Fue a William P. Ryan, periodista norteamericano, a quien por vez primera oí hablar de este asunto. Comíamos juntos en un restaurante de Londres la víspera de su regreso a Nueva York, cuando se me ocurrió decirle que al día siguiente me iría a Folbridge.
William alzó la cabeza y preguntó casi bruscamente:
—¿Folbridge, de Cornwall?
Sólo una persona entre mil sabe que hay un Folbridge en Cornwall. Siempre se supone que se trata del Folbridge de Hampshire. El conocimiento de Ryan despertó mi curiosidad.
—Sí —repuse—. ¿Lo conoce?
Pero me dijo que estaba a cero. Luego me preguntó si por casualidad conocía allí una casa llamada Trearne.
Mi interés se incrementó.
—Desde luego. Precisamente voy a Trearne. Es el hogar de mi hermana.
—¡Caramba! —exclamó William—. ¡Vaya racimo de coincidencias!
Le sugerí que se dejase de ambigüedades y fuera más explícito.
—Está bien —repuso—. Para eso tendré que remontarme a una experiencia que viví en la guerra.
Suspiré. Los hechos de mi relato sucedieron en 1921, cuando los episodios de la guerra empezaban a ser olvidados y nadie deseaba que se los recordasen. Por otra parte, no ignoraba cuan fértil era la imaginación de William en lo relativo a sus experiencias guerreras.
Nada, absolutamente nada, detendría ya su lengua.
—A principios de la contienda, como supongo que usted ya sabe, yo trabajaba en Bélgica para mi periódico. Era un pueblecillo, llamémosle X, situado en una región donde abundan los caballos, había un convento grande, con monjas vestidas de blanco... no recuerdo el nombre de la orden. Eso tampoco importa. Pues bien, este pequeño villorrio se hallaba precisamente en el centro del avance alemán. Al fin llegaron los ulanos...
Me agité inquieto y William alzó una mano tranquilizadora.
—No se altere —exclamó—. No se trata de una historia de atrocidades alemanas. Hubiera podido serlo, pero no lo es. En realidad, la bota devastadora calzaba otro pie. Los ulanos galoparon hacia el convento y, al llegar allí, todo voló por los aires.
—¡Oh! —exclamé horrorizado.
—¿Cosa rara, verdad? Naturalmente, parece como si antes hubieran llegado los hunos y empezado alguna celebración en que jugasen con sus propios explosivos. Pero sabemos que ellos carecían de esas cosas, al menos de potentes explosivos. Y bien, yo pregunto ahora: ¿qué sabía aquel rebaño de monjas de altos explosivos?
—No me lo explico —contesté.
—El asunto me interesó tan pronto se lo oí contar a los campesinos. Según ellos, se trata de un auténtico milagro moderno de primera magnitud. Parece ser que una de las monjas gozaba de reputación de santidad y, que puesta en trance, tenía visiones. Para los campesinos fue ella quien realizó la proeza. Por lo visto, descargó un rayo sobre los impíos hunos, y cuanto les rodeaba estalló con ellos. Un milagro muy efectivo, ¿no le parece?
»En realidad, nunca supe la verdad del asunto... por falta de tiempo. Entonces los milagros estaban de moda, como los ángeles, demonios y todo eso. Pergeñé una crónica con algo de materia brillante, bien adobada con puntos religiosos, y la mandé a mi periódico. Fue un éxito en los Estados Unidos, donde en aquella época gustaban esa clase de historias.
»Sin embargo, no sé si me comprenderá, al escribir de ello me interesé de verdad. Sentí el deseo de averiguar lo que realmente había sucedido. Pero el antiguo convento no ofrecía posibilidad alguna, salvo dos paredes que seguían en pie, una de ellas con una gran mancha negra en forma de perro.
»Los campesinos temían grandemente aquella marca. La llamaban "el podenco de la muerte", y rehuían aquel lugar después de anochecido.
»Las supersticiones son siempre interesantes. Esto acrecentó mi interés por ver a la mujer protagonista de la hazaña, que no había fallecido, según mis noticias. Al parecer, se trasladó a Inglaterra con un grupo de refugiados. Así que hice indagaciones en seguimiento de su pista, y supe que había sido alojada en Trearne, Folbridge, Cornwall.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Mi hermana aceptó a varios refugiados belgas al principio de la guerra. Unos veinte, creo.
—En mi ánimo siempre ha palpitado el deseo de conocer a la heroína tan pronto el factor tiempo me lo permitiera, con el único fin de oír de sus propios labios la narración del desastre. Pero ya sabe lo que son estas cosas, unas veces por exceso de trabajo y otras por la distancia, lo fui demorando hasta que el deseo se convirtió en un poso dormido en algún rincón ignorado del subconsciente. Sin embargo, al oírle el nombre de Folbridge, todo ha revivido en mi memoria.
—Preguntaré a mi hermana. Quizá haya oído hablar de eso. Claro que los belgas hace tiempo que fueron repatriados.
—Desde luego, eso no facilita las cosas; pero si su hermana recuerda algo, le agradeceré que me lo transmita.
