estoy hablando de Humpty Dumpty, pajarito. Hablo de lo que me has hecho.
—¿No te ha gustado?
—Me ha encantado —una risa profunda brotó de su pecho—. Como si no lo supieras —luego se puso serio y le apartó el pelo de la cara para poder mirar sus ojos—. ¿A ti te ha gustado?
Ella sonrió y agachó la cabeza.
—Como si no lo supieras.
—¿No has tenido ningún mal momento?
—No, ninguno —dijo, y bostezó.
—Pero ¿es que te vas a quedar dormida? —preguntó con fingida indignación mientras la acariciaba con ternura—. Estás cansada, ¿no? Entonces duerme, cariño. Yo te abrazo. No te muevas. Quiero quedarme dentro de ti toda la noche.
Dione se habría sonrojado, pero estaba demasiado cansada, demasiado satisfecha, y Blake era un magnífico colchón. Se sentía floja y sin huesos tendida sobre él, protegida por él. Se durmió suavemente, sintiendo en el oído el pálpito constante de su corazón.
Los movimientos lentos y delicados de Blake la despertaron al amanecer. La habitación estaba helada, pero, entibiados por la excitación que empezaba a agitarse en su interior, ellos tenían calor. No había urgencia, necesidad alguna de apresurarse. Blake le habló y bromeó con ella, le contó chistes que la hicieron reír, y su risa aumentó de algún modo su deseo. Blake conocía su cuerpo tan bien como Dione conocía el suyo; sabía cómo tocarla hasta hacer que se retorciera de placer, sabía cómo excitarla poco a poco hasta alcanzar el éxtasis. Su confianza era algo tangible entre ellos, evidente en sus ojos claros y brillantes mientras le permitía manejarla a su antojo. Ni siquiera cuando la tumbó de espaldas y la aplastó con su peso empañó su alegría una sombra de su antiguo miedo. Él se había ganado su confianza esa noche al ofrecerle su cuerpo para que disfrutara de él. ¿Cómo iba a negarle ella el placer del suyo?
Hubo placer también para ella, un placer profundo y fulgurante que la dejó sin aliento. Era tan intenso que casi gritó su amor por Blake, pero apretó los dientes para refrenarse. Sus días con él eran dorados, pero pasajeros, y no había necesidad de cargarle con una emoción que no podía devolverle.
—Me gustaría quedarme en la cama contigo todo el día —susurró él sobre su piel satinada—. Pero Alberta subirá muy pronto si no aparecemos. Ayer estaba casi tan preocupada por ti como yo.
Ella hundió las manos entre su pelo negro y abundante.
—¿Por qué estabas preocupado? Sabías por qué estaba disgustada.
—Porque no pretendía hacerte sufrir. No quería recordarte nada que te doliera, y lo hice. Estabas tan fría y tan pálida… —besó la deliciosa curva de su pecho y sonrió al ver que su piel se estremecía.
Se ducharon juntos; luego él se tumbó en la cama y le dijo cómo tenía que vestirse. Quería que se pusiera unos pantalones cortos ceñidos y seductores que aún no había estrenado, y le brillaron los ojos al verla ponérselos. Tuvo que regresar a su cuarto para vestirse, pues había ido al dormitorio de Dione completamente desnudo, y del mismo modo salió al pasillo, moviéndose despacio pero cada vez con más confianza y agilidad. Mientras lo miraba, los ojos de Dione se llenaron de lágrimas.
—Hace un día precioso —dijo Alberta con extraña satisfacción al servir el desayuno, y era tan raro que hiciera un comentario banal que Dione la miró inquisitivamente, pero no sacó ninguna conclusión de su estoico semblante.
—Sí, precioso —dijo Blake muy serio, y le dedicó a Dione una lenta sonrisa que aceleró el fluir de su sangre.
