Este libro nos ofrece un recopilatorio de doce relatos cortos que nada tienen que ver entre sí. A pesar del título en castellano, Poirot es el protagonista de las cuatro primeras historia, mientras que las demás se reparten entre los propios protagonistas, una de las cuales incluye a la famosísima Mss Marple. Asesinatos, desapariciones e historias inexplicables en las que lo sobrenatural tiene b-astante que decir.
Agatha Christie
Poirot infringe la ley
ePUB v1.1
Ormi10.01.11
Título original:
The Hound Of Death
Traducción: M. Lourdes Pol de Ramírez
Agatha Christie, 1933
Edición 1985 - Editorial Molino - 222 páginas
ISBN: 84-272-0280-6
Había observado que desde hacía una temporada, Hercule Poirot se mostraba descontento e intranquilo. Llevábamos algún tiempo sin resolver casos de importancia, de esos en los que mi pequeño amigo ejercitaba su agudo ingenio y sus notables facultades deductivas. Aquella mañana de Julio, dobló el periódico que leía y exclamó:
—¡Bah! —una exclamación muy suya que sonaba exactamente como el estornudo de un gato—. Los criminales de toda Inglaterra me temen, Hastings. Si el gato está presente, los ratones no se interesan por el queso.
—Imagino que la mayor parte de ellos ni siquiera conocen su existencia —contesté riéndome.
Al mirarme, sus ojos mostraban reproche. El cree que el mundo entero piensa y habla de Hercule Poirot. Ciertamente, goza de gran popularidad en Londres, si bien eso no justifica que su simple nombre sea suficiente para sembrar el pánico entre el hampa criminal.
—¿Qué opina del reciente robo de joyas en pleno día en la calle Bond? —le pregunté.
—Un trabajo muy limpio —convino—, estoy de acuerdo, pero no es de mi gusto.
Pas de finesse, seulement de l’audace!
. Un hombre provisto de un bastón rompe el cristal del escaparate de una joyería y coge unas cuantas piedras preciosas. Unos viandantes logran detenerlo en flagrante delito y, acto seguido, aparece un agente de la autoridad. En la comisaría, se comprueba que las piedras son falsas. ¿Qué ha sucedido? Nada de particular simplemente, que el ladrón ha cambiado las auténticas, entregándoselas a un cómplice mezclado entre los honrados ciudadanos que lo detuvieron. Irá a la cárcel, cierto, pero cuando salga le espera una pequeña fortuna. No, no está mal planeado, si bien yo lo hubiera hecho mejor. A veces, Hastings, me fastidian mis escrúpulos. Pienso que debe ser agradable enfrentarse a la ley, aunque sólo sea en una aventura, por diversión.
—Alégrese, Poirot. Usted sabe que es único en su especialidad.
—¿Sí? Bien. ¿Ha sucedido algo apropiado para mi especialidad?
Cogí el periódico.
—Un inglés misteriosamente asesinado en Holanda —leí en voz alta.
—Siempre dicen eso. Más tarde descubren que se comió el pescado en malas condiciones y que su muerte fue perfectamente lógica.
—Compruebo que hoy tiene espíritu de contradicción.
—
Tiens!
—exclamó Poirot, que se había acercado a la ventana—. En la calle veo lo que en lenguaje novelístico llaman «una dama tupidamente envelada». Sube la escalinata, toca el timbre... viene a consultarnos. Intuyo algo interesante. Una mujer joven y bonita como esa no oculta su rostro con un velo, excepto si el asunto es de gran importancia.
Un minuto más tarde, la joven se hallaba ante nosotros. Tal como Poirot había dicho, sus facciones aparecían protegidas por un impenetrable velo de encaje español. Al descubrirse, comprobé lo acertada que había sido la intuición de mi amigo, pues se trataba de una señorita extraordinariamente guapa, de pelo rubio y grandes ojos azules. La calidad de su sencillo atuendo me dijo en seguida que pertenecía a una elevada clase social.
