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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (14 page)

BOOK: Ámbar y Hierro
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Beleño se alejó de prisa.

-Cam se acerca -informó y añadió tristemente-: No puede estar más muerto.

Jenna y Dominique intercambiaron una mirada.

-Beleño -Rhys se inclinó para susurrar al oído del kender-, voy a reunirme con Gerard. -Iré contigo...

-No. -Rhys echó una mirada a la hechicera y al paladín-. Creo que deberías quedarte aquí.

Dominique posó la mano en la empuñadura de la espada y extrajo parcialmente el arma de la vaina. La hoja empezó a emitir una extraña luz blanca.

-Tienes razón. Todavía tengo ampollas en los dedos. -Beleño estrechó los ojos para escudriñar las ramas de los árboles-. Tendré una vista excelente de lo que pase desde ahí arriba y también puedo realizar mis hechizos, si me necesitas. Aúpame, ¿quieres?

Rhys alzó al kender hasta las ramas más bajas del castaño. Beleño se encaramó de rama en rama, y a no tardar se perdió de vista.

El monje se deslizó entre las sombras con pasos ligeros, sin hacer ruido. Atta se movía a su lado, tan sigilosa como él; las manchas blancas del pelaje tenían un tono rosáceo por la luz de la luna roja. Ni Jenna ni Dominique estaban pendientes de Rhys.

-Toma, hermano, sujeta la antorcha -le dijo Gerard cuando el monje llegó a su lado-. Y ahora, retírate.

-Creo que debería quedarme contigo -objetó Rhys.

-¡He dicho que te retires! -espetó Gerard-. Es mi amigo, así que yo me ocuparé de esto.

El monje albergaba serias dudas al respecto, pero hizo lo que le ordenaba y retrocedió hacia las sombras.

-¿Quién anda ahí? -inquirió Cam al tiempo que alzaba la antorcha-. ¿Alguacil? ¿Eres tú?

-Soy yo, Cam -contestó Gerard.

-En nombre del Abismo, ¿qué haces aquí? -demandó el joven. -Te esperaba.

—¿Por qué? Ahora no estoy de servicio y soy libre de hacer lo que me plazca -replicó Cam, irritado-. Por si te interesa, he quedado con alguien aquí, una joven dama. De modo que te deseo buenas noches, alguacil...

-Jenny no va a venir, Cam -anunció sosegadamente Gerard—. Les conté a sus padres lo tuyo.

-¿Qué les contaste? -lo desafió el joven.

-Que habías prestado juramento a Chemosh, el Señor de la Muerte.

-¿Y qué si lo hice? -demandó Cam-. Solace es una ciudad libre, o eso es lo que no deja de repetir el viejo chocho del alcalde. Puedo venerar a cualquier dios que quiera...

—Desabróchate la camisa, muchacho, hazme ese favor—pidió Gerard.

-¿La camisa? -Cam se echó a reír-. ¿Qué tiene que ver la camisa con todo esto?

-Anda, compláceme y hazlo.

-Complácete tú mismo -replicó groseramente Cam. El joven se dio media vuelta y empezó a alejarse.

Gerard alargó la mano, asió la camisa del joven y le dio un fuerte tirón.

Cam giró sobre sus talones; tenía el rostro pecoso crispado por la ira y los puños prietos. La camisa se había desgarrado y estaba totalmente abierta.

-¿Qué es eso? —inquirió Gerard, que le señaló el pecho.

Cam bajó la vista hacia la marca estampada en la parte izquierda del torso. Sonrió y después la tocó con aire reverente. Alzó la vista hacia Gerard.

-El Beso de Mina —musitó el chico.

—¡Mina! —El alguacil sufrió un sobresalto-. ¿Conoces a Mina?

-No, pero veo su rostro todo el tiempo. Es como llamamos a la marca de su amor por nosotros. El Beso de Mina.

-Cam -empezó Gerard, grave la expresión-, hijo, estás metido en un buen lío. Un lío mayor de lo que te puedas imaginar. Quiero ayudarte...

