Amigos hasta la muerte (31 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Amigos hasta la muerte
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—¿Señora Percusic? —llamó él. La madre apareció en la puerta, con otro cigarrillo entre los dedos.

—¿Tenía Svenja un diario?

—Solo en el ordenador. Y en internet. Un… bluf, o algo así.

—Blog —corrigió Pia.

—Eso, un block.

—¿Es posible que Svenja se haya ido con algún familiar? —probó Bodenstein—. ¿Hay algún sitio en el que se sintiera especialmente a gusto, cuando iba de vacaciones o hacía alguna excursión con su clase? ¿Qué hay de su padre?

—Ni siquiera lo conoce —contestó ella—. Mi madre vive en Berlín, pero no creo que haya ido allí. En cuanto a lo otro…, eso vacaciones o excursiones… No, no sé nada.

En el cuarto de la muchacha no había álbumes de fotos ni cartas, ni papelitos, ni entradas de conciertos, ni ningún recuerdo de los que suelen conservar las chicas jóvenes. La habitación era tan impersonal que podría ser de cualquiera. Curioso.

—¿Encontraba cambiada a Svenja últimamente?

—No sé. Casi no abre la boca.

—¿Por qué?

—¿Por qué, por qué…? ¡Qué sé yo!

Pia se sacó unas fotos del bolso, entre otras una impresión de la fotografía de la página web de Svenja, en la que se la veía con un hombre. Anita Percusic miró la foto y puso cara de asco.

—¿De dónde han sacado esto? —quiso saber.

Bodenstein se lo contó, y ella miró con más atención, tragando saliva.

—Menudo cerdo —farfulló, y le devolvió a Pia la foto.

—¿Sabe quién es el hombre? —preguntó la inspectora.

—No.

Anita Percusic dio media vuelta de pronto, fue al salón y se sentó en el sofá de piel. Bodenstein y Pia fueron tras ella.

—Señora Percusic —dijo Bodenstein con voz enérgica, su hija se encuentra en un gran aprieto. Si sabe quién es el hombre de la foto, díganoslo.

—No lo sé.

La mujer metió las manos entre las rodillas y miró al vacío. Pia se fijó en unas fotografías en marcos de plata que había en el aparador. En una, Svenja reía a la cámara. La chica había cambiado mucho desde entonces. Una foto de boda le llamó especialmente la atención.

—¿Cuándo se casó usted? —inquirió.

—Hace tres años. ¿Por qué?

—Su marido es bastante joven.

—Sí, ¿y? Yo tengo treinta y ocho, no soy ninguna vieja —espetó la mujer.

—¿Cómo se lleva Svenja con su padrastro? ¿Cómo se llama su marido?

—Ivo. Se llevan bien, creo.

Bodenstein y Pia se miraron: Anita Percusic sabía mucho más de lo que quería admitir, pero ¿por qué no decía nada? ¿A quién quería proteger? ¿Qué tenía que ocultar?

Sábado 24 de junio

—La madre de Svenja ha reconocido al hombre de la foto —afirmó Bodenstein cuando salieron y cruzaron el aparcamiento—. ¿Por qué no dice quién es?

—Puede que sea el padrastro —aventuró Pia.

—A mí también se me ha pasado eso mismo por la cabeza —convino él—. No es que tenga nada contra la madre de Svenja, pero en comparación con una hija guapa de diecisiete años es un vejestorio, y ese tipo tiene a la chica todo el día delante. —Sacó la llave del coche—. ¿Vamos directamente al aeropuerto o esperamos hasta mañana por la mañana?

Pia no quería ir a casa. Todavía no había ido un electricista para que le echara un vistazo a los fusibles, y sabía que después de la turbadora experiencia con Sander, de todas formas no podría pegar ojo.

—Por mi parte, podemos ir ahora.

