Manfred Graf la escuchaba con una perplejidad creciente. Su rostro pasó del blanco al rojo.
—¿Acaso no sabía usted nada de esto? —continuó ella.
—No. —El hombre se sentó y bebió un trago de Perrier. Parecía afectado—. Ni he tenido cáncer ni soy impotente.
—Pero de los antecedentes de su mujer sí estará al tanto, ¿no?
—¿Antecedentes? —El arquitecto dio la impresión de que no podría soportar muchas más novedades acerca de su mujer.
—Vamos a ver: usted y su esposa se conocen de la universidad; es decir, desde hace bastante —prosiguió Pia—. Siendo así, sabrá que en 2003 fue condenada a libertad vigilada por coacción y lesiones.
—No sé de dónde ha sacado usted eso de la universidad —afirmó Manfred Graf con voz apagada—. Mareike entró a trabajar de secretaria en mi estudio hace unos cinco años.
—¿De secretaria? —Ahora era Pia la sorprendida—. Nos dijo que estudió arquitectura.
—Y es verdad. Durante tres o cuatro semestres —contó él—. Cuando la conocí, trabajaba de camarera. Se había separado y necesitaba dinero. Me enamoré de ella, y tres días después de que se divorciara nos casamos. Luego…
El sonido del teléfono de la mesa lo interrumpió. Graf miró fuera, donde una mujer gesticulaba como una loca. Respondió al teléfono con un suspiro y permaneció a la escucha unos segundos.
—Dígale que ahora llamo —repuso—. No… no…, me da lo mismo, aunque sea el mismísimo Bock.
Colgó, se quitó las gafas y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.
—¿Bock? —preguntó Pia con curiosidad—. ¿Carsten Bock?
—Sí. —El hombre volvió a ponerse las gafas. De pronto parecía viejo y abatido.
Pia lamentó haber tenido que contarle unas verdades tan terribles.
—La empresa que se dedica a la construcción de edificios y a las obras públicas de Bock es nuestro principal cliente —afirmó él. Sus ojos habían perdido todo su brillo—. Ahora mismo tenemos entre manos un gran proyecto en Kelkheim y otro en Wiesbaden para ellos. Pero después de todo lo que acabo de oír, me estoy planteando aceptar su oferta.
—¿Qué oferta?
—A Bock le gustaría tener su propio estudio de arquitectura. Yo hasta ahora siempre he estado orgulloso de ser independiente y la he rechazado, pero creo que me lo voy a pensar mejor.
—No lo haga —recomendó, impulsivamente Pia.
—¿Por qué? —Graf la miró con curiosidad—. ¿Sabe usted algo de Bock? ¿Lo conoce?
—Conocerlo sería decir demasiado —respondió la inspectora—. Lo he visto dos veces.
—Pero no le cae bien, ¿no? —Graf sonrió con tristeza. A mí tampoco. Sobre todo no me fío nada de él, pero mi mujer me anima a aceptar su oferta.
Pia intuyó por qué: resultaba muchísimo más lucrativo divorciarse de un marido podrido de dinero que de un arquitecto acomodado.
—Piénseselo muy bien. —Pia le dejó su tarjeta de visita—. Ah, una última pregunta. El viernes por la noche su mujer llegó a las manos con Esther Schmitt, y hoy las he visto sentadas juntas como si fuesen íntimas amigas. ¿Se le ocurre a usted alguna explicación?
—Puede que ahora que Pauly ha muerto las dos se vuelvan a llevar bien —contestó Graf.
—¿Se vuelvan a llevar bien? —repitió ella, sorprendida.
—Mareike y Esther fueron juntas al instituto y, en efecto, eran íntimas amigas. Hasta que pasó lo que pasó.
—¿Qué sucedió?
El comentario despertó su curiosidad.
