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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (30 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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—¿Ha vuelto Zacharias a casa? —preguntó Pia, que había dejado la
pick-up
en el taller y les había pedido a los criminólogos del turno de noche que examinaran el vehículo cuanto antes.

—Lo han puesto en libertad —asintió Bodenstein.

—Deberíamos solicitar la intervención de todas las conexiones y teléfonos móviles de Bock —propuso Pia. Se temerá que su suegro vaya a airear secretos.

—Buena idea —aplaudió él—. Llama al fiscal.

—¿No podría encargarse otro? —Pia sintió cierta turbación—. Si no hay nada más urgente, me gustaría acabar por hoy.

Bodenstein la miró con cara de asombro, puesto que cuando había una investigación en marcha, hasta entonces, ella nunca pidió irse a su hora.

—¿Es que ha picado el pez? —preguntó Ostermann como con indiferencia, y Pia le lanzó una mirada asesina.

La pregunta despertó en el acto la curiosidad de Bodenstein.

—No apagaré el móvil —propuso Pia—. Si aparece Svenja…

—No, no —la interrumpió Bodenstein—, tú vete y punto. En caso de que demos con la chica, hablaré yo con ella. Hoy me toca a mí.

Pia sabía perfectamente que su jefe se abalanzaría sobre Ostermann y lo acribillaría a preguntas sobre el comentario que acababa de hacer en cuanto ella saliera del despacho, pero le daba lo mismo. Tenía ganas de disfrutar de la primera tarde libre en los diez últimos días, y más aún de pasar esa tarde en compañía de Christoph Sander.

Los últimos visitantes habían abandonado el zoo hacía una hora, de manera que el amplio recinto era exclusivamente de los empleados y los animales. Sander y Pia empezaron la visita por el edificio de administración, recién terminado, que albergaba una generosa entrada en la zona inferior y los despachos de la dirección del zoológico en la superior. Por encima del zoo habían levantado un restaurante a través de cuyos ventanales panorámicos, en el plazo de unas semanas, los comensales podrían contemplar desde la mesa la nueva sabana africana y ver jirafas, cebras, impalas y ñus en semilibertad. Sander dejó atrás esa zona y llevó a Pia hasta el nuevo hogar de las jirafas. Le habló de las oportunidades y posibilidades que se abrían al zoo gracias a los nuevos recintos. Pia escuchaba con atención, admirando su entusiasmo, su orgullo indisimulado de las instalaciones. No paraba de mirarlo discretamente, y se dio cuenta de que lo comparaba sin querer con Henning, en perjuicio de este último.

Fueron por el camino que discurría por la parte inferior de la sabana africana, dejaron atrás a los suricatas amantes de la libertad y se metieron por el Sendero de los filósofos, el camino peatonal que iba de Kronberg a Königstein y atravesaba el zoo a lo largo.

—¿Siempre quiso ser zoólogo? —se interesó Pia.

—Biólogo —la corrigió él—. Sí, sí. Una tara hereditaria, la culpa la tienen mis padres, que eran…

A Pia le sonó el móvil, se disculpó y contestó. A pesar de sus temores, no eran ni Henning ni Bodenstein, sino Lukas.

—Hola, Lukas —dijo, para que Sander supiese con quién hablaba—. ¿Ya has averiguado dónde está Svenja?

—No —negó el muchacho—. He llamado a todas partes, pero nadie sabe nada. ¿Dónde está usted?

—Todavía fuera —respondió Pia con deliberada vaguedad: en primer lugar, no era de su incumbencia lo que ella hacía, y en segundo lugar, quería impedir que a Sander le diera la impresión de que tenía demasiada confianza con el chico.

—¿Me puedo pasar a verla más tarde?

—No creo que sea buena idea —repuso—. Ahora te tengo que dejar. Gracias por llamarme.

—¡Un momento! —exclamó Lukas antes de que ella colgase.

—¿Sí?

