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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (27 page)

BOOK: Amo del espacio
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La electricidad. Abrió los ojos y alzó la vista hacia la lámpara que colgaba del techo, y supo, de alguna manera, que era una luz eléctrica, y se dio cuenta de que tenía una noción general de lo que era la electricidad.

El italiano Galvani... sí, había leído algo respecto a los experimentos de Galvani, pero éstos no habían desembocado en nada tan práctico como aquella luz. Y, mientras contemplaba aquella luz amortiguada por la pantalla, vio energía hidráulica accionando dinamos, muchos kilómetros de cables, motores accionando generadores... Contuvo la respiración ante el concepto que le proporcionaba su propia mente, o parte de su propia mente.

Los confusos e inseguros experimentos de Galvani, con sus débiles corrientes y ranas que pataleaban, apenas habían presagiado el obvio misterio de aquella luz que brillaba en el techo; y esto era precisamente lo más extraño; una parte de su mente lo encontraba misterioso y la otra parte lo consideraba normal y comprendía su funcionamiento de un modo general.

La luz eléctrica fue inventada por Thomas Alva Edison alrededor de... ¡Ridículo!, había estado a punto de decir alrededor de 1900, y sólo era el año 1796.

Entonces fue cuando se dio cuenta de lo más horrible de todo e intentó —con grandes dolores y en vano— incorporarse en la cama. Si su memoria no le engañaba, fue en 1900, y Edison falleció en 1931... Y un hombre llamado Napoleón Bonaparte murió ciento diez años antes de esa fecha, en 1821.

Entonces estuvo a punto de volverse loco.

Y, loco o cuerdo, únicamente el hecho de no poder hablar le salvó del manicomio; le dio tiempo para reflexionar, tiempo para comprender que su única oportunidad residía en fingir amnesia, en fingir que no recordaba nada de su vida anterior al accidente. No te recluyen en un manicomio por sufrir de amnesia. Te dicen quién eres, te dejan reanudar lo que dicen que era tu vida anterior. Te dejan atar cabos, mientras intentas recordar.

Era lo que había hecho hacía tres años. Ahora, al día siguiente, iría a un psiquiatra y le diría que el era... ¡Napoleón!

3

Los rayos del sol eran más oblicuos a cada minuto que transcurría. En el cielo, un avión alteró la quietud reinante con sus zumbidos; alzó la vista y se echó a reír silenciosamente, en su interior, con una risa que no tenía nada que ver con la locura. Una risa verdadera, porque surgía de la concepción de Napoleón Bonaparte viajando en un avión como aquél y de la abrumadora incongruencia de esa idea.

Entonces pensó que no recordaba haber viajado nunca en avión. Quizá George Vine lo hubiese hecho; en algún momento de sus veintisiete años de vida, tenía que haberlo hecho. Pero ¿acaso eso significaba que él hubiera viajado en uno? Esta era una pregunta que formaba parte de la gran pregunta.

Se levantó y empezó a andar nuevamente. Eran casi las cinco; Charlie Doerr no tardaría en abandonar la sede del periódico e ir a su casa para cenar. Lo mejor sería telefonear a Charlie y asegurarse de que estaría en su casa aquella noche.

Se dirigió al bar más cercano y telefoneó; Charlie Doerr no tardó más de un minuto en ponerse al aparato. Dijo:

—Soy George; ¿estarás en casa esta noche?

—Desde luego, George. Iba a una partida de cartas, pero la he cancelado al saber que irías a verme.

—¿Al saber que...? Oh, ¿te lo ha dicho Candler?

—Sí. Oye, no sabía que me telefonearías porque entonces habría llamado a Marge, pero ¿qué te parece si salimos a cenar? Ella no tendrá ningún inconveniente; puedo llamarla ahora, si tu puedes.

—No, gracias, Charlie. Tengo un compromiso para cenar. Y, escucha, sobre la partida de cartas, puedes ir. Yo pasaré por tu casa hacia las siete y no es necesario que hablemos toda la noche; una hora será suficiente. De todos modos, tú no saldrías antes de las ocho.

—No te preocupes —dijo Charlie—; no tengo ningún empeño en salir, y tú hace mucho tiempo que no sales. Así que nos veremos a las siete, ¿de acuerdo?

Desde la cabina telefónica, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Se preguntó por qué había declinado la invitación a cenar; probablemente porque, de un modo subconsciente, deseara estar solo un par de horas más antes de hablar con nadie, incluso con Charlie y Marge.

Bebió la cerveza a pequeños sorbos, porque quería hacerla durar; aquella noche tenía que estar sereno, muy sereno. Aún tenía tiempo para cambiar de opinión; se había dejado una puerta abierta, aunque pequeña. Aún podía hablar con Candler a la mañana siguiente y decirle que había resuelto no hacerlo.

Por encima del borde del vaso, se contempló en el espejo que había detrás de la barra. Bajo, rubio, con pecas en la nariz, corpulento. Lo de bajo y corpulento encajaba a la perfección, pero el resto... Ni el parecido más remoto.

Bebió lentamente otra cerveza, y así dieron las cinco y media.

