—¿Cree usted que pudo andar mucho después de eso? —preguntó Bunch.
—Sí. Es muy posible. Conocí a un hombre mortalmente herido que recorrió una gran distancia como si no tuviera nada. Luego, de repente, se cayó al suelo. Quizá lo hayan herido lejos de la iglesia. Claro que también pudo dispararse él mismo, tirar el arma y encaminarse a la iglesia. Lo que no entiendo es por qué entró en el templo y no en la rectoría.
—Algo dijo de eso —explicó Bunch—. Pronunció la palabra «santuario».
El doctor la miró sorprendido.
—¿Santuario?
—Ahí llega Julián —la mujer volvió la cabeza al oír los pasos de su marido en el vestíbulo—. ¡Julián! Ven.
El reverendo Julián Harmon entró en la estancia. El pastor aparentaba más años de los que tenía.
—¡Dios mío! —exclamó mirando la figura en el sofá y los utensilios quirúrgicos.
Su esposa le explicó lo sucedido con su peculiar modo ahorrativo de palabras.
—Estaba en la iglesia. Le han disparado un tiro. ¿Lo conoces, Julián? Me pareció oírle tu nombre.
El pastor se acercó al sofá y miró al moribundo.
—¡Pobre muchacho! —sacudió la cabeza—. No, no lo conozco. Estoy casi seguro de no haberlo visto en mi vida.
El herido abrió los ojos y miró al médico, luego a Julián Harmon y después a su esposa. Los ojos se quedaron fijos en el rostro de ella. El doctor Griffiths se apresuró a decirle:
—¡Cuéntenos lo sucedido!
El hombre exclamó con voz débil:
—Por favor,
por favor
...
Y tras un ligero estertor se murió.
El sargento Hayes humedeció el lápiz en su boca y volvió la hoja del libro de notas.
—¿Esto es cuanto puede contarme, señora Harmon?
—Sólo esto. Aquí tiene todo lo que llevaba en los bolsillos de su americana.
En la mesa, junto al codo del sargento, había una cartera, un viejo reloj con las iniciales «W. S.» y un billete de regreso a Londres.
—¿Saben ya quién es? —preguntó Bunch.
—Un tal Eccles ha telefoneado a la comisaría. Según parece es su cuñado. El difunto hace tiempo que tenía una salud precaria y padecía de los nervios. Últimamente se hallaba peor. Anteayer se marchó de su casa y no regresó. Por lo visto llevaba un revólver.
—¿Y vino aquí a matarse? —preguntó Bunch—. ¿Por qué?
—Parece ser que sufría una fuerte depresión.
Bunch le interrumpió.
—No me refiero a eso. Quiero decir, ¿por qué aquí, en la iglesia?
Evidentemente, el sargento Hayes desconocía la respuesta.
—Vino en el autobús de las 5.10 —explicó.
—Pero, ¿por qué? —insistió ella.
—Lo ignoro, señora Harmon. ¿Quién sabe? Si la mente no responde...
Bunch acabo por él.
—Pudo hacerlo en cualquier parte. Aún así, me parece innecesario coger el autobús y venir a un sitio apartado como éste. ¿No conocía a nadie de aquí, verdad?
—No, según las averiguaciones hechas —informó el sargento Hayes, que tosió a modo de excusa y añadió mientras se ponía en pie—: Podría ser que los señores Eccles vinieran a verla, señora; si a usted no le importa.
—Claro que no me importa. Es muy lógico. Si bien no tengo nada que decirles.
—Me voy —dijo el sargento.
—De todos modos me alegra saber que no se trata de un asesinato.
Un coche se acercaba a la rectoría. El sargento Hayes lo observó antes de aventurar:
—Quizá sean los señores Eccles.
Bunch tuvo un presentimiento de que iba a pasar una prueba difícil. «No obstante —se dijo—, si lo necesito llamaré a Julián y que me ayude. Un clérigo es un gran auxiliar cuando la gente está apesadumbrada.»
No había pensado en cómo serían los señores Eccles; quizá por ello, al saludarles, se sintió sorprendida. El señor Eccles era un hombre robusto, de natural alegre y ocurrente. La señora poseía unos ojos vivarachos, su boca era pequeña, con el labio inferior hacia arriba y la voz fina y aguda.
—Para nosotros ha sido un golpe terrible, señora Harmon —dijo la señora Eccles—. Ya puede imaginárselo.
—Desde luego —repuso Bunch—. Siéntese. ¿Aceptarían...? quizá es algo pronto para el té...
El señor Eccles agitó una mano.
—No, no se moleste por nosotros. Es usted muy amable. Sólo deseamos que nos cuente lo que le dijo el pobre William y demás detalles, ¿comprende?
—El pobre estuvo en el extranjero mucho tiempo —explicó la señora Eccles—. Allí debió de vivir experiencias desagradables. Desde que volvió a casa le gustaba la quietud y sentíase deprimido. Según él, no había nada en el mundo digno de vivirse. ¡Pobre Bill, siempre tan triste!
Bunch, sin hablar, los contempló un momento.