—¿He hecho algo mal? ¿Está enfadada conmigo?

—No. Es solo que ahora mismo no tengo mucho tiempo.

—Vale. Si sé algo de Svenja, la llamo.

Pia y Sander continuaron andando un rato en silencio.

—¿No es increíble lo que ha conseguido Lukas con su empresa de informática? —preguntó Pia.

—¿La empresa de informática? —Sander la miró sorprendido—. Algo me dijo de un cibercafé.

—No, es mucho más que eso —puntualizó ella—. Lukas me lo enseñó y me lo explicó todo, y es impresionante. Tienen una empresa en toda regla, con empleados, hacen páginas web y ofrecen a sus clientes un programa con el que pueden administrar y diseñar en línea ellos mismos sus páginas.

—Ah… —Sander se detuvo.

—La verdad es que me extraña que no lo sepa usted. Lukas me dijo que entendía que fuese a poner fin a la farsa de las prácticas en el zoo.

—¿Eso le dijo? —se quiso asegurar el director.

—Sí, más o menos. También me contó que ha invertido el dinero de su padre en su empresa, que no se lo dio a Pauly.

—Por lo visto, confía en usted —constató él—; me alegro. A mí solo me considera un acólito de su padre. Y eso que me alegraría de que siguiera su propio camino. Únicamente espero que ese cerebro complicado suyo no le juegue una mala pasada.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, sorprendida, Pia.

—Lukas ha tenido que encajar algunas pérdidas dolorosas a una edad temprana —aclaró Sander—. No conoce el calor de un hogar, y eso es algo que le hace falta a cualquier niño. No se trata únicamente de tener ropa, comida, educación y un techo.

Siguieron serpenteando, y pasaron luego por los recintos de los kudús y los canguros europeos. Sander se sacó el llavero y abrió el portón que los devolvía al zoológico desde el Sendero de los filósofos.

—Supongo que habla con conocimiento de causa —dijo Pia—. Toni me contó que perdió usted a su mujer.

—Hace quince años —confirmó él tras un breve silencio—. De la noche a la mañana me vi solo con tres niñas pequeñas.

—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja.

—Un derrame cerebral. Sin previo aviso. Carla estuvo dos meses en coma antes de morir. —Sander profirió un suspiro—. Ocurrió una semana antes de que nos mudáramos a Namibia. Tras su muerte desistí de esos planes y me quedé en Alemania. Aunque no ha sido fácil, creo que lo he hecho bien con las chicas. —Sonrió, un gesto fugaz que se desvaneció en el acto—. Me llevo bien con mis hijas, y no se me vino el mundo encima cuando Annika me anunció hace dos años que estaba embarazada. Puede que ese sea el motivo de que Lukas o Svenja se encuentren a gusto con nosotros.

—Svenja me da mucha pena —admitió Pia.

—Pues sí. Hay quien de verdad cree que basta con darles bastante dinero a los hijos. —La voz del director del zoo se endureció—. Como en el caso de Lukas. Conozco a ese muchacho desde que tenía nueve años, y ya entonces tenía problemas.

—¿En qué sentido?

—Tenía amigos imaginarios, se refugiaba en su propio mundo. A los once años su padre lo mandó al psiquiatra por primera vez, en lugar de ocuparse él mismo algo más de su hijo.

—¿Cree usted que Lukas está enfermo? —inquirió Pia. El malestar y las dudas volvían a acecharla.

—Siempre ha estado sometido a una gran presión, por las expectativas —contestó Sander—. Y él la compensa llevando al límite todo lo que hace: deporte, tabaco, drogas, sexo. Hace unos años sufrió una crisis nerviosa, y después dejó el instituto. Fue su manera de rebelarse contra su padre, solo quería amor y reconocimiento. A decir verdad, es un chaval muy infeliz.

—Y eso que su padre debería sentirse muy orgulloso de él —opinó Pia—. Lukas hace unas cosas increíbles con el ordenador.

