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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (22 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Chst, a dormir.

El pájaro la observó ladeando la cabeza.

Alberto enamorado... Bueno, nada de alarmas absurdas, se dijo. No fuera a perder la cabeza. Esas cosas podían ocurrir. En realidad, ocurrían. No tenía más que acordarse del
Hespérides
. ¿Por qué no podía Alberto sentir de pronto atracción por otra mujer sin que eso fuera el fin del mundo? Además, sentir no significaba necesariamente pasar a la acción.

La calma autoimpuesta fue relativa y, sobre todo, se esfumó al hilo de una conversación banal con Alberto en la que, casi por casualidad, él hizo referencia al fin de semana en que se ausentó por trabajo.

—Fui a cenar a Le Train Bleu cuando estuve en París.

—¿París? ¿No fuiste a Bruselas?

—¡Qué cabeza! No sé qué me pasa últimamente. Por supuesto que fue Bruselas.

Entonces, ¿estuvo o no en Bruselas? ¿Era o no un fin de semana de trabajo? ¿Y con quién fue?¿Le Train Bleu? ¿Por qué le resultaba tan familiar ese nombre?

IV

 

 

 

 

Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados.

 

G
USTAVE
F
LAUBERT
,
Madame Bovary

 

 

 

 

 

Pinchó el número de su cuenta corriente. En pocos segundos apareció, en el ordenador, una nueva pantalla con el movimiento de la semana de abril en curso.

En el banco, todo se mantenía bajo control. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo con respecto a su cabeza...! Pero, no. Sus sinapsis nerviosas andaban tan enredadas como si un gato se hubiera entretenido jugando con ellas. Y todo por un simple error de su marido. ¿No estaría exagerando un poco? A fin de cuentas, a veces las cadenas verbales gastaban ese tipo de jugarretas y, sin embargo, carecían de significado especial. Quizás, estaba desorbitando una simple anécdota. Alberto había dicho París por Bruselas, ¿y qué?

Aunque, a lo peor, resultaba candoroso darse por satisfecha con ese razonamiento sin cuestionarlo. Tenía fallos. Porque no era propio de Alberto equivocarse de ese modo. Lo de la ciudad podía pasar por una confusión, pero ¿Le Train Bleu, también? Cambiar el nombre de un local por el de otro en el que, aparentemente, nunca había puesto los pies no le resultaba justificable a Olga. Además, él se empeñó en quitarle importancia al gazapo. Con toda probabilidad, explicó en un tono alterado, ese nombre quedó instalado inconscientemente en mi memoria después de la cena con Carlos y Teresa. ¡Pues claro! Ése era el restaurante francés de la arquitectural sopa. ¿Sería que Alberto lo había visitado esos días de fingido trabajo? De acuerdo en lo mucho que le gustaba a él la soledad, pero ser un hombre solitario no justificaba inventarse dos días de reuniones para dedicarse a las rutas gastronómicas cuando él nunca había sido un devoto de la cocina. Sobre todo, cuando entre ellos dos siempre había habido suficiente confianza para expresar la necesidad legítima de aislarse un poco. Entonces, obviamente la razón de su escapada eran urgencias personales distintas e inconfesables: otra mujer. No se le ocurría mejor argumento, aunque ése resultase peregrino y encajase mal con la personalidad de Alberto... Sin embargo, explicaba sus estados de ánimo del último tiempo, coincidía con la observación acertada, y acerada, de María: papá está enamorado.

Pero ¿de quién? ¿Había nombrado a alguna mujer...? Pues, no. La única de quien hablaba con frecuencia, algo de calor y mucha admiración era de Teresa, desde que había comprobado su fiabilidad al trabajar con ella. A menudo le contaba las cualidades de su amiga como si acabara de conocerla y como si ella misma no supiera quién era. Alberto, ¡caramba!, si somos amigas desde los dieciséis... Sí, lo sé, pero trabajar con ella te pone en contacto con facetas suyas que sólo así son evidentes: su seriedad, su necesidad de trazar planes y ajustar resultados milimétricamente, su incapacidad para hacer algo a medias, su belleza, también... Olga se burlaba: su neurosis perfeccionista quieres decir. En eso, ¡menudo par os habéis juntado...! ¿Sólo en eso? ¿Estás segura, Monegal? Tal vez Teresa, necesitada de afecto, se había arrimado a Alberto.