Su sesión de gimnasia fue relajada y corta. Blake parecía más interesado en mirarla que en levantar pesas o caminar en la cinta mecánica. Estaba relajado, la satisfacción le confería un resplandor dorado. En lugar de intentar refrenarlo, Dione le regañó por esforzarse tan poco.
—Voy a tener que rebajarte la ración de comida si sigues así.
—Lo que tú digas —murmuró él con los ojos clavados en sus piernas—. Tú eres la jefa.
Ella se echó a reír y se dio por vencida. Si no iba a entrenar, podía al menos pasear. Fuera habían subido las temperaturas, de modo que salieron a dar un pase por el jardín. Blake sólo se apoyaba en su cintura. Ella notó que cojeaba menos. Ni siquiera arrastraba la pierna izquierda tanto como antes.
—He estado pensando —dijo él mientras volvían a la casa—. No tiene sentido esperar hasta principios de año para volver al trabajo. Voy a volver el lunes. Así me iré acostumbrando a la oficina y a lo que pasa antes de que Richard se vaya.
Dione se paró y lo miró fijamente, muy pálida. Él vio su expresión y la malinterpretó. Se echó a reír y la abrazó.
—No voy a hacerme daño —le aseguró—. Sólo trabajaré por las mañanas. Medio día, lo prometo. Luego volveré a casa y volveré a ponerme en tus manos. Así podrás machacarme hasta que me caiga, si quieres.
Ella se mordió el labio.
—Si puedes volver al trabajo, no hace falta que me quede —dijo con calma.
Él frunció el ceño y la apretó.
—Claro que hace falta. No pienses siquiera en dejarme, cariño, porque no voy a permitirlo. Formas parte de mí. Ya hemos pasado por esto una vez, y está decidido. Te quedas aquí.
—No hay nada decidido —respondió ella—. Tengo que trabajar para ganarme la vida…
—Trabaja si quieres, desde luego —la interrumpió él—. Pero no es necesario. Yo puedo mantenerte.
Ella retrocedió bruscamente, indignada, y el rubor tiñó su cara.
—Yo no me vendo —le espetó—. Ni soy un perrillo faldero.
Blake puso los brazos en jarras.
—Estoy de acuerdo, pero no me refería a ninguna de las dos cosas —dijo, enojado—. Estoy hablando de matrimonio, Dione. De ese rollo de «hasta que la muerte nos separe».
Ella no se habría quedado más sorprendida si Blake se hubiera vuelto verde delante de sus ojos. Lo miró con fijeza.
—No puedes hablar en serio.
—¿Por qué no? —preguntó, irritado—. Menuda respuesta para la única proposición de matrimonio que he hecho en mi vida.
Ella no pudo evitarlo; se echó a reír al sentir su enojo, a pesar de que en el fondo sabía que Blake la olvidaría muy pronto. Todavía estaba enfrascado en su relación terapeuta-paciente, aislada e intensa, y a eso se había sumado la complicación de su lío sexual. Ella sabía desde el principio que hacer el amor con él era un error, pero no había sospechado que llegaría hasta el extremo de pensar en el matrimonio.
—No puedo casarme contigo —dijo sacudiendo la cabeza para reforzar su negativa.
—¿Por qué no?
—Porque no funcionaría.
—¿Y eso por qué? Llevamos viviendo juntos casi medio año, y no puedes decir que no nos llevamos bien. Nos lo hemos pasado en grande. Nos peleamos, claro, pero en eso en parte consiste la diversión. Y no me digas que no me quieres, porque sé que no es así —concluyó con voz crispada.
Dione se quedó mirándolo con desalentado silencio. Se había esforzado porque no se enterara, pero su mirada había traspasado sus endebles defensas. Había demolido cada muro que ella había levantado. No podía quedarse. Tendría que marcharse inmediatamente, alejarse de él mientras todavía estaba a tiempo.
—No tiene sentido prolongar esto —dijo, apartándose de él—. Me iré hoy mismo.
