—¿Cómo sabía que esta ventana se abriría?
—susurré, pues realmente parecía cosa de magia.
—Me cuidé de su cerrojo esta mañana.
—¿Qué?
—Sí, hombre. Fue cosa fácil. Me presenté como agente del inspector Japp y dije que me enviaba Scotland Yard para colocar unos cierres a prueba de robo solicitados por Mr. Lavington. El ama de llaves me dio toda clase de facilidades, pues han sufrido dos intentos de robo últimamente. Eso demuestra que nuestra idea la han tenido ya antes otros clientes de Mr. Lavington, si bien no lograron llevarse nada de valor. Después de examinar todas las ventanas y de hacer mis pequeños arreglos, prohibí a los criados que las tocasen hasta mañana por haberlas conectado a la corriente eléctrica.
—Realmente, Poirot, es usted fantástico.
—
Mon ami
, fue de lo más sencillo que pueda imaginarse. Y ahora, manos a la obra. Los criados duermen en la parte alta de la casa, así que corremos poco peligro de molestarlos.
—Imagino que la caja estará empotrada en alguna parte.
—¿Caja? ¡Pamplinas! Mr. Lavington es inteligente. Ya comprobará que tiene un escondite mas idóneo que una caja. Eso es lo primero que todos registran.
Iniciamos una investigación sistemática. Pero, tras varias horas de registrar la casa, nuestra búsqueda seguía siendo infructuosa. Vi síntomas de furia en el rostro de Poirot.
—Ah, sapristi! ¿Acaso Hercule Poirot puede ser vencido? ¡Jamás! —exclamó—. Tranquilicémonos. Reflexionemos. Razonemos. En fin, empleemos nuestras pequeñas células grises.
Guardó silencio y sus cejas se contrajeron en un evidente signo de concentración mental. De repente, la luz verde que yo conozco tan bien se reflejó en sus ojos.
—¡Soy un imbécil! ¡La cocina!
—¿La cocina? —interrogué—. ¡Imposible! Los criados descubrirían más pronto o más tarde el escondite.
—¡Exacto! Lo que el noventa y nueve por ciento de las personas dirían. Por eso la cocina es el lugar más idóneo. Está llena de diversos objetos caseros. ¡Vamos a la cocina!
Totalmente escéptico, lo seguí y observé cómo buscaba en el arcón del pan, tanteaba ollas y metía su cabeza en el horno de la cocina. Al fin, cansado de mirarlo, me fui a la biblioteca, convencido de que allí, y solo allí, hallaríamos la caja. Después de realizar un nuevo y minucioso registro, comprobé que eran las cuatro y cuarto, por lo que el amanecer estaba próximo. Esto guió mis pasos a las regiones de la cocina.
Para mi sorpresa, Poirot se hallaba dentro de la carbonera. Su pulcro traje claro estaba hecho una calamidad. Me sonrió al decirme:
—Sí, amigo mío, estropear mi aspecto no me causa placer alguno, pero... ¿qué hubiera hecho usted?
—Seguro que Lavington no ha enterrado la caja en el carbón.
—Si usara sus ojos vería que no es el carbón lo que examino.
Entonces descubrí una oquedad en el fondo de la carbonera, repleta de leños bien apilados. Poirot procedía a quitarlos uno a uno. De pronto, exclamó en voz baja:
—¡Su cuchillo, Hastings!
Se lo entregué y me pareció que lo insertaba en un tronco, que se abrió en dos. Entonces observé que había sido pulcramente aserrado por la mitad y que, en su centro, había sido tallada una cavidad. De aquella cavidad, Poirot sacó una pequeña caja de madera, de fabricación china.
—¡Estupendo! —grité.
—Calma, Hastings. No levante demasiado la voz. Vamos, salgamos antes de que la luz del día caiga sobre nosotros.