Una forma de detectar algún comportamiento extraño de Alberto sería rastrear su tarjeta de crédito. Desde Internet hubiera sido tan fácil entrar en la gestión de cuentas de la visa de él... Podía, desde luego, pero ella no iba a caer tan bajo.

De pronto, como en una película a cámara rápida, desfilaron por su mente distintas escenas vividas con Alberto o Teresa, dos de las personas más importantes de su vida. Tantas veces, cada cual a su manera, le habían demostrado su cariño... ¿Cómo podía dudar de la lealtad de los dos? Era ella, Olga, la desleal, por atreverse a juzgarlos de ese modo sin más pruebas que un error en una conversación. Debía olvidar ese incidente cuanto antes.

Además, la reina de las nieves no sabía expresar querencia o tal vez ni siquiera sentía... Razón de más para dudar de una posible aventura entre ella y su marido. Dos personas sin ansias de afecto, sin hambre de caricias, sin curiosidad sexual, sin pasiones arrebatadoras no podían iniciar una relación amorosa. Pero, ¿quién le aseguraba que Teresa y Alberto eran realmente dos carámbanos? Bien se había enamorado, años atrás, Teresa del fotógrafo hasta el punto de dejarse el respeto por ella misma tirado en algún rincón del camino. Entonces, probablemente sí tenía un buen pedazo de corazón para amar. Y el sexo... ¡Ja! El sexo parecía no haberle importado mucho: siempre gélida, distante, como si el contacto con otra piel pudiera desagradarle. ¡Pues bien: pura fachada! Por lo menos, ésa era la deducción natural después de oírle contar sus encuentros con el camarero. Luego, no resultaba imposible que se sintiera atraída por Alberto.

¿Y Alberto? Alberto, tan poco fogoso... Incluso Patricia, durante aquella incómoda conversación, poco antes de la boda y tratando de impedirla, había querido ponerla en guardia acerca de ese desapasionamiento. Así que, por ese lado, difícilmente una mujer podía seducirlo. Tenía que ser algo más. Tenía que ser un sentimiento muy poderoso al que no hubiera sabido cómo hacer frente, ante el que hubiera claudicado. ¡Por supuesto!, ella también conocía esa conmoción de los sentimientos, ese remolino emocional en el que casi se había visto atrapada. Sí, lo conocía. Lo había vivido, lo estaba viviendo aún y, sin embargo, resistía con coraje. Entonces, ¿por qué Alberto había sucumbido?

Su estómago se contrajo espasmódicamente. Una oleada de calor la sacudió. Se sentía furiosa con Alberto por obligarla a vivir esa humillación.

Estaba harta de todo: del silencio de la noche, de Alberto dormido e ignorante de sus preocupaciones, y, también, de la página del banco anclada en la pantalla del ordenador, desapareciendo tras el protector de pantalla y reapareciendo cada vez que ella desplazaba involuntariamente el ratón. ¡Se acabó! No iba a trabajar más. Se le habían pasado las ganas de comprobar el estado de las cuentas familiares. Lo dejaba para otro día y, si no, que se pusiera Alberto.

Se fue hacia la cocina a beber un vaso de agua. La incredulidad, la impotencia y la rabia la ahogaban. Se sentó en la mesa de los desayunos, apoyando los codos en ella y descansando la cara sobre las palmas de las manos. Desde luego, ahora entendía perfectamente la distancia que Alberto había puesto entre los dos.