—Esther salía con Gunter Schmitt, el mejor amigo de Pauly, los cuatro eran muy amigos. Luego Schmitt enfermó de esclerosis lateral amiotrófica. Se casó con Esther cuatro días antes de morir, cuando ya no podía moverse y estaba en la UCI. Pauly la consoló cuando Schmitt murió. Demasiado, quizá. El día siguiente al del entierro, Mareike los sorprendió en la cama. Ese fue el final de su amistad.
Pia empezaba a entender.
—El edificio en el que está el Grünzeug era del difunto marido de Esther, ¿no?
—Sí —corroboró Graf—. Esther heredó no solo la casa de la Bahnstrasse, sino también otros inmuebles en Frankfurt. —De pronto sonrió—. Mareike, con su casita, no podía competir. Pauly le ofreció quedarse a vivir con ellos, pero habría tenido que dejar el dormitorio.
—Así que no fue Mareike la que se separó de Pauly —razonó Pia.
—Ah, no —replicó Manfred Graf—. Fue justo al revés.
La casa de los Van den Berg se hallaba al final de la Freiligrathstrasse, en Bad Soden, y no se veía desde la carretera. Pia llamó y respondió una voz de mujer. Poco después se oyó un zumbido, el portón se abrió, y la inspectora entró en una amplia finca. Siguió el camino empedrado que arrancaba junto a la entrada y subía hasta la casa, un chalé con ventanas enrejadas y un imponente tejado de pizarra con buhardillas semicirculares. Delante del garaje de dos plazas había un Smart. El ama de llaves la esperaba en la puerta.
—Lukas está enfermo —informó con un acento de Europa del Este.
—No lo molestaré mucho —aseguró Pia—, pero tengo que hablar urgentemente con él.
La casa era más grande por dentro de lo que parecía por fuera. En el recibidor, con el suelo de mármol reluciente en damero, podría haberse celebrado un baile de gala, y los cuadros de las paredes sin duda eran auténticos y valían una fortuna. Pia conocía las casas de la gente adinerada de verdad de Frankfurt, y esa no le iba a la zaga. Siguió a la mujer por una escalera que conducía a una buhardilla. ¿Habría puesto en práctica Lukas sus artes de seducción con la empleada? La mujer se detuvo delante de una puerta y llamó.
—Tiene visita, Lukas —exclamó, y abrió. Se hizo a un lado y la dejó pasar.
La habitación era increíblemente espartana: un armario empotrado, una cama bajo la vertiente, un escritorio debajo del tragaluz. En una mesa había un portátil abierto, ropa tirada por el suelo, y en la pared la misma foto panorámica de gran formato que vio en la habitación de Jonas Bock, aunque algo más pequeña. Sobre la mesa había fotos colgadas en la pared. Pia centró su atención en la cama. Cuando el chico se dio la vuelta y la vio, se sobresaltó sin querer. Así era exactamente como estaba la noche anterior en su sueño, triste, con los ojos hinchados y el pelo revuelto.
—Hola —susurró—. Siento estar en la cama, pero estoy hecho polvo.
—Ya lo veo. Puede que sea mejor que te lleve al hospital.
Pia estaba seriamente preocupada. El chico no se encontraba bien, y para colmo, en esa habitación alta se acumulaba un calor asfixiante.
—No, no quiero ir al hospital. —Lukas miró al ama de llaves, que seguía en la puerta—. Puede irse, Irina —dijo. No vaya a llamar a mi padre. No pasa nada.
La mujer se volvió sin decir palabra y cerró la puerta.
—Mi padre ha contratado a esa espía rusa para que me vigile —explicó el chico, y se dejó caer de nuevo en las almohadas—. De vez en cuando se lo monta con ella y cree que no me entero. Pero probablemente sea su única diversión. Lo envidio.
—¿Dónde está tu madre? —Pia fue hasta la ventana y la abrió del todo, después llevó la silla de escritorio a la cama.
—En Boston. —El muchacho torció el gesto—. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts. De profesora invitada de Electrotecnia e Informática.
—Ya —dijo asombrada.