—Para Van den Berg, eso no es más que una pérdida de tiempo. Ese hombre es de otra generación. Quiere que Lukas entre a trabajar en un banco, que haga la mili, que estudie. La razón de que esté en el zoo es que su padre cree que tiene que aprender lo que es la disciplina.

—A mí me parece de lo más disciplinado que alguien diseñe programas informáticos, trabaje por la mañana de cuidador en el zoo y por la tarde en un restaurante y además dirija su propia empresa. —Poco a poco empezaba a entender el comportamiento de Lukas: buscaba desesperadamente reconocimiento, un afecto verdadero, sincero, que no se redujera a su apariencia—. Su aspecto lo hace sentir desgraciado —comentó.

—Lo sé —coincidió Sander—. Hace unas semanas, sin ir más lejos, me preguntó cómo podía saber si una chica estaba interesada seriamente por él o si solo veía su fachada y el dinero de su padre. Un problema serio para una persona joven.

—¿Qué le aconsejó? —quiso saber Pia.

Sander no respondió inmediatamente. Se puso a observar los linces en su recinto, que al caer la tarde habían salido de su guarida y ahora estaban allí inmóviles, mirándolos.

—Que debería dejar de acostarse maquinalmente con todas las chicas —respondió él con naturalidad, si bien Pia se ruborizó—. He intentado explicarle que es un gran error confundir el sexo con el amor.

—El sexo lo estropea todo —murmuró Pia.

—¿Cómo dice? —preguntó Sander, que la miró sorprendido.

—Me lo dijo Lukas. Y tiene razón. —Pia notó que el corazón le latía ruidosamente y que ella tenía primero calor y luego frío. Allí estaba, completamente a solas con el hombre que la había fascinado desde el primer momento, hablando con él de temas sumamente íntimos como el que habla del tiempo.

—¿En qué? ¿En que el sexo lo estropea todo? —inquirió Sander, y la expresión de sus ojos oscuros hizo que a ella le flaquearan las piernas.

—No —contestó Pia sin rehuir su mirada—. En que el sexo no es lo mismo que el amor. Esa es una lección que me ha tocado aprender de una manera bastante dolorosa. Me afectó profundamente darme cuenta de que mi fe en el amor con mayúsculas no era más que una ilusión tonta.

—¿Por qué?

—Porque no existe. No es más que un cuento.

Christoph Sander le dirigió una mirada inquisitiva y atenta.

—Eso sería triste. —Observó de nuevo los linces—. Carla y yo nos conocíamos desde el instituto. Lo nuestro no fue un flechazo, amor a primera vista, pero estuvo bien. A lo largo de estos quince años no he conocido a ninguna mujer que me interese ni remotamente.

Cuando se dio la vuelta, de pronto, Pia se acaloró. El sol había desaparecido tras el Taunus y empezaba a anochecer. El bosque cercano desprendía un aroma embriagador a resina y a plantas silvestres. En la penumbra apenas se distinguían los rasgos de Sander.

—Pero entonces la conocí a usted, y de pronto pensé que tal vez la vida me diera una segunda oportunidad.

A Pia se le hizo un nudo en la garganta. No fue capaz de responder, la confesión la había impresionado y conmovido profundamente al mismo tiempo. No pudo por menos de recordar la tonta alusión a la pesca de Ostermann. Estaban frente a frente, mirándose a los ojos. Sander dio un paso hacia ella, y uno más. Y justo cuando ella pensó que la abrazaría, a él le sonó el móvil.

—Perdone —dijo Sander con pesar—, pero tengo que cogerlo. Por el tono es alguien de casa.

—No importa.

Pia cruzó los brazos y se volvió hacia los gatos monteses, ante los que se habían detenido. Tenía un oído puesto en lo que decía Sander: que le enviara el
sms
, que informaría a la Policía. Pia volvió la cabeza hacia él, pero permaneció a cierta distancia. Por el momento, lo que podría haber pasado entre ambos tendría que esperar.