-No, no es eso lo que quieres —gruñó Cam—. Lo que quieres es pararme.

Rhys ya había oído unas palabras muy parecidas anteriormente: «Habría intentado pararme, ese viejo de ahí». Las palabras que Lleu había pronunciado mientras él contemplaba el cadáver de su maestro. Luego fue el marido de la pobre Lucy, cortado en pedacitos. A lo mejor había intentado pararla.

-Escúchame, Cam... —¡Cuidado, Gerard! -gritó Rhys.

Su advertencia llegó tarde. Cam se abalanzó sobre el alguacil dispuesto a estrangularlo.

El ataque pilló completamente por sorpresa a Gerard, que manoteó en busca de su espada, pero no tuvo tiempo de desenvainarla antes de que las manos del joven se cerraran con una fuerza demoledora alrededor de su garganta.

Clamando el nombre de Kiri-Jolith, Dominique corrió al rescate del alguacil con la espada llameante por el sagrado fervor. Rhys también corrió en auxilio de su amigo, pero el Predilecto poseía una fuerza que hacía de la presa de sus manos tan inclemente e implacable como la presa de la muerte. Gerard habría perecido con la tráquea aplastada antes de que Dominique o Rhys hubiesen llegado hasta ellos.

Un cuerpo peludo, blanco y negro, pasó a Rhys como un rayo. Atta se lanzó por el aire contra los dos hombres que se debatían. Chocó con fuerza y los derribó a los dos al suelo, con lo que consiguió que Cam aflojara la presa en el cuello de su víctima.

Gerard rodó y se puso boca arriba al tiempo que boqueaba para inhalar.

Cam luchaba con la perra, que lo atacaba enconadamente y le lanzaba dentelladas a la yugular.

-¡Monje, haz que la perra se aparte! -gritó Dominique.

-¡Atta! A mí! -gritó Rhys.

La perra estaba hecha una furia, centrada en dar muerte al zombi. La sangre del lobo que era su lejano ancestro le palpitaba en los oídos y ahogaba el sonido de la orden de su amo.

Cam aferró a Atta por la nuca y se la quitó de encima con brusquedad, le retorció el cuello y arrojó el cuerpo fláccido lejos de sí.

Rhys no podía dejar solo a Gerard, que aún boqueaba para respirar, y volvió la cabeza para mirar hacia la perra, angustiado. No la veía bien, porque estaba tendida fuera del trecho que alumbraba su antorcha, pero parecía que no se movía.

Se oyó un susurro de hojas y luego el sonido de un batacazo cuando Beleño saltó desde la rama en la que se había encaramado.

-¡Está muy malherida, Rhys, pero yo la cuidaré! -gritó el kender con la voz entrecortada.

Beleño tomó al animal en brazos y, con lágrimas rodándole por las mejillas, empezó canturrearle suavemente mientras la mecía atrás y adelante.

Rhys arrancó la mirada de Atta para dirigirla hacia el enfrentamiento entre Dominique y el Predilecto. Cam había conseguido ponerse de pie con sorprendente rapidez. Tenía la garganta desgarrada por la mitad, pero de la herida sólo salía un poco de sangre.

Esbozó un remedo de sonrisa al paladín.

—¿Qué se supone que eres? ¿El fantasma de Huma?

Dominique sacó un medallón sagrado que llevaba colgado al cuello y lo sostuvo frente a Cam.

-¡En nombre de Kiri-Jolith, te ordeno que vuelvas al Abismo del que has salido!

-No he salido del Abismo -replicó Cam-. ¡Vengo de Solace, y quítame esa cosa de la cara!

Propinó un manotazo a Dominique con suficiente fuerza para arrancarle el sagrado medallón de los dedos y lanzarlo por el aire.

Fría y sosegadamente, el paladín hundió la espada en el esternón de Cam.

El Predilecto soltó un grito estrangulado y miró con incredulidad el arma hincada en su pecho hasta la empuñadura.