Salió y reanudó su paseo, esta vez hacia la ventana del tercer piso por la que estaba mirando cuando Candler le hizo llamar. Se preguntó si alguna vez volvería a sentarse junto a esa ventana para contemplar la tarde bañada por el sol.

Quizá sí. Quizá no.

Pensó en Clare. ¿Deseaba verla aquella noche?

Pues no, sinceramente, no. Pero si desaparecía durante una o dos semanas sin despedirse de ella, ya podía darla por perdida.

No tenía opción.

Se detuvo en un drugstore y telefoneó a su casa.

—Clare, soy George —dijo—. Escucha, mañana tengo que irme de viaje por un asunto del periódico; no sé cuánto tiempo estaré fuera. Se trata de una de esas cosas que tanto pueden durar días como semanas. ¿Podemos vernos a última hora, para despedirnos?

—Claro que sí, George. ¿A qué hora?

—Podría ser después de las nueve, aunque no mucho. ¿Te parece bien? Primero tengo que ver a Charlie, por negocios; quizá no pueda escaparme antes de las nueve.

—Desde luego, George. Cuando tú quieras.

Se detuvo frente a un puesto de hamburguesas, pese a no tener apetito, y consiguió tomar un bocadillo y un pedazo de tarta. Así dieron las seis menos cuarto y, si iba andando hasta casa de Charlie, llegaría a la hora fijada. Así que fue andando.

El propio Charlie le abrió la puerta. Llevándose un dedo a los labios, hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cocina, donde Marge estaba lavando los platos. Susurró:

—No le he dicho nada a Marge, George. Se preocuparía.

Habría querido preguntar a Charlie por qué iba a preocuparse, pero no lo hizo. Quizá tuviera miedo de la respuesta. Significaría que Marge ya se preocupaba por él, y esto era mala señal. Él creía haber desempeñado muy bien su papel a lo largo de los tres últimos años.

De todos modos, no pudo preguntar nada, pues Charlie le condujo en seguida al salón y la cocina estaba al lado. Mientras tanto, Charlie le dijo:

—Me alegro de que hayas decidido venir a jugar una partida de ajedrez, George. Marge tiene que salir esta noche; quiere ver no sé qué película. Yo iba a esa partida de cartas por una cuestión de legítima defensa, pero no me apetecía nada.

Sacó el tablero y las piezas de un armario y lo colocó sobre la mesita auxiliar.

Marge entró con una bandeja en la que había dos grandes vasos llenos de cerveza y la dejó al lado del tablero. Dijo:

—Hola, George. Me he enterado de que te vas un par de semanas.

El asintió.

—Lo malo es que no sé dónde. Candler, el director, me ha preguntado si podía encargarme de una asunto fuera de la ciudad, y yo le he sido que sí pero no hablaremos hasta mañana.

Charlie tenía las dos manos extendidas, con un peón en cada una de ellas, y cuando toco la mano izquierda de Charlie, palideció. Movió un peón hacia el rey y, cuando Charlie hizo lo mismo, adelantó el peón de la reina.

Marge se retocaba el sombrero frente al espejo. Dijo:

—Bueno, George, si ya te has ido cuando vuelva, hasta pronto y buena suerte.

—Gracias, Marge. Adiós.

Hizo unos cuantos movimientos antes de que Marge se acercara, dispuesta para irse, besara a Charlie, y después le besara a él en la frente. Dijo:

—Cuídate mucho, George.

Su mirada se cruzó con la de los azules ojos de Marge y pensó: «Está preocupada por mí». Eso le asustó un poco.

En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ella, dijo:

—No es necesario que acabemos la partida, Charlie. Vayamos al grano, porque he quedado con Clare a las nueve. No sé cuánto tiempo estaré fuera, así que no puedo irme sin despedirme de ella.

Charlie alzó la vista hacia él.

—¿Acaso lo de Clare es serio, George?

—No lo sé.

Charlie cogió su cerveza y tomó un sorbo. De repente adoptó una voz brusca y práctica. Dijo:

—De acuerdo, vayamos al grano. Mañana por la mañana tenemos hora a las nueve para ver a un tipo llamado Irving, el doctor W.E. Irving, del Edificio Appleton. Es psiquiatra; el doctor Randolph nos lo ha recomendado.

»Le he telefoneado esta tarde después de hablar con Candler; Candler ya había telefoneado a Randolph. Le di mi verdadero nombre. Mi historia ha sido ésta: tengo un primo que últimamente se comporta de una forma muy extraña y con el cual deseo que tenga un cambio de impresiones. No le he dado el nombre de mi primo. Tampoco le he dicho en qué sentido te comportabas de un modo extraño; he esquivado la pregunta y le dicho que prefería que juzgara por sí mismo y sin ninguna clase de prejuicios. Le he explicado que te había convencido para visitar a un psiquiatra y que el único que yo conocía era Randolph; que había telefoneado a Randolph, que éste me había dicho que ya no ejercía privadamente y me había recomendado a Irving. Le he dicho que era tu pariente más próximo.

»Eso deja vía libre a Randolph para ser el segundo médico del certificado. Si logras convencer a Irving de que estás realmente loco y él quiere firmar tu reclusión, puedo insistir en que te vea Randolph, a quien quería desde el principio. Y, esta vez, como es natural, Randolph accederá.