Deslizó la caja en uno de sus bolsillos y, de un ágil salto, salió de la carbonera. Luego se sacudió la suciedad y abandonamos la casa por el mismo lugar por el que habíamos entrado. Finalmente, reemprendimos el regreso a Londres.
—¡Vaya escondite más extraordinario! —exclamé—. Sin embargo, cualquiera hubiera podido utilizar aquel leño.
—¿En julio, Hastings? Además, se olvida de que era el último de la pila y un escondite muy ingenioso. ¡Ahí viene un taxi! Ahora a casa, donde me espera un baño y un sueño reparador.
Después de la excitación de la noche, dormí hasta muy tarde. Cuando al fin entré en nuestro despacho, poco antes de las doce, me sorprendió ver a Poirot apoyado en el respaldo del sillón con la caja china abierta a su lado, leyendo tranquilamente la carta que había sacado de ella.
Me sonrió afectuoso y golpeó la hoja que leía.
—Lady Millicent tenía razón. El duque jamás le hubiera perdonado esta carta. Contiene las expresiones de amor más extravagantes que jamás he leído.
—Poirot, opino que nunca debió leer esa carta. Nadie medianamente educado lo hubiera hecho.
—Pero sí Hercule Poirot —me replicó imperturbable.
—¿También es juego limpio para Hercule Poirot valerse de una tarjeta falsa? —pregunté recordando el método que usara para franquearse la entrada en casa de Lavington.
—Yo no juego limpio, Hastings, cuando llevo un caso.
Me encogí de hombros, incapaz de rebatir sus puntos de vista.
—Se oyen pasos en la escalera —dijo Poirot—. Lady Millicent, seguro.
El semblante de nuestra rubia cliente mostraba gran expresión de ansiedad, que se trocó en otra de delicia al ver la carta y la caja.
—¡Oh, monsieur Poirot, qué maravilloso es usted! ¿Cómo lo ha conseguido?
—Con métodos bastante reprobables, milady. Pero Mr. Lavington no nos demandará. ¿Esta es su carta, verdad?
Ella la examinó.
—Sí. ¿Cómo podré agradecérselo? Es usted un hombre maravilloso, sencillamente maravilloso. ¿Dónde estaba oculta?
Poirot se lo contó.
—¡Qué inteligente es usted! —dijo cogiendo la cajita de la mesa—. Me la guardaré como recuerdo.
—Milady, supuse que no tendría inconveniente en dejármela también como recuerdo.
—Espero mandarle un recuerdo mucho mejor el día de mi boda. No seré desagradecida, monsieur Poirot.
—Haberle sido útil es para mí un placer superior a cualquier talón bancario. Permítame que retenga la caja.
—Por favor, monsieur Poirot, significa mucho para mí —dijo sonriente.
Lady Millicent alargó su mano, pero la de Poirot se cerró sobre la de ella.
—Seguro —su voz había cambiado.
—¿Oué significa esto? —preguntó la joven, no sin cierta dureza.
—En todo caso, permítame que saque el resto de su contenido. Observe cómo el espacio original ha sido reducido a la mitad. En la parte superior está la carta comprometedora, pero en el fondo...
Hizo un gesto ambiguo y sacó la mano. En ella aparecieron cuatro relucientes piedras y dos grandes y lechosas perlas blancas.
—Las joyas robadas en la calle Bond el otro día, me imagino —murmuró Poirot—. Japp nos lo confirmara.
Mi sorpresa no tuvo límites cuando el mismo Japp salió del dormitorio de Poirot.
—Le presento a un viejo amigo suyo, según tengo entendido —dijo Poirot a lady Millicent.
—¡Cazada! —exclamó la joven con un repentino cambio de modales—. ¡Cínico viejo demonio!