Dominique sacó de un tifón el acero teñido de sangre y a Cam se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas y después se desplomó de bruces y quedó tendido en el suelo, inmóvil.

-Bendito sea Kiri-Jolith -entonó reverentemente el paladín, que empezó a envainar la espada.

Cam levantó la cabeza.

-Eh, tú, Huma. ¡Has fallado!

Dominique reculó a trompicones y, en su estupefacción, faltó poco para que dejara caer el arma. Se recobró de la sorpresa y se abalanzó contra el Predilecto mientras descargaba la espada en un tajo fulgurante que semejó un arco de fuego blanco. El corte cercenó el cuello de Cam y lo descabezó.

El cuerpo yació en el suelo, sacudido por convulsiones. La cabeza rodó un trecho y acabó boca arriba, mirando a Gerard.

Para entonces, el alguacil ya había recobrado la respiración.

-Cam, lo siento... -empezó a decir, pero entonces soltó un grito sofocado de terror.

Uno de los ojos de la cabeza cortada le hizo un guiño.

La boca se abrió y se echó a reír. El cuerpo descabezado se levantó sobre manos y rodillas y gateó hacia la testa cercenada. Gerard emitió un sonido semejante a un gorgoteo.

—¡Oh, dioses! -exclamó, ronca la voz al tener la garganta en carne viva—. ¡Matadlo, matadlo!

Dominique, que miraba de hito en hito el cuerpo que se retorcía por el suelo, enarboló de nuevo la espada para asestar otro golpe.

-¡Quitaos de en medio! -gritó Jenna-. ¡Apartaos todos!

Rhys asió a Gerard por un brazo mientras Dominique le agarraba el otro y, entre los dos, medio llevaron y medio arrastraron al alguacil hacia el interior de la floresta.

Jenna sostenía una reluciente gema naranja en una mano y la vela roja encendida en la otra. Empezó a entonar unas palabras mágicas.

Rhys contempló, hipnotizado, que la llama de la vela crecía más y más, crecía cada vez con más fuerza hasta que ardió con tanta intensidad que la luz hizo que le lloraran los ojos.

A la brillante luz vio una escena grotesca. Los brazos del cadáver alzaron la cabeza cercenada y la colocaron sobre los hombros. Testa y tronco se fundieron en uno y Cam, con el mismo aspecto de siempre salvo por llevar la camisa salpicada de sangre, echó a andar hacia ellos.

Jenna gritó y señaló al Predilecto.

Una esfera de luz saltó desde la vela y cruzó la oscuridad, llameante, hasta impactar contra el Predilecto.

Cam gritó y cerró los ojos para protegerlos del intenso resplandor. De nuevo cayó de rodillas y se quedó acuclillado, con una mano tapándose los ojos y la otra extendida como si intentara rechazar el hechizo.

Siguió en la misma postura, inmóvil, los ojos cerrados por el resplandor, hasta que Jenna soltó un gemido y cayó de hinojos, exhausta. La brillante luz se desvaneció como si un inmenso soplido la hubiese apagado dejándolos sumidos en una oscuridad tan intensa que Rhys no pudo menos que parpadear.

De la oscuridad llegó la voz de Cam.

-Creo que voy a irme ya, alguacil, a no ser que hayas traído a alguien más que quiera matarme...

8

Gerard rechazó los intentos de Rhys de sujetarlo y se puso de pie, tambaleándose.

-Puede que no sea capaz de destruirte... o acabar con lo que queda de ti -dijo el alguacil, que hablaba a duras penas-. Pero te mantendré vigilado día y noche. No harás daño a nadie más, al menos no lo harás en Solace.

-Como he dicho -contestó Cam a la par que se encogía de hombros-, de todas formas me marcho. Aquí ya no queda nada para mí. -Su mirada pasó por todos los componentes del grupo.