Sabía que, una vez se desasiera de él, Blake no podría alcanzarla. Le supo mal dejar que regresara solo a la casa. ¿Y si se caía? Pero a la fuerza ahorcan, y ella tenía ya la soga al cuello. Se fue derecha a su habitación y comenzó a sacar su ropa. Fue rápida y eficiente; tenía toda la ropa sobre la cama, pulcramente apilada, cuando se dio cuenta de que la ropa que se había comprado no le cabía en las dos maletas. Tendría que dejarla allí, o comprarse otra maleta. Si se compraba otra maleta, tendría que pedirle a alguien que la llevara en coche… No, qué tonta. Podía pedir un taxi. No tenía que pedir nada.
—No vas a marcharte, Di —dijo Blake suavemente desde la puerta—. Vuelve a guardarlo todo y cálmate.
—Tengo que irme. No hay razón para que me quede —había sido una pérdida de tiempo que le dijera que se calmara. Estaba perfectamente tranquila.
Sabía lo que debía hacer.
—¿Yo no soy una razón para quedarte? Me quieres. Lo sé desde hace tiempo. Se te nota en los ojos cuando me miras, en cómo me tocas, en la voz, en todo lo que haces. Haces que me sienta como si fuera un gigante, cariño. Y, si necesitaba aún alguna prueba, me la diste anoche al dejar que te hiciera el amor. Tú no eres mujer que se entregue a un hombre sin amor. Me quieres, aunque seas demasiado terca para decírmelo.
—Ya te lo dije —contestó ella con la voz sofocada por el dolor—. Siempre me enamoro de mis pacientes. Es prácticamente necesario.
—Pero no te acuestas con todos tus pacientes, ¿no?
Él ya sabía la respuesta a esa pregunta. No necesitaba que moviera penosamente la cabeza, ni que musitara un no tranquilizador.
Se acercó a ella por detrás y le enlazó la cintura.
—No se trata sólo de ti —susurró—. Te quiero tanto que me duele. Tú me quieres, y yo te quiero. Lo más natural es que nos casemos.
—¡Pero tú no me quieres! —gritó ella, enloquecida al oír aquellas hermosas palabras.
Era injusto que se la castigara hasta aquel punto por amarlo, pero todo tenía su precio. Por atreverse a cometer una trasgresión, tenía que pagar con su corazón. Comenzó a forcejear para desasirse de sus brazos, pero Blake la apretó más fuerte, sujetándola sin hacerle daño. Al cabo de un momento de esfuerzo inútil, ella dejó caer la cabeza sobre su hombro.
—Sólo crees que me quieres —dijo con la voz cargada por las lágrimas alojadas en su garganta—. He pasado por esto antes. Un paciente llega a depender tanto de mí, se obsesiona tanto, que confunde su necesidad con amor. No durará, Blake, créeme. No me quieres de verdad. Es sólo que ahora mismo soy el único juego que hay en tu patio de recreo. Cuando vuelvas al trabajo verás a otras mujeres y volverás a verlo todo en perspectiva. Sería horrible que me casara contigo y luego descubrieras que ha sido un error.
—Soy un hombre —dijo él lentamente—. Ha habido otras mujeres a las que he deseado, otras mujeres que me han interesado, pero te aseguro que soy lo bastante inteligente como para distinguir entre lo que siento por ti y lo que sentía por ellas. Quiero estar contigo, hablar contigo, pelearme contigo, verte reír, hacerte el amor. Si eso no es amor, cariño, nadie podrá distinguir la diferencia.
—Yo la distinguiré, y tú también.
Blake suspiró con impaciencia.
—No vas a atender a razones, ¿verdad? Pues hagamos un trato. ¿Estás dispuesta?
Ella lo miró con recelo.
—Depende.
Él sonrió mientras sacudía la cabeza.