—Monsieur Poirot —dijo ella con voz suave y musical—, me encuentro en un gran apuro. Y si bien temo que no pueda ayudarme, he oído de usted tantas maravillas que, como última esperanza, vengo a suplicarle un imposible.
—Un imposible me seduce siempre —contestó él—. Continúe, se lo ruego, mademoiselle.
Nuestra rubia visitante vaciló un momento.
—Ante todo, séame sincera —añadió Poirot—. No deje a oscuras ningún punto.
—Confiaré en usted —se decidió la joven—. ¿Ha oído hablar de lady Millicent Castle Vaugchan?
Levanté la vista con vivo interés. El compromiso matrimonial de lady Millicent con el joven duque de Southshire había sido publicado en la prensa unos días antes. No ignoraba que era la quinta hija de un arruinado par irlandés, mientras que el duque de Southshire estaba considerado como uno de los mejores partidos de Inglaterra.
—Soy lady Millicent —continuó—. Posiblemente habrá leído acerca de mi compromiso matrimonial. Debería ser una de las mujeres más felices de la tierra, pero... ¡oh, monsieur Poirot!, estoy muy preocupada. Existe un hombre, un hombre terrible, Lavington, y... no sé cómo explicarlo. Cuando apenas contaba dieciséis años, escribí una carta y él... él...
—¿Una carta escrita a Mr. Lavington?
No, a él no! A un joven soldado de quien me había enamorado, pero que murió en la guerra.
—Comprendo —dijo Poirot, amable.
—Es una carta estúpida, una carta indiscreta, pero... de veras, monsieur Poirot, nada más que eso. Sin embargo, encierra frases que... que podrían ser interpretadas erróneamente.
—Y esta carta se halla en poder de Mr. Lavington, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Sí, y a menos que le pague una fabulosa cantidad de dinero, una suma imposible para mí, se la enviará al duque.
—¡Cerdo indecente! —exclamé—. Le ruego me excuse, lady Millicent.
—¿No sería preferible poner en antecedentes de ello a su futuro marido?
—No me atrevo, monsieur Poirot. El duque es un hombre muy celoso, suspicaz y propenso a pensar lo peor. Esto podría arruinar nuestro compromiso.
—Tranquilícese, milady. Veamos, ¿qué puedo hacer por usted?
—Quizás sea más factible su ayuda si le pido a Mr. Lavington que le visite a usted. Puedo decirle que le he concedido poderes para tratar este asunto. Así tal vez logre reducir sus exigencias.
—¿Cuánto pide?
—Veinte mil libras.., que no tengo. Incluso dudo de que me sea fácil reunir mil.
—¿Y si pidiera prestado el dinero con la excusa de su próxima boda? ¡No, me repugna la sola idea del chantaje! El ingenio de Hercule Poirot derrotará a su enemigo. Mándeme a ese Lavington. ¿Considera probable que lleve encima la carta?
La joven sacudió la cabeza.
—No lo creo. Es muy desconfiado.
—¿Supongo que no hay duda alguna en cuanto a que realmente posee la carta? —preguntó el detective.
—Me la enseñó cuando estuve en su casa.
—¿Fue usted a su domicilio? ¡Gran imprudencia, milady!
—¡Estaba tan desesperada! Confié en que mis súplicas lo ablandarían.
—Oh, Li, Li! Los hombres de esa calaña son inconmovibles ante las súplicas —dijo Poirot—. Con ello sólo le ha demostrado cuánta importancia concede usted al documento. ¿Dónde vive tan agradable caballero?
—En Buona Vista, Wimbledon. Fui allí después del anochecer. —Poirot emitió un leve gemido—. Le amenacé con denunciarlo a la policía y se rió de mí. «¿De veras, mi querida lady Miliicent? Hágalo si lo desea», fue la respuesta.
—Desde luego, no es un asunto que deba llevarse a la policía —murmuró Poirot pensativo.