—Descuide, lo haré con mucho gusto.
Poco después nos despedíamos.
Durante el segundo día de mi estancia en Trearne, recordé la historia. Mi hermana y yo tomábamos té en la terraza.
—Kitty —pregunté—, ¿tuviste a una monja entre tus belgas?
—¿Te refieres a la hermana Marie Angelique?
—Posiblemente. Háblame de ella.
—¡Oh! Es una criatura muy misteriosa. Aún está aquí.
—¿En la casa?
—No, no. En el pueblo. El doctor Rose, ¿recuerdas al doctor Rose?
Denegué con la cabeza.
—Sólo recuerdo a un viejo de unos ochenta y tres años.
—Ése era el doctor Laird. El pobre murió ya. El doctor Rose hace pocos años que vive aquí. Es muy joven y muy dado a las nuevas ideas. Quizá por eso se tomó el mayor interés en la hermana Marie Angelique. Ella sufre alucinaciones, ¿sabes?, y, aparentemente, resulta interesantísima desde un punto de vista médico.
»La pobre no tenía dónde ir, y, en mi opinión, es una criatura insignificante que sólo causa impresión..., ¿lo entiendes? Como te he dicho, carece de sitio donde ir, y el doctor Rose logró que se afincase en el pueblo. Tengo entendido que escribe una monografía o una de esas cosas que hacen los médicos, relacionado con ella.
Después de una pausa me preguntó:
—¿Qué sabes tú?
—Oí una historia bastante curiosa.
Se la conté tal como me la explicara Ryan, y Kitty se interesó vivamente.
—Tiene aspecto de ser capaz de eso —repuso ella.
Con semejante respuesta, mi curiosidad se hizo más acusada.
—Me gustaría verla —dije.
—Hazlo. Así conoceré la opinión que te merece la hermana Marie Angelique. Primero visita al doctor Rose. ¿Por qué no das un paseo hasta el pueblo después del té?
Hallé al doctor Rose en su casa. Me pareció un joven agradable, si bien algo de su personalidad me repelió: demasiado afectado para ser agradable del todo.
En cuanto le hablé de la hermana Marie Angelique se envaró alertado. Le conté la versión de Ryan, y él no me ocultó su gran interés por aquel asunto.
—¡Ah! —exclamó pensativo—. Eso explica muchas cosas. Es un caso en verdad interesante. La hermana Marie Angelique vino a Inglaterra después de haber sufrido un grave shock mental. También es evidente, según se desprende de su historia, que ya sufría alucinaciones. Quizá le interesa acompañarme y visitarla. Oreo que vale la pena.
Acepté presuroso aquella invitación tan deseada. Iniciamos juntos el camino hacia la casita en las afueras del pueblo. Folbridge es un lugar muy pintoresco. Se extiende en la desembocadura del río Fol, mayormente en la orilla este, pues la del oeste es demasiado abrupta para edificar, si bien algunas casitas cuelgan de su escollera, como sucedía con la del propio doctor. Desde allí es todo un espectáculo la visión de las olas que, furiosas, se rompen contra las negras rocas.
La vivienda que buscábamos se hallaba tierra adentro, fuera de la vista del mar.
—La enfermera de este distrito vive aquí —me explicó el doctor Rose—. Conseguí que la hermana Marie Angelique compartiese la casa con ella. Así me es fácil ejercer una vigilancia y control de su estado.
—¿Puede considerársele como normal? —pregunté.
—Ya juzgará por usted mismo cuando la vea dentro de un instante.
La enfermera, un agradable cuerpecillo regordete, se marchaba en aquel preciso instante en su bicicleta.
—Buenas tardes, enfermera, ¿cómo se halla la paciente? —le preguntó.
—Como siempre, doctor. Sentada con las manos plegadas y la mente en quién sabe dónde. Muchas veces no me contesta cuando le hablo. Su escasa disposición hace que apenas sepa inglés, pese al tiempo que lleva aquí.
El doctor Rose saludó con la cabeza a la enfermera mientras se alejaba, y, luego, traspusimos el umbral de la casita y en su interior encontramos a la hermana Marie Angelique tendida en una silla extensible cerca de la ventana. Ésta volvió la cabeza al oírnos.
Me sobrecogió su extraño y pálido rostro. Sus enormes ojos carecían de fijeza al mirar, como si una espantosa tragedia los nublara.
—Buenas noches, hermana.
—Buenas noches,
monsieur le docteur
.
—Permita que le presente a mi amigo, el señor Anstruther.
Hice una reverencia y ella inclinó la cabeza, mostrándome una desmayada sonrisa.
—¿Cómo se encuentra usted hoy? —preguntó el doctor Rose sentándose junto a ella.
—Estoy más o menos como siempre —se detuvo un momento y prosiguió—: Nada me parece real. Son días... meses... años... los que pasan sin que apenas me entere. Sólo mis sueños me parecen realidad.
—¿Sueña mucho?
—Siempre... siempre... y los sueños me parecen más reales que la propia vida.