—Cualquiera diría que soy un asesino en serie por cómo me miras. Es un trato muy simple. Dices que, cuando salga más y vea a otras mujeres con las que compararte, me daré cuenta de que sólo estaba encaprichado contigo. Yo, por otro lado, digo que te quiero y que seguiré queriéndote, por más mujeres a las que vea. Para zanjar la cuestión, lo único que tienes que hacer es quedarte hasta que tenga oportunidad de hacer esa comparación. Sencillo, ¿no?
Dione se encogió de hombros.
—Veo en qué te beneficia a ti eso. Sales ganando, de todos modos. Sé que planeas seguir acostándote conmigo, y soy lo bastante honesta como para saber que, si me quedo, eso será lo que pase. Si decides que, después de todo, no era más que un capricho pasajero, tú no habrás perdido nada y habrás tenido una compañera de cama mientras te lo pensabas.
—También tú sales beneficiada —dijo él con una sonrisa.
El brillo malicioso de sus ojos lo delataba. Dione podría haberle propinado una patada, pero él parecía capaz de hacerla reír por enfadada que estuviera.
—Ya sé, ya sé —dijo mientras empezaba a reírse—. Yo también podré acostarme contigo.
—No es mal trato —dijo él con descaro.
—Tiene usted mucha labia, señor Remington —repuso Dione sin dejar de reírse, a pesar de que intentaba refrenarse.
—No es lo único que hago bien —dijo él, y alargando los brazos la apretó contra sí. Sus labios encontraron el declive de su cuello y ella se estremeció y bajó los párpados para velar su mirada—. Considéralo una terapia —dijo—. Una especie de retribución por tus conocimientos. Tú me diste una razón para vivir, y yo te enseñaré a vivir.
—Eres un engreído.
—Cierto.
—No puedo hacerlo.
Blake la zarandeó y luego la atrajo hacia sí y comenzó a poner cerco a su boca con ternura, penetrando la barrera de sus dientes y apoderándose del tesoro que yacía más allá.
—Lo harás —insistió suavemente—. Porque me quieres. Porque te necesito.
—En pasado: me necesitabas. Eso pertenece al ayer. Ahora puedes valerte por ti mismo, y lo haces muy bien.
—No me irá bien si me dejas. Juro que volveré a la silla de ruedas y no volveré a levantarme. No iré a trabajar; no comeré; no dormiré. Necesito que cuides de mí.
—El chantaje no te servirá de nada —le advirtió, intentando de nuevo no reírse.
—Entonces tendré que probar otra táctica. Por favor. Quédate conmigo. Te quiero, y tú me quieres. ¿Y si te equivocas? ¿Y si dentro de diez años sigo tan loco por ti como ahora? ¿Vas a tirar por la borda esa oportunidad sólo porque te da miedo tener fe?
El dolor que ardía en su corazón le decía que al fin Blake había dado con la verdadera razón por la que quería irse. Le daba miedo creer en el amor, porque nadie la había querido nunca. Miró a Blake intensamente, consciente de que, en su fuero interno, había alcanzado un hito personal. Podía jugar a lo seguro y huir, pero la gente que jugaba a lo seguro nunca conocía el sentimiento embriagador de ir a por todas, de arriesgar el corazón. Nunca corrían ningún riesgo, así que nunca ganaban nada. Por todo había que pagar un precio, se recordó de nuevo. Lo único que podía hacer era probar. Si salía ganando, si por obra de algún milagro conseguía la manzana de oro, su vida estaría colmada. Si perdía, ¿estaría peor que antes? Ya quería a Blake. ¿Dejarle ahora le causaría menos dolor que dejarle más adelante?
—Está bien —dijo con cierta aspereza, consciente de que estaba quemando sus barcos. Sentía las llamas tras ella—. Me quedaré contigo. Pero no me pidas que me case contigo aún. Vamos a ver cómo van las cosas. Es mucho más fácil recuperarse de un lío amoroso que se agria que de un matrimonio.