—Se llevó el revólver de mi marido —continuó la señora Eccles— sin que lo supiéramos. Parece ser que vino aquí en autobús. Supongo que lo hizo en atención a nosotros.
—¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho! —repitió el señor Eccles entre suspiros—. No se le puede condenar por eso —después de una corta pausa, preguntó—: ¿Dijo algo antes de morir?
Sus pequeños y brillantes ojillos miraban atentos a Bunch. Su esposa se inclinó ansiosa de oír la respuesta.
—Vino a la iglesia al sentirse moribundo, como si buscase refugio en el santuario.
—La señora Eccles, sorprendida, exclamó:
—¿Santuario? No comprendo.
Su esposo aclaró:
—Lugar santo, querida mía. A eso se refiere la esposa del vicario. El suicidio es un pecado mortal. Y, tal vez arrepentido, quiso pedir perdón.
—Intentó hablar antes de morir —explicó Bunch—. Dijo «por favor», pero no pudo seguir.
La señora Eccles se puso el pañuelo delante de los ojos y sollozó.
—Vamos, vamos, Pam, no llores —la consoló su esposo—. Ya carece de remedio. ¡Pobre Willie! Sólo me consuela que ahora está en paz —y dirigiéndose a Bunch—. Muchísimas gracias, señora Harmon. Discúlpenos las molestias. La esposa de un vicario siempre está ocupadísima.
Le estrecharon la mano. Ya se iban cuando el señor Eccles se volvió para decir:
—Por favor, creo que tiene su americana aquí, ¿verdad?
—¿Su americana? —Bunch frunció el ceño.
Intervino la señora Eccles.
—Nos gustaría recoger sus cosas.
—Llevaba encima un reloj una cartera y un billete de ferrocarril —dijo Bunch—. Se los di al sargento Hayes.
—Gracias —repuso el señor Eccles—. Supongo que nos lo entregará a nosotros. Su documentación estaría en la cartera.
—No, sólo un billete de una libra.
—¿No guardaba ninguna carta o nota?
Bunch sacudió la cabeza.
—Gracias otra vez, señora Harmon. La americana, ¿también se la llevó el sargento?
La esposa del clérigo frunció el ceño, como si intentase recordar.
—No, creo que no... El doctor y yo le quitamos la americana para examinar su herida —miró a su alrededor—. Me la habré llevado arriba con las toallas.
—Señora Harmon, si no le importa nos gustaría llevárnosla. Es la última prenda que se puso. Compréndalo, es un deseo sentimental.
—Naturalmente que sí. ¿No prefieren que la limpie primero? Temo que esté... manchada.
—Oh, no. Eso no importa.
—No sé dónde la he puesto. Un momento, por favor.
Bunch subió las escaleras y tardó varios minutos en regresar.
—Lo siento —explicó sin aliento—, la mujer de la limpieza la había puesto con otras ropas para la lavandería. He tenido que buscarla. La envolveré.
Sin hacer caso de las protestas de la señora Eccles, así lo hizo. Luego volvieron a saludarse y el matrimonio se marchó.
Bunch cruzó el vestíbulo y entró en el despacho parroquial. El reverendo Julián Harmon alzó la vista. En aquel momento preparaba un sermón sobre Judea y Persia durante el reinado de Ciro.
—¿Qué hay, Bunch? —preguntó afable.
—Julián, ¿qué significa exactamente «santuario»?
Harmon apartó un poco el papel donde escribía el sermón.
—Santuario en los templos romanos y griegos se llamaba a la
cella
donde permanecía la estatua de un dios. La palabra latina altar, «ara», significa protección. En 339 d.C. la palabra santuario fue incorporada a las denominaciones de las iglesias cristianas. En Inglaterra aparece reconocida oficialmente en las leyes emitidas por Etherbert en el año 600 d.C.
El hombre se extendió en su erudita exposición y, como siempre, sintióse desconcertado ante la sumisa atención de su esposa.
—Querido, eres un ángel.
Luego le besó la punta de la nariz y él se lo agradeció como el perro a quien dan un hueso después de una hazaña ejemplar.
—Los Eccles han estado aquí.
Harmon frunció el ceño.
—¿Los Eccles? No recuerdo...
—No los conoces. Son los hermanos del hombre que apareció herido en la iglesia.
—¡Señor! ¡Es terrible! —exclamó—. Querida, ¿por qué no me llamaste?
—No hubo necesidad. No precisaban consuelo. Por cierto que me extraña eso. Oye, si pongo la cacerola en el horno mañana, ¿te arreglarás solo? Necesito ir a Londres a ver unas ventas de ocasión.
—¿Unas ventas? —exclamó interrogativo.
Ella se rió.
—Hay una venta especial de géneros blancos en los almacenes Burrows y Portman. Sábanas, mantelerías, toallas y paños de cocina. No sé qué hacemos con los paños de cocina. Desaparecen como por arte de magia. Además —añadió pensativa—, deseo visitar a tía Jane.
La dulce y anciana señorita Jane Marple gozaba las delicias de la metrópoli confortablemente instalada en el piso-estudio de su sobrino.
—Raymond es muy amable —dijo—. Antes de irse con Joan a América, donde estarán dos semanas, insistió en que viniese a instalarme aquí. Y ahora, querida, explícame eso que te preocupa.