—Bien, mi querida Gertie —intervino Japp—. Esta vez ganamos nosotros. Ya hemos detenido a su compinche, el falso Lavington. En cuanto al auténtico, conocido también por el nombre de Corker, me gustaría saber quién de la banda lo apuñaló en Holanda el otro día. ¿Creyeron que se había llevado el botín con él, verdad? Les engañó como a novatos y lo ocultó en su propia casa. Y ustedes, al fracasar en la búsqueda quisieron engatusar a monsieur Poirot, quien tuvo más suerte y las encontró.
—¿Le gusta pavonearse, verdad? —preguntó la falsa Millicent—. ¡Qué fácil le resulta ahora! Bien, seré buena. No podrá decir que no soy toda una dama.
—Los zapatos no encajaban —me dijo Poirot cuando estuvimos solos—. Según pequeñas observaciones sobre la vida, las costumbres y los gustos de los ingleses, una dama, una dama de verdad, se muestra siempre muy exigente con sus zapatos. Podrá vestir ropas descuidadas, pero jamás llevará un calzado ordinario. Sin embargo, nuestra lady Millicent lucía ropas elegantes y caras, y zapatos de escaso valor.
»Ellos debieron pensar que ni usted ni yo conoceríamos a la auténtica lady Millicent debido a sus escasas visitas a Londres. Y hemos de admitir que la jovencita se le parece lo suficiente para suplantarla con éxito, ante quien no haya tratado con ambas con anterioridad.
»Bien, como le he dicho, sus zapatos despertaron mis sospechas, acrecentadas por su historia y el uso de tan melodramático velo. Supongo que la caja china con una carta comprometedora en su interior debía ser conocida por todos los miembros de la banda, pero no el leño hueco, una idea particular del difunto Lavington.
»Hastings, espero que nunca más herirá mis sentimientos como hizo ayer al decirme que soy desconocido entre el hampa londinense.
Ma foi!
¡ Si hasta me contratan cuando ellos mismos fracasan!
Aquel día hallé a mi amigo en sus habitaciones, sobrecargado de trabajo. Su celebridad era la causa de que toda mujer rica que hubiera extraviado un brazalete o su perro favorito recurriera a los servicios del gran Hércules Poirot. Mi pequeño amigo era una extraña mezcla de hombre de negocios y romántico idealista. Lo segundo lo llevaba a la aceptación de muchos casos sin apenas interés profesional. Otras veces eran trabajos sin compensación económica, pero de indudable interés. Poirot, con cara de circunstancias, admitía como cierto ese modo de obrar suyo.
Afortunadamente mi visita no fue infructuosa, pues logré persuadirle que me acompañase a pasar unas cortas vacaciones en un renombrado lugar de la costa sur: Ebermouth.
Después de cuatro agradables días, Poirot vino a mi encuentro con una carta abierta en una de sus manos.
—
Mon ami
, ¿recuerda a mi amigo Joseph Aarons, el agente de teatro?
Asentí, después de meditar un momento. Los amigos de Poirot son tantos y tan diversos, que se les halla en todas las esferas sociales.
—Pues bien, Hastings, Joseph Aarons se encuentra en Charlock Bay. Según parece se halla preocupado debido a un pequeño asunto. Me ruega que vaya a verlo.
Mon ami
, debo acudir a su llamada. Es un amigo fiel que ha hecho mucho en mi ayuda.
—Conforme, si usted lo quiere —repuse—. Charlock Bay es un lugar estupendo, y, además, nunca estuve allí.
—Magnífico. Así compaginaremos el negocio y el placer —dijo Poirot— ¿Se informará del horario de trenes?
—Temo que debamos hacer uno o dos trasbordos —mi sonrisa no pasó de una mueca—. Ya sabe lo que sucede con estas líneas del interior. Ir de la costa sur de Devon a la del norte, representa un día de viaje.
No obstante, el viaje podía realizarse con sólo un trasbordo en Exeter, y los trenes eran buenos. Regresaba de la estación para informar a Poirot, cuando vi un letrero en las oficinas de los coches Speedy; decía:
Todos los días excursiones a Charlock Bay. Primera salida a las 8,30. Viaje a través del más bello panorama de Devon.