Tuvo la sensación de que todo se desmoronaba a su alrededor. Mareada, levantó la cabeza. Afortunadamente, el entorno físico permanecía inalterable. Hallarse en su cocina, entre sus muebles de madera, acodada en la mesa de cristal de los desayunos, frente al póster de la Antártida, la serenó. Todo estaba como siempre. Tan como siempre que se acababa de dar cuenta de que el póster llevaba demasiados años allí. Las puntas caracoleaban. Una pátina de grasa, brillante y pegajosa, deslucía los colores. Era curioso cómo el paso del tiempo acababa por volver irrelevantes algunos objetos muy familiares. Demasiado familiares. A fuerza de ver algo en el mismo sitio, terminamos por no verlo; se confunde con el paisaje general. Al regreso de su primera campaña en la Antártida, colgó ese póster con tanta ilusión... Había sido su primer contacto con el continente helado, y regresaba impresionadísima. Bueno pues, unos años después, entraba en la cocina y ya no lo veía, hasta el punto de que había pasado por alto la cantidad de porquería acumulada. En fin, si con un póster ocurría eso, ¿el fenómeno podía darse también con las relaciones? ¿Podían dos personas, a fuerza de compartir un espacio común, a fuerza de familiaridad, de cotidianidad, dejar de ser relevantes la una para la otra? Seguramente podían, claro. Suspiró.

Se levantó a despegar el póster. Arrancó una de las puntas. La cima del iceberg azul se dobló al ritmo suave de la cartulina, quedando sobre las cabezas de algunas focas que, en la base del póster, se deslizaban por las laderas de otro iceberg para alcanzar el mar. Resultaban patéticos, pobres animales. Se movían como lo haría una persona atada de pies y manos obligada a huir, ladera abajo, arrastrándose con movimientos peristálticos, como si fuera un gusano. Entonces se acordó de un libro leído durante la adolescencia:
Un hombre de verdad
. Volvió a sentarse, anonadada por el recuerdo. En parte, aquella novela había forjado su modo de ser. O, cuando menos, había reforzado las enseñanzas de sus abuelos. Mientras duró su lectura, se sintió cautivada por la fuerza de voluntad de aquel piloto de avión de caza, derribado sobre la taiga en pleno combate. Con las piernas rotas y alimentándose sólo de raíces y hormigas, el protagonista, como si fuera una foca, se arrastra durante días —quizás más de un mes; ya no lo recordaba— hasta llegar a la civilización. Así terminaba la primera parte del libro; así, pensaba Olga, el piloto se había ganado ser apodado «un hombre de verdad», por ese espíritu de supervivencia llevado a límites casi sobrehumanos. Sin embargo, la segunda parte de la novela la impresionó más aún si cabe: el hombre sin piernas no se dejaba abatir moralmente y, gracias a un tesón ciclópeo, conseguía, con sus prótesis, volver a andar, incluso volver a bailar y, finalmente, volver a pilotar un caza.

Aquél se convirtió en su libro de cabecera durante mucho tiempo. Lo releyó varias veces hasta persuadirse de que, como bien repetían siempre sus abuelos, la fuerza de voluntad debía bastar para mover montañas. Acabó convencida de que nada influye tanto en las personas como la opinión que tienen de su propia eficacia personal y la capacidad para perseverar constantemente hacia un objetivo. Desde el principio de su relación con Alberto, imaginó que, unidos, conseguirían sobrellevar y dejar atrás las quizás inevitables crisis de pareja. Lo que nunca imaginó fue que uno de esos momentos decisivos iban a tener que enfrentarlo por separado y como rivales o, por lo menos, como personas con intereses antagónicos.

Llegar a esa conclusión la alarmó y la angustió: era una sorpresa turbadora.

Pasó por el baño y, luego, entró en la habitación, donde Alberto roncaba suavemente. Ese señor y sus pálidos ronquidos eran su realidad. La que ella quería. ¿Sí, Monegal?

No tardó mucho en dormirse, mecida por esos suaves ronquidos.

Despertó con el cuerpo cubierto de sudor y el corazón latiendo aceleradamente, con los reflejos suficientes para sellar fuertemente los labios y evitar que Alberto despertara al grito de evohé, evohé, pero sin poder interrumpir las convulsiones que estremecían su cuerpo.

¡Evohé!, jadeó para sí con la respiración todavía violentamente agitada.