Bunch era la ahijada predilecta de la señorita Marple. Ésta la observaba con afecto mientras ella se echaba atrás el sombrero, dispuesta a contarle su historia. El recital de Bunch, conciso y claro, hacía que la señorita Marple asintiera de cuando en cuando.
—Comprendo —dijo.
—Tía Jane, necesitaba contártelo. No soy muy inteligente y...
—Tú
eres
inteligente, querida.
—No. En eso no me parezco a Julián.
—Tu marido posee un intelecto muy sólido —dijo la señorita Marple.
—Eso es —corroboró Bunch—. Julián posee intelecto y yo sentido común.
—Si, Bunch; y, además, eres muy inteligente.
—No sé qué hacer, tía. Y no me gusta preguntar sobre estas cosas a Julián. ¡Es tan puritano en su rectitud!
La observación fue perfectamente comprendida por la señorita Marple, quien dijo:
—Tienes razón, querida. Nosotras, las mujeres, somos distintas. Bien, me has explicado el suceso, pero me gustaría saber cuál es tu opinión de todo eso.
—Para mí es muy confuso —dijo Bunch—. El moribundo de la iglesia sabía muy bien todo lo relativo al santuario. Pronunció la palabra como lo hubiera hecho Julián. Quiero decir que era un hombre culto y educado. De haberse suicidado, no creo que viniese a la iglesia sólo para decir «santuario». Santuario significa salvación para los perseguidos. Sus enemigos no pueden tocarlo una vez que se refugia en el templo. Incluso en épocas remotas ni la propia ley podía hacerlo.
Miró interrogativa a la señorita Marple, que asintió con la cabeza. Luego continuó:
—El matrimonio Eccles es totalmente distinto. Son ignorantes y groseros. El reloj del difunto tenía las iniciales «W. S.», pero en el interior, con letra muy pequeña, había inscrito: «A Walter, de su padre.», y una fecha. Los Eccles, al nombrarlo, lo llamaban William o por su diminutivo Bill.
La señorita Marple pareció dispuesta a interrumpirla, pero no lo hizo. Bunch continuó:
—Ya sé que a veces no se llama a uno por su nombre de pila. Hay quien al bautizarlo le ponen William, y luego lo llaman «Gordito», «Zanahoria», o algo parecido. Pero la propia hermana no le llamaría William o Bill si es Walter.
—¿Sospechas que no son hermanos?
—Estoy convencida de ello. Ese matrimonio me resultó antipático. Vinieron a la rectoría a recoger las cosas del difunto y averiguar qué había dicho antes de morir. Cuando les expliqué su silencio, advertí algo así como alivio en sus rostros. Yo sospecho que fue Eccles quien disparó contra él.
—¿Tú crees que lo asesinaron?
—Sí. Por eso vine a verte, querida.
Las sospechas de Bunch hubieran sido exageradas para un oyente inexperto; pero la señorita Marple gozaba de bien merecida reputación en cuanto a resolver casos de esta índole.
—Antes de morir me dijo: «Por favor.» Eso evidencia su deseo de que hiciese algo por él. Pero no tengo la más remota idea de qué.
La señorita Marple reflexionó un momento y luego efectuó la misma pregunta que antes se hiciese Bunch:
—¿Por qué fue allí?
—¿Insinúas que si uno necesita un santuario puede entrar en cualquier iglesia y que, por lo tanto, no precisaba tomar un autobús que sólo va cuatro veces al día a un lugar solitario como es el nuestro?
—No, querida. Él debió ir allí con algún fin. Tal vez su propósito era ver a alguien. Chipping Cleghorn no es un lugar grande, Bunch y es fácil averiguar a quién iba a ver.
Bunch pensó en todos los habitantes del pueblo y al fin sacudió la cabeza.
—Pudo ser cualquiera de ellos.
—¿No mencionó ningún nombre?
—Julián, o al menos eso creí. También pudo ser Julia. Pero que yo sepa, no vive ninguna Julia en Chipping Cleghorn.
Rememoró la escena en su mente. El hombre tendido en los peldaños del presbiterio, la luz de la vidriera roja y azul como una explosión de joyas...
—¡Joyas! —gritó Bunch de repente—. Quizá fue eso. Los rayos del sol se descomponían en los cristales con reflejos de joyas rojas y azules. —Joyas —repitió dudosa la señorita Marple.
—Ahora viene lo más importante —dijo Bunch—; la causa que me trajo a verte. Los Eccles tuvieron gran interés en llevarse la chaqueta del muerto, vieja y deslucida. No, nada justifica el interés de ellos, aunque hablasen de sentimentalismos. De todos modos fui por ella, y mientras subía las escaleras recordé que él había intentado buscar algo. Eso me indujo a examinarla cuidadosamente, y encontré un ángulo del forro cosido con hilo distinto. Lo descosí y saqué un papel que había oculto allí. Luego cosí el forro con hilo adecuado para evitar que los Eccles sospechasen de mí. No es fácil que sospechen, si bien no estoy muy segura. Cuando les entregué la chaqueta me excusé por el retraso.