Solicité algunos detalles y corrí al hotel, entusiasmado. Sin embargo, Poirot se resistió a compartir mi estado de ánimo.
—Amigo mío, ¿por qué esa pasión por el autocar? El tren es más seguro. Carece de neumáticos que se revienten, lo cual reduce las posibilidades de accidente. Además, en el tren no molesta el aire, pues con cerrar las ventanillas se evitan las corrientes.
Entonces argüí que el aire fresco era lo que, precisamente, me hacía desear el viaje en autocar.
—¿Y si llueve? Vuestro clima inglés es muy inseguro.
—Si llueve torrencialmente, la excursión no se realiza.
—¡Ah! —dijo Poirot—. En ese caso roguemos que llueva.
—Bueno, si usted prefiere...
—No, no,
mon ami
—me interrumpió—. Ha puesto su corazón en el viaje. Por fortuna dispongo de un grueso abrigo y dos bufandas —suspiró—. ¿Pararemos suficiente tiempo en Charlock Bay?
—Pasaremos la noche allí. El viaje comprende una excursión por Dartmoor, comida en Monkhampton y llegada a Charlock Bay a eso de las cuatro. El coche inicia el regreso a las cinco.
—¡Vaya! —exclamó Poirot—. ¿Y hay gente que hace eso por placer? Supongo que lograremos una reducción de tarifa, puesto que no haremos el viaje de vuelta.
—Me temo que no podrá ser.
—Insista.
—Vamos, Poirot. No sea mezquino.
—Amigo mío, no soy mezquino. El negocio es negocio. Si fuera millonario nunca pagaría más de lo justo.
Como yo había previsto, el deseo de Poirot no pasó de un intento. El empleado que despachaba los billetes en la oficina Speedy resultó ser inconmovible. Según nos dijo, era obligatorio el retorno. Es más, incluso nos insinuó que tendríamos que pagar un recargo por el privilegio de abandonar el coche en Charlock Bay. Derrotado, Poirot abonó el importe del viaje completo y salimos de la oficina.
—Los ingleses carecen del sentido de la economía —gruñó—. ¿Observó al joven que pagó la tarifa y el recargo porque piensa quedarse en Monkhampton?
—Pues no... en realidad...
—Ya —me interrumpió—. Miraba a la guapa señorita que reservó el asiento número cuatro, junto a los nuestros. Sí, amigo mío; le vi. Y estuve a punto de elegir los asientos trece y catorce, situados en el centro, que es el sitio más resguardado. Pero se adelantó en pedir el tres y el cuatro.
—Hombre, verá, yo...
—¡Pelo rojizo! ¡Siempre pelo rojizo!
—Está bien, Poirot; pero no me negará que es de mejor gusto mirar a una señorita que a un joven estrambótico.
—Eso depende del punto de vista. Para mí, el joven estrambótico resulta interesante.
Algo muy significativo en el tono de Poirot hizo que lo mirase perplejo.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Oh, no se excite. Nuestro mozo se empeña en lucir un poblado bigote que, no obstante, aparece escuálido —Poirot se mesó su magnífico bigote—. Su crecimiento y conservación requieren instinto de artista. En realidad, me apenan quienes lo intentan y no lo consiguen.
Siempre es difícil saber cuando habla en serio o, simplemente, se divierte a costa de uno.
Tuvimos un amanecer brillante y soleado. ¡Un día espléndido! Sin embargo, Poirot no quiso arriesgarse y se puso un chaleco de lana, un grueso abrigo y dos bufandas, pese a llevar su mejor traje de invierno. Tampoco se olvidó del impermeable, ni de ingerir dos tabletas antigripales.
Ya en el vehículo, el conductor se hizo cargo del maletín de la linda pelirroja, el del joven que despertara la simpatía de Poirot con su bigote y los nuestros.