—Mi padre no tuvo hijos en su primer matrimonio —contó Lukas con un tonillo sarcástico—. Decidió que solo cruzaría sus valiosos genes con una inteligencia superior, como la suya. Mi madre, su segunda mujer, le pareció indicada. —Rio sin alegría—. Me sometieron al primer test de inteligencia cuando tenía trece meses, probablemente para asegurarse de que no fuera a ser una mala inversión. Si hubiera sacado un coeficiente inferior a 150, creo que me habrían dado en adopción.
La amargura de su voz le llegó al alma. Al parecer, el chico no había tenido una infancia feliz y despreocupada. Recordó lo que Sander le había contado de los Van den Berg.
—¿Qué tal te llevas con tus padres? —le preguntó.
—Me esfuerzo para estar a la altura de sus expectativas —contestó él con voz apagada—. Puede que lo consiga algún día, cuando gane el premio Nobel. Hasta entonces intento escapar a su control todo lo que puedo. Apuesto a que ahora mismo la espía está llamando a mi padre para decirle que ha venido a verme la Policía.
—¿Tiene algún motivo para desconfiar de ti?
—Mi padre no se fía de nadie por principio. —Lukas hizo una mueca—. Sufre un afán de control patológico.
Clavó la vista en el techo con aire pensativo.
—Tu padre cree que le diste dinero a Pauly —comentó Pia, que recordó la primera conversación con Sander, el día en que encontraron el cadáver de Pauly. En los ojos del chico se encendió una chispa que se extinguió en el acto.
—Eso cree, sí —confirmó—, pero no es cierto. He invertido su pasta de forma provechosa en nuestra empresa, para más señas. —Se paró a pensar un instante—. No —rectificó—, ya no es «nuestra» empresa. Jo ya no está.
Pia aprovechó para abordar el motivo de su visita:
—Hablando del tema, quería pedirte que me buscaras algo en el ordenador de Jonas. Supongo que sabrás dónde está, ¿no?
Lukas asintió, torció el gesto y se frotó los ojos.
—Echo de menos a Jo. Teníamos tantos planes, y ahora… ya no está.
—¿Es verdad que os peleasteis? ¿Por qué?
—¿Quién lo ha dicho? —inquirió, receloso, Lukas—. No será Tarek, ¿no?
—¿Por qué piensas que ha sido él?
—Porque se enteró de que Jo y yo disentíamos con respecto a un asunto. —El muchacho suspiró—. Es lo que pasa cuando se trabaja con alguien. Pero no nos peleamos.
—¿Por eso no fuiste al cumpleaños de Jonas?
Lukas titubeó una décima de segundo.
—Tenía que trabajar. No quería dejar colgada a Esther, como hicieron los otros.
Pia observó su rostro con aire reflexivo. Al parecer, entre los fundadores de la empresa no todo era armonía. Lukas se puso de lado, apoyó la cara en la mano sana y miró a la inspectora fijamente. El sol que entraba por las rendijas de la persiana dibujaba franjas luminosas en la pared de la habitación y confería un brillo dorado a los ojos del muchacho, de un verde fuera de lo común.
—Me entristece mucho lo de Ulli y Jo —confesó en voz baja—. Pero si no hubiera pasado esto, no la habría conocido a usted. Sueño con usted cada noche.
Sin apartar los ojos de ella, retiró la colcha. Solo llevaba puestos unos calzoncillos, y estaba bastante claro con qué soñaba exactamente. A Pia se le aceleró el corazón al recordar la pesadilla del día anterior, y se quedó pensando si Lukas quería confundirla o seducirla.
—Hace ya mucho que los atributos masculinos no me impresionan especialmente —aseguró con una naturalidad que no sentía—. He visto a bastantes hombres desnudos.
—¿De veras?