Un cuarto de hora más tarde pasaban a toda velocidad el nudo de autopistas en forma de trébol de Frankfurt en dirección al aeropuerto, que con sus luces era responsable de que el cielo de la región Rin-Meno nunca oscureciera del todo. A Pia le gustaba ver el aeropuerto por la noche, le resultaba tan reconfortante como las gasolineras vivamente iluminadas en las oscuras noches de invierno. Consultó el reloj: la una menos cuarto. ¿Qué estaría haciendo Sander? La había acompañado en silencio hasta su coche, y luego, la despedida fue breve y sobria.

Bodenstein aparcó el BMW hábilmente en un hueco que encontraron delante del vestíbulo de llegadas A. Una vez dentro, tuvieron que atravesar el imponente edificio del aeropuerto hasta el vestíbulo C en busca de un mostrador de información que permaneciera abierto.

—¿A qué se refirió antes Ostermann con lo de la pesca? —preguntó él como de pasada.

Aunque Pia se esperaba la pregunta hacía tiempo, la pilló desprevenida.

—A nada —repuso evasiva—. Una broma tonta.

—No te creo —afirmó Bodenstein—. Habría que ser ciego y tonto para no darse cuenta de que entre Sander y tú hay algo.

Pia notó que la sangre se le agolpaba en la cara.

—No es verdad, no hay nada. —Anotó mentalmente retorcerle el pescuezo a Ostermann en cuanto pudiera.

—Así que no va a haber otra oportunidad para Kirchhoff —comentó él mientras iban pasando por delante de puertas de embarque desiertas.

Pia no hablaba mucho con su jefe de su vida privada, y cuando lo hacía era solo de nimiedades. Se detuvo.

—Ayer sorprendí al que aún es mi marido oficial montándoselo con una fiscal en la mesa del salón. Desde entonces estoy bastante segura de que ya no necesita otra oportunidad.

Le deparó una gran satisfacción ver a su jefe atónito unos segundos. Aunque en el fondo a Bodenstein le gustaban los cotilleos, sin duda no esperaba tanta franqueza. Sin embargo, para su sorpresa, sonrió de pronto.

—Ahora lo entiendo —dijo.

—¿Qué es lo que entiendes? —preguntó Pia con recelo.

—Por qué no coges el teléfono cuando llama Kirchhoff. Y eso que llama bastante, ¿no?

—Pues sí. Bastante. —Pia también sonrió—. Desde ayer por la noche van ya unas cincuenta veces.

Tardaron más de una hora e hicieron falta alrededor de veinte llamadas de teléfono para dar con Ivo Percusic en el inmenso recinto del aeropuerto de Frankfurt, y que se presentara en el mostrador de información del vestíbulo de llegadas C. Trabajaba para una empresa de seguridad que se encargaba de la vigilancia del edificio.

Entrenado, uno ochenta y cinco, corte de pelo al estilo militar, rasgos angulosos, con el uniforme negro de seguridad, Ivo Percusic parecía un hombre con el que era mejor no meterse.

—Su hijastra ha desaparecido —informó Bodenstein. ¿Cuándo vio a Svenja por última vez?

La noticia pareció inquietarlo.

—¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó.

—Le mandó a una amiga un mensaje diciéndole que iba a «largarse» durante un tiempo.

Bodenstein le hizo a Percusic las mismas preguntas que antes le formulara a la madre de la chica, pero a diferencia de esta, él sí se había dado cuenta de que Svenja había cambiado. De un tiempo a esa parte se mostraba agresiva, solía encerrarse en su habitación y lloraba. Sin embargo, no había querido hablar con él del motivo de que estuviera así. No, Svenja y él no tenían problemas, la chica lo quería y lo respetaba, igual que él a ella.

—Svenja está embarazada. ¿Lo sabía usted?

El hombre vaciló. A su rostro, hasta entonces impertérrito, asomó una expresión de malestar por primera vez. Asintió.

—Su madre no lo sabía —contó Bodenstein—. ¿Por qué no se lo dijo usted a su mujer?

Ivo Percusic se encogió de hombros.

—Quizá porque se acostaba con su hijastra, ¿podría ser?