—Toni ha recibido un mensaje de Svenja —anunció Sander con tono neutro, y Pia tardó unos segundos en concentrarse de nuevo en un caso que para ella ahora se hallaba a años luz. Sander le leyó el
sms
: «Hola, Toni, siento haberme largado por las buenas, pero ya no aguanto más. Te llamaré, estoy bien, no te preocupes. Svenja».

Pia llamó a Bodenstein.

—Tenemos que localizar su móvil ahora mismo —le dijo a su jefe—. Y hablar con sus padres.

—Yo me ocupo —aseguró él—. Envíame el mensaje. Nos vemos en casa de los padres de Svenja.

Anita Percusic era una mujer delgada con el pelo teñido de rubio, el rostro ajado y un escote lleno de arrugas que revelaba un prolongado abuso del sol. Bodenstein calculó que la madre de Svenja tendría poco más de cincuenta años.

—Probablemente se haya quedado a dormir en casa de una amiga —aventuró con la voz ronca de una fumadora empedernida cuando Bodenstein le informó de la desaparición de su hija—. A veces se le olvida decírmelo.

Fue a la cocina y se encendió un cigarrillo.

—Suponemos que su hija fue testigo ocular de un asesinato —dijo Bodenstein.

—¿Cómo? ¿Y a quién han asesinado?

—A Hans-Ulrich Pauly, el profesor del novio de su hija. —Pia se preguntó si de verdad una madre podía saber tan pocas cosas de la vida de su hija—. Svenja lo conocía bien. Pauly tenía un restaurante en Kelkheim que ella y Toni frecuentan.

—¿Tienen algo de qué acusar a Svenja? —La mujer se apoyó en la encimera de granito y parpadeó, pues el humo se le metió en los ojos.

—No. Solo queremos hablar con ella.

—Su hija está embarazada —terció Pia—. Y a Jonas, su novio, que probablemente sea el padre, lo asesinaron el lunes por la noche.

—¿Cómo? —Anita Percusic dejó el cigarro—. ¿Que Jonas ha muerto?

Bodenstein y Pia se miraron.

—Sí —afirmó él—. ¿No se lo ha dicho su hija?

—No —musitó la mujer, que dejó el cigarro encendido en el cenicero de cualquier manera y se sentó en una silla de la cocina.

La noticia de la muerte de Jonas parecía haberle afectado mucho más que el embarazo y la desaparición de su hija.

Durante un momento reinó un silencio sepulcral.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo ahora? —preguntó en un tono entre el desconcierto y el reproche—. ¿Qué esperan ustedes de mí?

—¿Dónde podría estar Svenja? —quiso saber Bodenstein—. No va a trabajar desde la semana pasada, y hace unas horas le mandó un mensaje a una amiga, pero después apagó el móvil, así que, por desgracia, no hemos podido localizarlo.

La señora Percusic hizo un gesto de desamparo.

—¿Hay algo que sepa usted de Svenja? —Pia no podía creer que la mujer mostrara esa indiferencia—. Su hija aún es menor de edad. Está faltando usted a sus obligaciones como madre.

—Escuche —la mujer levantó la cabeza—, mi marido trabaja por turnos en el aeropuerto, y yo me rompo los cuernos de la mañana a la noche para que Svenja tenga una moto, un ordenador, un reproductor MP3 y todas esas mierdas y pueda codearse con sus amigos ricos. Pero lo único que recibo de ella es ingratitud y caras largas.

—¿Podemos ver el cuarto de Svenja? —pidió Bodenstein.

Anita Percusic se levantó, fue a la habitación de su hija y encendió la luz. La cama no estaba hecha, había ropa por todas partes y olía como si no hubieran ventilado en días. Pia se sentó a la mesa de la chica y encendió el ordenador. Nada. Miró debajo de la mesa y constató que alguien había abierto la carcasa del ordenador: faltaba el disco duro. Pia llamó la atención a su jefe al respecto.

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