—Mi marido es médico forense —precisó ella—. ¿A cuántos cadáveres masculinos dirías que he visto en su mesa de autopsias? Todos estaban desnudos…
Mientras al lado, en el cuarto de baño, se oía la ducha, Pia observaba las fotos de la pared frente a la mesa. Eran principalmente instantáneas de gente joven. En varias estaban Lukas y Antonia, abrazados, de la mano, en una moto, junto con Jonas, Svenja y Tarek. Unos minutos después Lukas volvió a la habitación con el pelo mojado y una toalla en la cintura. Al parecer, temía las comparaciones con el material del Instituto Anatómico Forense.
—¿Antonia y tú salíais juntos? —quiso saber Pia, al tiempo que señalaba una de las fotos.
Lukas sacó una camiseta limpia del armario y se la puso. Después se enfundó unos calzoncillos.
—Toni y yo siempre hemos salido juntos —contestó—, pero no como usted piensa. Es mi mejor amiga. Nunca nos hemos acostado. El sexo lo estropea todo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Bodenstein a los suyos.
—Nada. —Kathrin Fachinger sacudió la cabeza de mal humor—. Ninguno tenía ni un solo arañazo. Los dos últimos que vieron con vida a Jonas Bock fueron Franjo Conradi, el hijo del carnicero, y Lars Spillner, alias Dean Corso.
Ostermann y ella se habían pasado cuatro horas interrogando a doce chicos y tres chicas de la pandilla de Jonas Bock. A todos les hicieron las mismas preguntas: «¿Cuánto tiempo estuviste en la fiesta de Jonas?» «¿Te peleaste con él?» «¿Sabes si se peleó con alguien?» «¿Lo notabas cambiado últimamente?» Todos ellos se dejaron examinar sin rechistar en busca de mordeduras y tomar muestras de ADN de la mucosa de la boca.
—La fiesta acabó a las diez y media —continuó Ostermann—. Jonas estaba borracho e insultó a sus amigos. Todos ellos habían recibido esa tarde el correo de Jonas, pero nadie se lo explica.
—¿Qué hicieron la noche que mataron a Pauly? —quiso saber Bodenstein.
—Unos estuvieron en el Grünzeug. —Kathrin hojeó las declaraciones—. Otros, con Jonas, en la heladería San Marco viendo el fútbol. El chico bebió bastante. Poco después del descanso de la primera parte llegó Svenja; quería hablar con él, pero la mandó a paseo.
—¿Sabía alguien lo del embarazo?
—No.
—¿Y alguien dijo quién era el hombre que aparece en la foto con Svenja? —preguntó Bodenstein.
—Supuestamente, nadie. —Ostermann se frotó la nuca, agotado—. Pia llamó antes. Stefan Siebenlist no tiene coartada. Cuando fue a detenerlo, le dio un ataque al corazón. Está en el hospital.
Ostermann resumió lo que le había contado Pia de Siebenlist, Mareike Graf y Esther Schmitt.
—Las dos eran íntimas, hasta que Esther le birló el marido a Mareike.
—¿Quién a quién? —preguntó, confuso, Bodenstein.
—Pia fue a ver a Manfred Graf —empezó Ostermann. Y se ha enterado de que el hombre ni tuvo cáncer ni es impotente. Pauly dejó a Mareike después de que Esther heredara de su difunto marido. Era mejor partido.
Bodenstein frunció la frente, meditabundo. ¿Se habían reconciliado Mareike Graf y Esther Schmitt tras años de enemistad para sacar provecho de la muerte de Pauly? ¿Y Siebenlist era el asesino de Pauly? Podía ser perfectamente. El hombre tenía mucho que perder.
Por fuera, la gran nave del cinturón industrial de Kelkheim parecía insignificante y en desuso. Entre las losas de hormigón visto crecían hierbajos; en el solar había toda clase de basura y listones de madera. Lukas rodeó el edificio y llevó a Pia hasta la parte trasera, donde abrió una puerta de hierro vigilada por cámaras. Entraron en una nave que estaba completamente vacía a excepción de unas estanterías llenas de polvo. Por los cristales deslustrados de las ventanas no entraba en la nave más que una luz crepuscular.