Y ella continuó:
—«Espero que sea usted más sensata —añadió Lavington—. Mire, en esta pequeña caja china de madera guardo su carta.» La abrió y, al desplegar las hojas ante mí, quise cogerlas, pero él fue más rápido. Después de sonreírme cínicamente, las dobló y las puso de nuevo en la cajita de madera. «Aquí está completamente segura, no tema —me dijo—. Guardo la caja en un lugar secretísimo, jamás la encontraría.» Mis ojos se volvieron a la pequeña caja de caudales adosada a la pared y él sacudió la cabeza y rió: «Sé de un escondite mejor que éste.» ¡Oh, qué odioso! ¿Cree usted que podrá ayudarme?
—Tenga fe en papá Poirot. Hallaré el modo.
Semejante seguridad estaba muy bien, pensé mientras Poirot acompañaba galantemente a la dama hasta la escalera. Sin embargo, comprendí que nos había tocado en suerte un hueso duro de roer. Así se lo dije cuando regresó y él asintió con gesto preocupado.
—Sí, no veo una solución plausible. El tal Lavington tiene la sartén por el mango. De momento, no se me ocurre cómo vamos a entramparlo.
Mr. Lavington nos visitó aquella noche. Lady Millicent no había exagerado al describirlo como un hombre odioso. Sentí un cosquilleo en los dedos de los pies, de tantas ganas como tuve de darle una patada en su parte más carnosa y echarlo escaleras abajo. Sus fanfarronerías y modales eran insoportables, como también sus risas burlonas ante las sugerencias de Poirot. En todo momento se mostró dueño de la situación, mientras Poirot parecía desarrollar la más desafortunada de sus actuaciones.
—Bien, caballeros —dijo Lavington mientras cogía su sombrero—. No puede decirse que hayamos llegado a un acuerdo. Ahora bien, tratándose de lady Millicent, una señorita encantadora, dejaremos la cosa en dieciocho mil libras. Hoy mismo me traslado a París... cuestión de pequeños negocios. Regresaré el martes. Si el dinero no me es entregado el martes por la noche, la carta llegará a manos del duque. No me digan que lady Millicent no puede conseguir esa suma. Cualquiera de sus amistades masculinas estaría más que dispuesta a favorecer a semejante belleza con un préstamo... silo enfoca del modo adecuado.
Indignado, avancé un paso, pero Lavington se había precipitado fuera de la habitación al mismo tiempo que terminaba la frase.
—Tiene que hacer algo, Poirot. Parece que lo toma con poco nervio —grité.
—Posee un excelente corazón, amigo mío, si bien sus células grises se hallan en un deplorable estado. No experimento ningún deseo de impre-sionar a Mr. Lavington con mi ingenio. Cuanto más pusilánime me crea, mejor.
—¿Por qué?
—Resulta curioso —dijo Poirot haciendo memoria— que expresara deseos de trabajar contra la ley, precisamente momentos antes de que lady Millicent viniera.
—¿Piensa registrar la casa de Lavington mientras se halla ausente? —pregunté con el aliento contenido.
—A veces, Hastings, su proceso mental es sorprendentemente rápido.
—¿Y si se lleva la carta?
Poirot sacudió la cabeza.
—Es muy improbable. Todo hace pensar que posee un escondrijo en su hogar considerado por él como inexpugnable.
—¿Cuándo...? Bueno... ¿cuándo consumaremos el allanamiento de morada?
—Mañana por la noche. Saldremos de aquí hacia las once.
Y a esa hora yo estaba dispuesto a partir, vestido con un traje y un sombrero oscuros.
Poirot me observó un instante y se sonrió.
—Su atuendo es el apropiado para este caso
—me dijo—. En marcha, tomaremos el metro hasta Wimbledon.
—¿No nos llevamos las herramientas adecuadas para forzar la puerta?
—~Mi querido Hastings! Hercule Poirot no emplea semejantes métodos.
Era medianoche cuando penetramos en un reducido jardín suburbano de Buona Vista. La casa se hallaba oscura y silenciosa.
Poirot se encaminó directamente hacia una ventana de la parte trasera de la casa. La levantó sin hacer ruido y me invitó a entrar por ella.