«Habéis sido testigos del poder de Chemosh. Llevad este mensaje a vuestros hechiceros y a vuestros sagrados paladines: se nos puede destruir, pero el precio por ello sería tan elevado que ninguno de vosotros tendría aguante para pagarlo.

Cam sonrió y agitó la mano en un alegre gesto de despedida, tras lo cual giró sobre sus talones y se marchó. No tomó la calzada de vuelta a la ciudad, sino que se encaminó hacia el este.

-¡Haz algo, paladín! -gritó Gerard, furioso-. ¡Eleva una plegaria! ¡Arrójale agua bendita! ¡Haz algo!

-He hecho todo lo que estaba en mi mano, alguacil -contestó Dominique-. Pásame la antorcha -le pidió a Rhys.

Sostuvo la antorcha en alto mientras recorría la zona donde la hierba pisoteada y ensangrentada daba testimonio de la lucha que había librado con el Predilecto. Se puso a buscar algo y por fin encontró el sagrado medallón que el muerto viviente le había arrebatado de un manotazo. Dominique lo contempló con aire pensativo y después sacudió la cabeza.

—Percibo la cólera de mi dios. Y también percibo su impotencia.

Rhys se arrodilló al lado de Jenna, que estaba de rodillas y encogida; tenía los ojos clavados con expresión de incredulidad en el lugar donde el Predilecto había estado de pie.

-¿Te encuentras bien, señora? -preguntó el monje, preocupado.

-Ese hechizo tendría que haberlo reducido a cenizas -dijo Jenna, que parecía aturdida—. Sin embargo...

Alzó la mano. Una fina cernidura de cenizas, lo que quedaba de lo que había sido una gema naranja, se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo junto a un charquito de cera roja, que era todo lo que quedaba de la vela. Un fino hilillo de humo ascendía en espiral de los restos ennegrecidos del pabilo.

-Te has quemado la palma de la mano -dijo Rhys.

-No es nada -contestó Jenna mientras se cubría apresuradamente la mano con la manga—. Ayúdame a ponerme de pie, hermano. Gracias. Estoy bien. Ve a ver a tu pobre perra.

Rhys no necesitaba que lo apremiara; se dirigió rápidamente hacia donde Beleño estaba sentado debajo del árbol y estrechaba al animal contra sí. Atta no se movía y tenía los ojos cerrados.

Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del kender.

Con el corazón en un puño por la pena, Rhys se arrodilló a su lado. Alargó la mano para acariciarla.

Atta rebulló entre los brazos de Beleño, levantó la cabeza y abrió los ojos al tiempo que movía débilmente la cola.

-¡La traje de vuelta, Rhys! -exclamó Beleño con la voz ahogada en lágrimas-. ¡No respiraba, y había sido tan valiente, había intentado con todas sus fuerzas matar a esa cosa, que no podía soportar la idea de perderla!

Tuvo que dejar de hablar un instante para contener el llanto; de hecho, el monje también estaba llorando.

-Pensé en todo eso y en que los dos habíamos compartido una chuleta de cerdo esta noche, sólo que yo realmente no quería compartirla. Se me cayó y ella es muy rápida cuando se trata de pillar chuletas de cerdo. En fin, sea como sea, todo esto lo tenía en el corazón y pronuncié ese hechizo sencillo que mis padres me enseñaron, el que usé para que te sintieras mejor esa vez que luchaste con tu hermano. Fue como si todo lo que tenía en el corazón se desbordara y se derramara sobre Atta. Soltó un resuello y después resopló. Entonces abrió la boca, bostezó y me dio un lengüetazo en la cara. Creo que debía de tener algo de grasa de la chuleta de cerdo en la barbilla.

Rhys tenía su propio corazón tan rebosante de emoción que era incapaz de hablar; lo intentó, pero no consiguió pronunciar ni una palabra.

-Cuánto me alegro de que no esté muerta -prosiguió Beleño al tiempo que estrechaba a Atta, que no dejaba de lamerle la cara—. ¿Quién iba a evitar que me metiera en líos?

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