Miró hacia su marido, que seguía durmiendo con la cabeza vuelta hacia ella, pero ignorante de lo sucedido.

¡Evohé!, dijo, esta vez con la respiración sosegada. ¡Evohé por tantas cosas! Por el placer en sí, mejor que el de cualquier realidad conocida hasta el momento. Aparte de que su realidad hacía ya cinco meses que vivía de espaldas al sexo. Y evohé por haberlo obtenido, ¡al fin!, después de años con ese sueño recurrente. Y por saber quién era el desconocido. Después de tanto, tantísimo tiempo, le había puesto un nombre y una cara.

¡Qué curioso! Llevaba más de dos meses sin ese sueño. La última vez fue la semana anterior al inicio de la campaña en el mar de Ligur. Precisamente fue entonces cuando, impulsada por las confidencias de la propia Marina, que —¡quién iba a figurárselo!— tenía en su haber una gran pasión a cuyo recuerdo había consagrado su vida sentimental, se atrevió a hablarle de ese desconocido con el que gozaba muy a pesar de sus convicciones y de su realidad en forma de marido.

Su espíritu flotaba apacible, mientras su cuerpo iba recuperando la calma. Permanecía en un universo propio donde no la alcanzaba ni la pasión del sueño, ni la cotidianidad de su cama. Estaba en paz con ella misma. Los pensamientos entraban flotando en su mente y desaparecían con la misma suavidad, sin que ella se hubiera entretenido en examinarlos. Hasta que, de pronto, una idea quedó encallada y la obligó a prestar atención, zarandeándola. ¿Era normal lo que acababa de ocurrirle? ¿Se quedaba tan tranquila sin sentir el más leve remordimiento? Luego sería capaz de juzgar a Alberto y, sin embargo, ella...

No. Eso no era más que un sueño, y por lo tanto disculpable. Ella no se había imaginado haciendo el amor con Jorge, sólo lo había soñado, es decir, no había tomado parte activa en la formación de esas imágenes en su cerebro. Los sueños escapaban al control de una y eran un conglomerado sin sentido.

Tal vez, Freud estaba en lo cierto al señalar que el lenguaje de los sueños tiene un sentido profundo, comprensible a partir del análisis y de las asociaciones de ideas. Bueno, no se necesitaba un estudio de una profundidad abisal para desentrañar el significado del suyo. Lo que sí le parecía un misterio era que, en cierta medida, esa ensoñación se le antojaba muy real, mientras que Alberto roncando parecía ser la virtualidad. ¡Caramba! Olga tuvo conciencia, en ese instante, de que, incluso sin que ella se diera cuenta, mentalmente pasaba mucho más tiempo con Jorge que con Alberto.

Cuando desembarcaron del
Hespérides
, Olga creyó que no verlo ni hablarle sería una solución perfecta para olvidarlo y acallar el revuelo emocional que le había causado. Sin embargo, la tormenta de sentimientos arreciaba en lugar de disminuir. Primero fue su inquietud por la carencia de contactos verbales: telefónicos, electrónicos, señales de humo, palomas mensajeras... Cualquier cosa. Lo realmente importante hubiera sido tener alguna noticia. Luego fueron las constantes asociaciones de ideas: comer pescado le recordaba a Jorge, los comentarios desenfadados de Susana al hablar de su relación con Jean-Claude la trasladaban a su deseo físico por Jorge... Y, ahora, se había incrustado en su sueño, ocupando el lugar del desconocido.

Suspiró pensando que quizás emergía de su interior una Olga desconocida y frívola, dispuesta a modificar sus afectos.

Pero, no. ¿No había resistido los cantos de sirenas cuando mayor había sido el peligro? Pues, entonces... Aunque era verdad que aquella noche, al término de la fiesta en el
Hespérides
, casi tuvo que atarse al palo mayor para no ceder. Jorge había pasado la cena lanzando pequeños globos sonda para averiguar si podía avanzar o no. Y Olga había eludido dar pistas, porque no quería o no estaba segura de querer o no quería querer... ¡Uf! No recordaba haberse sentido tan confundida jamás.

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