—¿Sueña en su país... en Bélgica?
Denegó con la cabeza.
—No. Sueño con un país que jamás he visto. Usted ya lo sabe, monsieur le docteur. Se lo he dicho muchas veces —después de un breve silencio preguntó—: ¿Este caballero es también doctor... un doctor de enfermedades mentales?
—No, no lo es.
Rose trataba de tranquilizarla, si bien al sonreír lucía unos puntiagudos dientes caninos, que me hacían compararlo con un lobo. Él prosiguió:
—Imaginé que, posiblemente, le interesaría conocer al señor Anstruther. Sabe noticias recientes de Bélgica. Algunas de ellas se refieren a su convento.
Los ojos de la enferma se volvieron a mí. Un leve sonrojo tiñó sus mejillas.
—En realidad poca cosa —me apresuré a decirle—. Cené la otra noche con un amigo que me describió las ruinas de su convento.
—¡Luego fue destruido!
Lo dijo con suave exclamación, como si se dirigiera a ella misma y no a nosotros. Volvió a mirarme e, indecisa, me preguntó:
—Monsieur, ¿explicó su amigo cómo fue destruido el convento?
—Lo volaron —y añadí—: Los campesinos temen al pasar por aquel camino de noche.
—¿Por qué tienen miedo?
—Una marca negra en una de las paredes provoca en ellos un temor supersticioso.
La hermana se inclinó hacia delante.
—Dígame, monsieur, dígamelo rápido. ¿A qué parece esa marca?
—Tiene la forma de un enorme perro. Los campesinos lo llaman «el podenco de la muerte».
El «¡oh!» que brotó de sus labios fue un agudo grito.
—¡Entonces, es cierto... es cierto! —exclamó—. Todo cuanto recuerdo es cierto. No es una negra pesadilla. ¡Sucedió! ¡Sucedió!
—¿Qué sucedió, hermana? —preguntó el doctor.
Ella se volvió a él ansiosa.
—Lo
recuerdo
. Allí, sobre los peldaños. Lo recuerdo. Recuerdo cómo fue. Estaba de pie en las gradas del altar y les conminé a que no avanzasen más. Les dije que partieran en paz. No hicieron caso a mi advertencia y continuaron adelante. Y así... —se inclinó e hizo un extraño gesto—, y así puse en libertad al podenco de la muerte contra ellos...
Temblorosa, con los ojos cerrados, la monja se recostó en la silla.
El doctor se puso en pie y cogió el vaso del aparador, que medio llenó de agua, añadiéndole unas gotas de un frasquito que sacó de su bolsillo.
—Beba —le ordenó.
La enferma obedeció mecánicamente. Sus ojos miraban sin ver, como si contemplase alguna visión interna.
—¡Todo es verdad! —dijo—. Todo. La ciudad de los círculos, la casa de cristal... Todo. Todo es cierto.
—Tranquilícese.
La voz del médico tenía suave modulación, era consoladora y parecía invitar a proseguir los pensamientos.
—Hábleme de la ciudad —le dijo—. La ciudad de los círculos, ¿no la llamó así?
La hermana Marie Angelique repuso de modo inconsciente.
—Sí... había tres círculos. El primero para los elegidos, el segundo para las sacerdotisas y el exterior para los sacerdotes.
—¿Y en el centro?
Contuvo el aliento y su voz se quebró debido a un indescriptible dolor.
—La casa de cristal...
Mientras susurraba estas palabras se llevó la mano derecha a la frente, donde trazó varios signos. Su cuerpo pareció tensarse. Mantenía los ojos cerrados. De pronto se inclinó levemente y con repentina sacudida volvió a erguirse. Entonces nos miró como quien se despierta sobresaltado.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué he dicho?
—Nada —la tranquilizó Rose—. Está cansada. ¿Quiere dormir un poco? Nos vamos.
Parecía desconcertada cuando nos marchamos.
—Bien —me preguntó Rose ya en el exterior de la casa—. ¿Qué opina?
Me observaba de reojo.
—Imagino que está desequilibrada —repuse lentamente.
—¿Lo cree de verdad?
—No. En realidad no. De hecho ha sido convincente. Mientras la escuchaba tuve la impresión de que había realizado cuanto explicaba. Algo así como si realmente fuera autora de un extraordinario milagro. Parece sincera al narrar su historia. Quizá por eso...
—Sí —me interrumpió—. Quizá por eso considera que está desquiciada. No obstante estudie el asunto desde otro ángulo. Suponga cierto que ejecutó el milagro; suponga que fue ella quien destruyó aquel edificio y a varios centenares de seres humanos.
—¿Con la simple fuerza de su voluntad? —pregunté algo escéptico.
—No; no de ese modo. Pero usted, con toda seguridad, admite que una persona puede destruir a una multitud con sólo pulsar un interruptor que controle un sistema de minas.
—En ese caso se trata de un hecho mecánico.
—Cierto; pero, en esencia, no deja de efectuarse un control sobre fuerzas naturales. El rayo y una descarga eléctrica vienen a ser una misma cosa.