—No —negó él—. Eso no es verdad.

—Señor Percusic —empezó Bodenstein con voz enérgica—, Svenja ha desaparecido, probablemente después de ser testigo de un asesinato, y además su novio fue asesinado brutalmente el lunes pasado. Esta no es una conversación amistosa, ¿lo entiende?

El hombre clavó la vista en Bodenstein.

—¿Jonas ha muerto? —preguntó incrédulo—. ¿Asesinado?

—¿Conocía a Jonas? —quiso saber Pia.

—Sí, claro. —Percusic asintió, consternado.

—¿Por qué no le dijo nada a su mujer del embarazo de su hijastra? —repitió el inspector—. Supongo que habrá alguna razón de peso.

—Svenja no quería. Se lo tuve que prometer —respondió él, y apretó los puños; luchaba consigo mismo. La semana pasada llegó tarde a casa, a las cuatro de la madrugada. Estaba fuera de sí, y me contó que había tenido un accidente con la moto.

—¿El martes de la semana pasada? —puntualizó Bodenstein.

Percusic asintió.

—Lloraba a moco tendido —continuó—, y me costó lo mío tranquilizarla. Luego me dijo que estaba embarazada. Y que no sabía de quién.

—¿Quién podría ser el padre? —inquirió Pia.

—No me lo dijo. —Percusic hizo un gesto de impotencia con ambos brazos—. Me dijo que no le gustaban nada los chicos de su edad, ni siquiera Jonas, en realidad. Y después me contó que tenía algo con un hombre casado. Pensé que mentía.

Percusic hablaba buen alemán; después de diez años en Alemania, apenas tenía acento.

—¿Le confió Svenja lo que hizo Jonas? —le preguntó Pia—. ¿Lo del correo electrónico y las fotos de la página web?

Percusic asintió de nuevo.

—¿Qué le dijo exactamente?

El hombre se detuvo a pensar un momento, rascándose la cabeza casi rapada.

—Svenja estaba furiosa con Jonas porque había hecho algo —recordó—. Tenía que ver con el padre de Jo y con Pauly. Por eso se pelearon. Ella se pasó el domingo entero en la cama, llorando. A mí me dijo que se mataría si Jo averiguaba la verdad.

—¿Qué verdad? —quiso saber Pia.

—No lo sé —Percusic evitó su mirada.

Lo sabía perfectamente. ¿Por qué no decía lo que sabía? Pia le pasó la fotografía en la que Svenja se acostaba con un hombre.

—¿Reconoce al hombre de la foto? —preguntó.

Percusic la miró atentamente, y su semblante se ensombreció, pero sacudió la cabeza. Mentía, igual que había mentido su mujer dos horas antes.

—¿Dónde estuvo usted el lunes entre las 23.00 y las 00.00 horas? —quiso saber Bodenstein.

—En casa. Solo. ¡Mierda, no me creen!

—Cierto —repuso Bodenstein—. Le gusta Svenja. Cuando se enteró de lo que le había hecho Jonas, se enfureció. Quiso pedirle cuentas, pero la conversación se salió de madre y usted lo mató.

—¡No, maldita sea! Yo no lo maté.

—Sabía lo de la fiesta. Svenja se lo contó.

—Aunque fuera así, no estuve.

—Tenemos el ADN del asesino del chico. Si nos facilita una muestra de saliva y su ADN no coincide con el que tenemos, quedará usted descartado.

En el coche, de camino a Hofheim, nadie dijo nada. El móvil de Pia sonó poco antes de que llegaran a la salida de Hofheim Norte. Miró el teléfono temiéndose que volviera a ser Lukas, pero el mensaje que acababa de entrar era de Christoph Sander.

«¿Está despierta?»

Ella tecleó la respuesta:

«Sí. Trabajando. ¿Cómo es que está usted despierto?»

La respuesta no tardó ni un minuto en llegar.

«¿Esa pregunta va en serio?»

Bodenstein miró a Pia con cara de interrogación, pero ella se limitó a sonreír y tecleó la respuesta.