—¿No has dicho absolutamente nada respecto a la clase de locura que sospechas que tengo?

Charlie meneó la cabeza. Repuso:

—Así que, de todos modos, ninguno de los dos iremos al Blade mañana por la mañana. Me iré de casa a la hora de siempre para que Marge no haga preguntas, y nos encontraremos en el centro —digamos, en el vestíbulo del Christina— a las once menos cuarto. Si logras convencer a Irving de que has de ser recluido —si es que ésa el la palabra correcta—, llamaremos inmediatamente a Randolph y mañana estará todo arreglado.

—¿Y si cambio de opinión?

—Telefonearé para decir que no vamos. Eso es todo. Oye, ¿verdad que no hay nada más que hablar? Terminemos esa partida de ajedrez; no son más que las siete y veinte.

Él meneó la cabeza.

—Prefiero seguir hablando, Charlie. Te has olvidado de una cosa; pasado mañana. ¿Con qué frecuencia irás a verme para recoger los boletines de Candler?

—Oh, es verdad, lo había olvidado. Todos los días de visita... tres veces por semana: lunes, miércoles, y viernes por la tarde. Mañana es viernes, de modo que si consigues entrar, el lunes será el primer día que pueda visitarte.

—De acuerdo. Dime. Charlie, ¿te ha insinuado algo Candler respecto a la historia por la que debo entrar ahí?

Charlie Doerr meneó lentamente la cabeza.

—Ni una palabra. ¿De qué se trata? ¿Acaso es demasiado secreta para que hables de ella?

Miró fijamente a Charlie, sumido en un mar de dudas. Y de pronto comprendió que no podía decirle la verdad: que él tampoco sabía nada. Pasaría por un tonto. No pareció una tontería cuando Candler le dio la razón —una razón, de todos modos— para no decírselo, pero ahora sí que lo parecería.

Repuso:

—Si él no te ha explicado nada, me imagino que yo tampoco debo hacerlo, Charlie. —Y como esto no le pareció demasiado convincente, añadió—: Se lo he prometido a Candler.

Habían vaciado los dos vasos de cerveza y Charlie se los llevó a la cocina para llenarlos de nuevo.

Él siguió a Charlie, pues prefería la informalidad de la cocina. Se sentó a horcajadas en una silla de la cocina, acodándose en el respaldo, y Charlie se apoyó en el frigorífico.

Charlie dijo:

—¡Prosit!

Ambos bebieron, y después Charlie preguntó:

—¿Ya has pensado la historia que le contarás al doctor Irving?

El asintió.

—¿Te ha contado Candler lo que debo decirle?

—¿Que eres Napoleón? —contestó Charlie, reprimiendo una carcajada.

¿Por qué le dio la impresión de que su hilaridad era fingida? Miró a Charlie, y comprendió que lo que pensaba resultaba completamente increíble. Charlie era una persona franca y sincera. Charlie y Marge eran sus mejores amigos; habían sido amigos suyos durante tres años. Según Charlie, mucho tiempo más, muchísimo más. Pero de lo ocurrido antes de esos tres años... él no podía dar fe.

Se aclaró la garganta para darse ánimos. Tenía que preguntar, tenía que asegurarse.

—Charlie, voy a preguntarte algo que quizá te extrañe. ¿Estáis actuando honestamente?

—¿Qué?

—Ya sé que es una pregunta extraña. Pero... mira, tú y Candler no creéis que estoy loco, ¿verdad? No habréis ideado todo esto entre los dos para recluirme —o, por lo menos, examinarme— sin que yo sepa lo que ocurre, hasta que sea demasiado tarde ¿verdad?

Charlie le miró fijamente. Dijo:

—Vamos, George, no me creerás capaz de hacerte una cosa así, ¿verdad?

—No, claro que no. Pero... quizá pensaras que era por mi propio bien, y eso podría haberte decidido. Escucha, Charlie, si estoy en lo cierto, si realmente piensas eso, déjame decirte que no es justo. Mañana iré a un psiquiatra para mentirle, para tratar de convencerle de que tengo alucinaciones. No para ser sincero con él. Y eso sería una gran injusticia. Lo comprendes, ¿verdad, Charlie?

Charlie palideció ligeramente. Repuso:

—Te juro, George, que no es nada de eso. Todo lo que yo sé es lo que Candler y tú me habéis dicho.

—¿Crees que estoy cuerdo, absolutamente cuerdo?

Charlie se humedeció los labios. Dijo:

—¿Quieres saber la verdad?

—Sí.

—Nunca lo he dudado, hasta este momento. A menos que... bueno, la amnesia es una forma de aberración mental, y tú no has podido superarla pero esto no es lo que tú querías decir, ¿verdad?

—No.

—En este caso, hasta ahora mismo... George, eso tiene todo el aspecto de una manía persecutoria, si es que realmente pensabas lo que me has preguntado. Una conspiración para... ¿Es que no te das cuenta de lo ridículo que es? ¿Qué razón podríamos tener Candler y yo para mentirte y querer recluirte?

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