«No. Yo tampoco paro de darle vueltas a lo que habría pasado si…»

Clavó la vista en el teléfono después de enviar el mensaje.

«¿Cómo podríamos averiguarlo?», le escribió Sander.

A Pia empezó a brincarle el corazón.

«Quedando y siguiendo por donde nos interrumpieron…»

Llegaron a comisaría. Bodenstein fue hasta la misma entrada y se bajó del coche.

«Ahora aquello está demasiado oscuro, pero lo de quedar suena bien. ¿Dónde?»

Pia se bajó de mala gana, y Bodenstein dio la vuelta al coche y abrió la puerta para que Ivo Percusic bajara.

—Ahora mismo voy —anunció Pia, y notó que le temblaban las manos de puro nerviosismo.

«¿Qué propone?», contestó mientras Bodenstein y Percusic desaparecían en el edificio.

«¿Desayunamos?»

Pia reflexionó un instante. Eran las tres y veinte, cuando pudieran acabar con Ivo Percusic les darían las cinco.

«Suena bien. ¿En mi casa? ¿A las seis?»

Dudó durante un minuto antes de enviar el
sms
. Cuando lo hizo, se apoyó en el guardabarros del coche de su jefe y se quedó mirando el teléfono. Tenía la sensación de haberse tomado diez tazas de café y haber metido los dedos en un enchufe. La pantalla se iluminó y ella esbozó una sonrisa.

«Yo llevo el pan y usted hace el café. ¿Dónde vive?»

Eran las seis menos cuarto cuando Pia llegó a casa en un coche patrulla. Ivo Percusic se había dejado extraer sangre y una muestra de saliva sin oponer resistencia, pero estuvo muy poco comunicativo. Sin embargo, lo que sí resultaba muy interesante era que el hombre había trabajado para Carsten Bock de chófer y guardaespaldas hasta que fue despedido sin previo aviso a principios de abril. Y más interesante aún era que conoció a la madre de Svenja en casa de Bock, ya que durante muchos años fue el ama de llaves del castillo. El coche patrulla frenó delante del portón verde de Birkenhof. Pia les dio las gracias a sus compañeros y se bajó. En los altos chopos, los pájaros daban su concierto matutino y saludaban a la mañana. Abrió y luego dejó el portón abierto, ya que el timbre no funcionaba. Las dos yeguas asomaron la cabeza por la parte superior de la puerta de los boxes y relincharon alegremente, esperanzadas. Ella les echó forraje en los comederos y repartió media bala de heno antes de entrar en la casa. ¡Dentro de nada llegaría Christoph Sander! No había podido dormir en toda la noche ¡por ella! Pia temblaba de agitación cuando abrió la puerta. Al pasar echó un vistazo a los fusibles, que seguían bajados, y de pronto se quedó paralizada: la puerta del salón estaba completamente abierta. Una violenta descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo y la hizo temblar. Se llevó la mano a la pistola en un acto reflejo y comprobó que no la llevaba encima. Claro, el día anterior no había acudido armada a la cita con Sander, y después de dejar su coche para ir con Bodenstein al aeropuerto ya no había vuelto por casa. Pia oía los ruidosos latidos de su corazón mientras recorría su propia casa de puntillas, como si fuera una intrusa. No había nadie, todo parecía estar como lo había dejado. Más tranquila, cerró la puerta del salón y fue a su dormitorio. Una vez allí, abrió el armario y buscó el arma, que el día anterior había dejado, como de costumbre, en el cajón de la ropa interior. Las piernas le flaquearon de alivio cuando sus dedos tocaron el cañón de la Sig Sauer P6.

—Gracias a Dios —dijo, y se apoyó en el armario.

Pero entonces su mirada se posó en la mesita de noche y se estremeció. Se quedó donde estaba, rígida, y notó un escalofrío helado en la nuca de auténtico pánico. En la mesa había un jarrón con un ramo de rosas de un rojo vivo. Y desde luego, no las había puesto ella.

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